—Nos alegraría que te unieses a nuestras filas —ofreció el capitán Samuval—. Ven, te enseñaré dónde hay que llevar a la prisionera. El interrogador está todavía instalándose, pero lo tendrá todo listo mañana por la mañana. No nos vendría mal otra espada. —Echó una ojeada a la ciudad, cuyas murallas se encontraban abarrotadas de soldados—. ¿Cuántos hombres crees que hay ahí dentro?
—Un montón —contestó Gerard, dando énfasis a sus palabras.
—Sí, supongo que tienes razón. —El capitán se frotó la barbilla—. Apuesto a que ella lo sabe. —Movió el pulgar hacia Odila, que caminaba como ausente, sin apenas reparar en lo que la rodeaba ni adonde se dirigía, y sin importarle.
—Ignoro si lo sabe o no —repuso desanimado Gerard—. A mí no me ha dicho nada, y tampoco se lo dirá a ese torturador vuestro. Esa mujer es muy obstinada. ¿Dónde quieres que la deje? Será un alivio librarme de ella.
Samuval lo condujo a una tienda que se encontraba cerca del lugar donde el herrero y sus ayudantes instalaban la forja portátil. El capitán se paró en la herrería, cogió unos grilletes y unas manillas, y ayudó a Gerard a ponérselos a Odila en los tobillos y las muñecas, tras lo cual le entregó la llave a Gerard.
—Es tu prisionera —explicó.
Gerard le dio las gracias y se guardó la llave dentro de una bota.
La tienda no tenía jergón, pero el capitán llevó agua y comida para la prisionera. Odila no quiso comer, pero bebió un poco de agua y agradeció a regañadientes la atención. Se tendió en el suelo, con los ojos abiertos de par en par, mirando fijamente al vacío.
Gerard la dejó sola y salió, preguntándose qué iba a hacer ahora. Decidió que lo mejor que podía hacer era comer. No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que vio el pan y la carne curada en las manos del capitán.
—Yo aprovecharé esa comida —dijo—, ya que ella no la quiere.
—Todavía no hay tienda de comedor —explicó Samuval al tiempo que se la entregaba—, pero hay más de donde ha salido esto. Yo mismo me dirigía hacia allí. ¿Quieres acompañarme?
—No. Gracias, pero me quedaré para vigilarla.
—No va a ir a ninguna parte —argüyó el capitán, divertido.
—Aun así, es responsabilidad mía.
—Como gustes —accedió Samuval, que se alejó. Al parecer había visto a un amigo, ya que se puso a agitar la mano. Gerard vio al minotauro que había ido al mando de la patrulla responder del mismo modo.
Gerard se sentó en cuclillas fuera de la tienda de la prisionera. Engulló la comida sin saborearla. Al darse cuenta de que se había dejado el odre del agua dentro, pasó a la tienda para cogerlo. Se movió sin hacer ruido, creyendo que Odila dormía.
No había cambiado de posición desde que salió, salvo que ahora tenía cerrados los ojos. Cuando extendió la mano hacia el odre, la mujer habló.
—No estoy dormida —dijo.
—Deberías intentar descansar —contestó—. Ahora no podemos hacer nada, excepto esperar a que sea de noche. Tengo la llave de los grillos. Intentaré encontrar alguna armadura o un uniforme de soldado para ti...
Odila desvió la mirada de él, hurtando los ojos. Gerard no pudo menos de hacer una pregunta.
—¿Qué viste, Odila? ¿Qué viste cuando te tocó?
Ella cerró los ojos y se estremeció.
—¡Vi la mente de Dios!
