—Muy poco tiempo, me temo —dijo sosegadamente mientras le cogía la Dragonlance; sacudió la cabeza cuando ella quiso recuperarla—. La gran zorra Verde ha lanzado antes el ataque. No es de sorprender. Hemos de darnos prisa.
Abrió la puerta y empezaron a subir la escalera que giraba y giraba en una cerrada espiral, un vórtice de piedra. La barandilla, de oro y plata entretejidas, imitando una enredadera, no parecía un objeto aplicado a la piedra, sino que daba la impresión de que hubiese crecido pegándose a ella.
—Los nuestros están preparados —dijo Laurana—. Cuando Kelevandros dé la señal, atacarán.
—Espero que podamos contar con que cumpla con su parte —comentó el gobernador—. Como habéis dicho, ha estado actuando de un modo raro últimamente.
—Confío en él —contestó Laurana—. Mirad. —Señaló las huellas de unas botas en la gruesa capa de polvo que cubría la escalera—. Ya está aquí, esperándonos.
Subieron lo más rápido posible, aunque sin arriesgarse a perder las fuerzas antes de llegar arriba.
—Me alegro... de no haberme puesto la armadura completa —comentó el gobernador con el aliento que le quedaba. A decir verdad, sólo habían llegado a lo que Laurana le informó que era la marca de la mitad del recorrido y ya jadeaba y las piernas le ardían.
—Solía subir... corriendo esta escalera con mis hermanos y Tanis... cuando era una niña —dijo Laurana, que se apretaba con la mano el costado para aliviar el doloroso pinchazo—. Será mejor que descansemos... un momento, o no lo conseguiremos.
Se sentó pesadamente en los peldaños, haciendo un gesto de dolor. Medan siguió de pie, oteando a través de la ventana. Hizo varias respiraciones profundas y flexionó las piernas para aliviar los músculos agarrotados.
—¿Qué veis? —preguntó Laurana con voz tensa—. ¿Qué está pasando?
—Todavía nada —informó él—. Ésos son los secuaces de Beryl, que seguramente sobrevuelan la ciudad para asegurarse de que está desierta. En el fondo, Beryl es una cobarde. Sin su magia se siente desprotegida, vulnerable. No se acercará a Qualinost hasta estar convencida de que no le pasará nada malo.
—¿Cuándo entrarán en la ciudad sus soldados?
Medan se volvió de la ventana para mirarla.
—Después. Los mandos no enviarán a los hombres hasta que los dragones se hayan ido. El miedo al dragón pone nerviosas a las tropas, hace que resulte difícil controlarlas. Cuando los dragones hayan acabado de barrer el lugar, los soldados llegarán. Para «limpiarlo».
Laurana soltó una risa temblorosa.
—Espero que no encuentren mucho que «limpiar».
—Si todo va según lo planeado, el suelo estará impoluto —dijo Medan, devolviéndole la sonrisa.
—¿Preparado? —preguntó la elfa.
—Preparado —contestó él, tendiéndole galantemente la mano para ayudarla a ponerse de pie.
* * *
La escalera los condujo a lo alto de la Torre, a un acceso a un pequeño cuarto con el techo en arco. Quienes cruzaban ese cuarto salían a un balcón que se asomaba a la ciudad de Qualinost. El Orador de los Soles y los clérigos de Paladine habían tenido por costumbre subir a lo alto de la Torre en festividades, para dar gracias a Paladine —o Eli, como los elfos lo llamaban— por sus muchas bendiciones, la más maravillosa de las cuales era el sol, que daba vida y luz a todos. Esa costumbre había acabado tras la Guerra de Caos, y ya nadie subía allí. ¿Para qué?
Paladine había desaparecido. El sol era un sol extraño, y aunque daba vida y luz, parecía hacerlo a regañadientes, no gloriosamente. Los elfos habrían mantenido la vieja tradición simplemente porque
era
una tradición. Su Orador, Solostaran, había conservado la costumbre durante los años posteriores al Cataclismo, cuando Paladine no escuchaba sus plegarias. No obstante, el joven rey, Gilthas, no había podido realizar la ardua subida, alegando mala salud, de modo que los elfos habían abandonado esa tradición. La verdadera razón de que Gilthas no quisiera subir a lo alto de la Torre del Sol era que no quería contemplar una ciudad que estaba cautiva, encadenada.
—Cuando Qualinesti deje de estar sometido regresaré —había prometido Gilthas a su madre durante la última noche juntos—, y aunque sea tan viejo que los huesos me crujan y haya perdido todos los dientes, subiré corriendo esa escalera como un niño jugando, porque desde allí divisaré un país y un pueblo que son libres.
Laurana pensó en Gilthas cuando puso el pie en el último peldaño, aliviada. Podía imaginar a su hijo, joven y fuerte —porque sería joven y fuerte, no viejo y decrépito— remontando alegremente los escalones para contemplar un pueblo libre y una tierra bañada por la bendita luz del sol.
Miró más allá del umbral en arco que daba al balcón y sólo vio oscuridad. Las alas de los dragones secuaces de Beryl ocultaban la luz del sol. Los primeros efectos del miedo al dragón se dejaron sentir en ella, constriñéndole la garganta, haciendo que le sudasen las manos, que sus dedos se apretaran crispados, involuntariamente, sobre la barandilla. Había sentido ese miedo antes y, como le había dicho al gobernador Medan, sabía cómo combatirlo. Cruzó el descansillo y se enfrentó directamente a su enemigo, miró fija y largamente a los dragones hasta haberlos conquistado mentalmente. El miedo no la abandonó; siempre estaría allí, pero ahora sentía que lo dominaba, lo tenía bajo control.
Hecho eso, miró en derredor, buscando a Kelevandros. Debía estar allí, esperándolos en el descansillo, y sintió una punzada de preocupación al no verlo. Se había olvidado del miedo al dragón. Tal vez no había podido soportarlo y se había marchado.
No, eso no podía ser. Sólo había un camino para bajar; se habría cruzado con ellos en la escalera.
Tal vez había salido al balcón.
Estaba a punto de ir a buscarlo cuando oyó los pasos del gobernador a su espalda y un hondo suspiro de alivio por haber llegado por fin al final de la escalera. Se volvió a mirarlo para decirle que no encontraba a Kelevandros cuando vio salir al elfo de las sombras del arco del umbral.
«Debo de haber pasado a su lado», se dijo. Embargada por el miedo al dragón no lo había visto. Kelevandros estaba agazapado en las sombras, paralizado, aparentemente incapaz de moverse.
—Kelevandros, lo que sientes es el miedo al dragón —le dijo, preocupada.
El gobernador Medan dejó la Dragonlance apoyada contra la pared.
—Y pensar que todavía tenemos que bajarla —dijo, inhalando con trabajo.
En ese momento, Kelevandros dio un salto. El acero centelleó en su mano.
Laurana gritó una advertencia y se lanzó a detenerlo, pero era demasiado tarde.
El joven elfo asestó una puñalada a través de la capa que llevaba el gobernador, dirigida para dar debajo del brazo alzado con el que había sostenido la Dragonlance, una zona que la armadura no protegía. Hundió el cuchillo hasta la empuñadura en la caja torácica de Medan y después lo sacó de un tirón. Su mano y la hoja estaban manchadas de sangre.
Medan soltó un grito de dolor. Su cuerpo se puso tenso. Se llevó la mano al costado y se tambaleó hacia adelante, cayendo al suelo sobre una rodilla.
—¡Ah! —Boqueó para coger aire, sin conseguirlo. El cuchillo le había perforado el pulmón—. ¡Ah!
—Kelevandros... —susurró Laurana, conmocionada—. ¿Qué has hecho?