Empieza la guerra de los espíritus
Galdar caminó a través del dormido campamento y soltó un bostezo tan descomunal que oyó claramente el chasquido de las quijadas. Hizo un gesto de dolor al sentir una punzada en las articulaciones de las mandíbulas. Resuelto a no volver a hacerlo, se frotó la parte dolorida y siguió adelante. La noche era luminosa. La luna, en su fase llena, era un disco plateado, grande, hinchado y vacuo. Galdar tenía la impresión de que era un satélite estúpido. Nunca le había gustado, pero serviría para su propósito si todo marchaba de acuerdo con el plan. Con el plan de Mina. El extraño, extravagante plan de Mina.
Galdar volvió a bostezar, aunque esta vez tuvo cuidado de no descoyuntarse las mandíbulas.
Los guardias apostados en la tienda de Mina lo reconocieron; resultaba fácil distinguir al único minotauro en todo el ejército. Saludaron y lo miraron expectantes.
La tienda estaba a oscuras. No era de sorprender, teniendo en cuenta que faltaba poco para el amanecer. Detestaba despertarla, porque se había levantado antes del alba el día anterior y se había ido a la cama bien pasada la medianoche. Vaciló. Después de todo, ella no podía hacer nada que no hubiese hecho él ya. Aun así, creyó que la joven debía saberlo.
Apartó la solapa de la entrada y penetró en la tienda de mando.
—¿Qué ocurre, Galdar? —preguntó Mina.
El minotauro nunca sabía con certeza si es que se encontraba despierta antes de que él entrara o es que se despertaba al oírlo pasar. En cualquier caso, lo cierto es que la joven siempre estaba alerta, siempre receptiva.
—La prisionera ha escapado, Mina. La dama solámnica. Tampoco encontramos a su aprehensor. Creemos que los dos estaban metidos en el asunto.
La joven dormía con la ropa puesta, túnica y polainas de lana. La armadura y la maza de puntas se encontraban a los pies de la cama. Galdar distinguía su cara, blanquísima, más fría que la hinchada luna.
No denotó sorpresa.
—¿Lo sabías, Mina? ¿Ha venido algún otro a contártelo? —Galdar frunció el entrecejo—. Di órdenes de que no te molestaran.
—Y sin embargo ahora lo has hecho tú, Galdar. —Mina sonrió.
—Sólo porque todos nuestros esfuerzos por encontrar a la solámnica y a ese caballero traidor han fracasado.
—Se encuentran de vuelta en Solanthus —contestó la joven. Sus ojos no tenían color en la oscuridad. Galdar se sentía más a gusto con ella en la oscuridad. Así no se veía a sí mismo en el ámbar—. Se los ha recibido como a héroes. A los dos.
—¿Cómo puedes tomártelo con tanta calma, Mina? —demandó el minotauro—. Han estado en nuestro campamento, han visto el número de nuestras tropas. Ahora saben que somos muy pocos.
—Eso ya podían verlo desde las murallas, Galdar.
—No con claridad —argüyó él. Se había opuesto a ese absurdo plan desde el principio—. Hemos hecho todo lo posible por engañarlos instalando tiendas vacías, haciendo que los hombres no dejaran de moverse de un lado para otro a fin de que no resultara fácil contarlos. Ahora nuestros esfuerzos no han servido para nada.
Mina se incorporó un poco, apoyada en un codo.
—¿Te acuerdas que querías envenenar sus reservas de agua, Galdar?
—Sí —repuso, adusto.
—Me opuse a ello porque entonces la ciudad no nos serviría para nada.
El minotauro resopló. A su modo de ver, la ciudad no les servía para nada ahora y eso no cambiaría.
—Te falta fe, Galdar —dijo tristemente Mina.
Galdar suspiró. Su otra mano fue hacia el brazo derecho y lo frotó en un gesto mecánico. Ahora parecía dolerle siempre, como si tuviese reumatismo.
—Lo intento, Mina. De verdad. Creí que había desterrado todas mis dudas en Silvanost, pero ahora... No me gustan nuestros nuevos aliados, Mina —manifestó bruscamente—. Y no soy el único.