El elfo no había apartado la mirada del gobernador, pero ahora volvió los ojos hacia ella. Tenían una expresión enloquecida, febril, y su rostro estaba lívido. Alzó la mano para rechazarla, levantó el cuchillo.
—¡No os acerquéis a mí, señora! —gritó.
—Kelevandros, ¿por qué? —preguntó, impotente—. Iba a ayudarnos...
—Mató a mi hermano —jadeó el elfo, temblorosos los pálidos labios—. Lo mató hace años con su sucio dinero y sus repugnantes promesas. Lo utilizó, y durante todo el tiempo lo despreció. ¿Aún no has muerto, bastardo?
Kelevandros se lanzó para apuñalar de nuevo a Medan.
Rápidamente, Laurana se interpuso entre el elfo y el humano. Por un instante pensó que Kelevandros, en su ira, iba a apuñalarla. Le hizo frente sin miedo. Su muerte no importaba. Moriría antes o después. El plan tan cuidadosamente proyectado se había hecho pedazos.
—¿Qué has hecho, Kelevandros? —repitió tristemente—. Nos has condenado a todos.
Él le lanzó una mirada iracunda; le espumeaban los labios. Alzó el cuchillo, pero no para descargarlo sobre ella. Con un sollozo desgarrador, arrojó el arma contra la pared. Laurana la oyó rebotar con un ruido metálico.
—Ya estábamos condenados, señora —dijo el elfo, ahogado por los sollozos.
Salió del cuarto, corriendo ciegamente. O no veía por donde iba o no le importaba, ya que chocó contra la barandilla de plata y oro entretejidos. El antiguo barandal se cimbreó y después cedió bajo el peso del joven elfo. Kelevandros se precipitó por el borde; no hizo el menor intento de agarrarse, y cayó al suelo sin un grito.
Laurana se llevó la mano a la boca y cerró los ojos, horrorizada por la muerte del joven elfo. Estaba temblorosa, intentando desesperadamente erradicar la sensación de entumecimiento que la paralizaba.
—No me rendiré —se dijo—. No lo haré... Es mucho lo que depende de...
—Señora... —La voz de Medan sonaba muy débil.
El gobertador estaba tendido en el suelo, con la mano todavía apretada contra el costado como si así pudiese parar la hemorragia que estaba agotando su vida. Su rostro tenía un tono ceniciento, y sus labios estaban exangües.
Con los ojos cegados por las lágrimas, Laurana cayó de rodillas a su lado y empezó a apartar frenéticamente los pliegues de la ensangrentada capa para descubrir la herida, para ver si podía hacer algo para detener la hemorragia.
Medan le cogió la mano y la sujetó con fuerza al tiempo que sacudía la cabeza.
—Lloráis por mí —musitó, atónito.
Laurana no tuvo fuerzas para contestar. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Él sonrió e hizo un movimiento como si fuese a besarle la mano, pero no tenía fuerzas. Sus dedos apretaron aún más la mano de Laurana. Se esforzó por hablar, a pesar de los espasmos de dolor que le sacudían el cuerpo.
—Debéis iros —le dijo, utilizando la fuerza que le quedaba para pronunciar cada palabra—. Tomad la espada... y la lanza. Sois vos quien está ahora al mando, Laurana.
La elfa se estremeció.
Sois vos quien está ahora al mando.
La frase le sonaba familiar; evocaba otros tiempos de oscuridad y muerte. No se le ocurría por qué o dónde las había oído antes. Sacudió la cabeza.
—No, no puedo... —dijo, quebrada la voz por el llanto.
—El Áureo General —musitó Medan—. Me habría gustado haberla visto...
Soltó un suspiro. La mano ensangrentada se aflojó y cayó inerte al suelo. Sus ojos siguieron mirándola fijamente, y aunque no había vida en ellos, Laurana vio su fe en ella firme, inquebrantable.
Había hablado en serio. Ella estaba al mando. Sólo que no era su voz la que decía aquellas palabras. Era otra voz... lejana.
«Eres tú quien está ahora al mando. Estás capacitada para dirigir la operación. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía.»
—No, Sturm, no puedo hacer esto —gritó desconsoladamente—. ¡Estoy sola!
Igual que lo estuvo Sturm, solo en lo alto de otra torre, bajo el brillante sol de un nuevo día. Había afrontado una muerte cierta, y no había vacilado.
Laurana lloró por él. Lloró por Medan y por Kelevandros. Lloró por el odio que los había destruido a los dos y que seguiría destruyendo hasta que alguien, en alguna parte, tuviese el valor de amar. Lloró por sí misma, por su debilidad. Cuando ya no le quedaron más lágrimas, levantó la cabeza. Ahora estaba tranquila, de nuevo controlada.
—Sturm Brightblade. —Laurana unió las manos, rezándole, ya que no había nadie más que oyera su plegaria—. Amigo de verdad.
Necesito tu fortaleza. Necesito tu coraje. Acompáñame, para que así pueda salvar a mi pueblo.
Laurana se limpió las lágrimas. Con manos firmes, sin temblar, cerró los párpados del gobernador y besó su fría frente.
—Tuvisteis el coraje de amar —le dijo suavemente—. Eso será vuestra salvación y la mía.
La luz del sol penetró en el cuarto, brilló en la Dragonlance recostada contra la pared, centelleó en la sangre del suelo. Laurana miró a través del acceso en arco al cielo azul, al cielo vacío. Los dragones menores se habían marchado. No se alegró. Su partida significaba que Beryl llegaba.
Pensó con desesperación en el plan que el gobernador Medor y ella habían hecho, y luego rechazó resueltamente tanto la idea como el desánimo. El arco de Kelevandros, la flecha de señales con la punta embreada y el yesquero estaban tirados en el suelo. Ahora no tenía nadie que disparara esa flecha. Ella no podía hacerlo y enfrentarse al dragón al mismo tiempo. No podía avisar a Dumat, que estaría esperando la señal para dar la orden.
—No importa —se dijo—. Sabrá cuándo es el momento. Todos lo sabrán.
Desabrochó el cinturón de la espada ceñido a la cintura del gobernador. Procurando mover con rapidez los dedos agarrotados y temblorosos, se puso el cinturón con la pesada espada y arregló los pliegues de la capa para tapar el arma. La prenda blanca estaba manchada de rojo con la sangre de Medan. Eso era algo que no podía remediar. Tendría que encontrar el modo de explicárselo al dragón; no sólo lo de la sangre, sino por qué razón una rehén estaba sola en lo alto de la Torre, sin su guardián. Beryl sospecharía. Sería estúpida si no sospechara, y la Verde no lo era.
«Esto es inútil. No hay ninguna posibilidad», pensó Laurana. Oyó a Beryl acercarse, y el chasquido de sus colosales alas que ocultaron el sol. Se hizo la oscuridad. El aire estaba cargado del olor del venenoso aliento del dragón.
El miedo al dragón la arrolló. Empezó a temblar; las manos se le quedaron heladas, entumecidas. El gobernador estaba equivocado. Ella no podía hacer eso...
Un rayo de sol escapó bajo las alas del dragón y resplandeció en la Dragonlance. El arma ardió con fuego plateado.
Conmovida por su belleza, Laurana recordó a aquellos que habían enarbolado las lanzas tanto tiempo atrás. Se recordó a sí misma de pie, junto al cadáver de Sturm, con la lanza en la mano, haciendo frente a su asesina con aire desafiante. También en aquella ocasión había tenido miedo.
Laurana estiró la mano para tocar la Dragonlance. No tenía intención de utilizarla. Medía dos metros y medio, y no podría ocultársela al dragón. Sólo deseaba tocarla, por los recuerdos y en memoria de Sturm.