—Lo comprendo. Por eso soy paciente contigo y con los demás. El miedo nubla tus ojos, pero llegará el día en que verás claramente. Tus ojos serán los únicos ojos que verán claramente.
Sonrió por su propia broma.
Galdar no lo hizo. Aquello no era cosa de risa, a su entender. Ella lo miró y sacudió ligeramente la cabeza.
—En cuanto a la solámnica, la he enviado a la ciudad llevando consigo un veneno más destructivo que el de la belladona, más que el que querías verter en el pozo de la ciudad.
El minotauro esperó y contuvo un bostezo. No tenía ni idea de qué estaba hablando. Lo único que podía pensar era que todo había sido en vano. Horas de sueño perdidas enviando patrullas rastreadoras, registrando el campamento de arriba abajo, para nada.
—Les he enviado el conocimiento de que hay un dios —continuó Mina—, y que el dios Único lucha a nuestro lado.
* * *
Su huida había sido ridículamente fácil. Tanto que Gerard habría dicho que se la habían facilitado si se le hubiese ocurrido un solo motivo para que el enemigo quisiera que regresaran a Solanthus con información sobre el adversario acampado fuera de las murallas.
El único momento realmente tenso fue a las puertas de Solanthus, donde se planteó la duda de si los centinelas iban a acribillarlos a flechazos o no. Gerard bendijo la voz estridente de Odila y su tono zumbón, porque enseguida la reconocieron y, bajo su palabra, les permitieron entrar a ambos.
Después siguieron horas de responder preguntas y más preguntas a los altos mandos solámnicos. El sol ya empezaba a salir, y seguían con lo mismo.
Gerard apenas había dormido la noche precedente; sumado a la tensión del día anterior y la aventura nocturna, estaba completamente agotado. Les había contado todo lo que había visto y oído dos veces, y se disponía a sujetarse los párpados para que no se le cerraran cuando las siguientes palabras de Odila fueron como una explosión que lo despertó por completo.
—Vi la mente de Dios —dijo.
Gerard gimió y se recostó pesadamente en la silla. Había intentado advertirle que no sacara a colación ese tema, pero, como siempre, la mujer no le había hecho caso. Sólo ansiaba una cama, incluso la de su celda, cuya oscuridad fresca, silenciosa, sin kender, le parecía muy apetecible. Ahora iban a pasarse todo el día allí.
—¿Qué quieres decir exactamente, lady Odila? —preguntó lord Tasgall.
Tenía treinta años más que Gerard; llevaba largo el encanecido cabello y lucía el bigote tradicional de un solámnico. A diferencia de algunos Caballeros de la Rosa que Gerard conocía, lord Tasgall no era, como alguien había expresado desdeñosamente en cierta ocasión, un caballero «solémnico». Aunque la expresión de su semblante era apropiadamente seria para la grave situación que atravesaban, las arrugas gestuales marcadas en las comisuras de los labios y de los ojos atestiguaban que tenía sentido del humor. Obviamente respetado por quienes servían a su mando, lord Tasgall parecía ser un líder de hombres sensato y prudente.
—La chica llamada Mina me tocó la mano y vi... eternidad. No hay otro modo de describirlo. —Odila hablaba en voz baja, vacilante, y saltaba a la vista que se sentía incómoda—. Vi una mente. Una mente que abarcaba el cielo nocturno y que lo hacía parecer pequeño y restrictivo. Una mente que podía contar las estrellas y saber exactamente su número. Una mente que era tan minúscula como un grano de arena y tan inmensa como el océano. Vi la mente, y al principio experimenté gozo porque no estaba sola en el universo, y después sentí miedo, un miedo espantoso, porque era rebelde y desobediente y eso desagradaba a la mente. A menos que me sometiese, la mente se enfurecería aún más. No... no podía entenderlo. No lo entendí. Y sigo sin entenderlo.
Odila miró con impotencia a los lores caballeros, como si esperase respuestas.
—Lo que viste debió de ser una ilusión, un truco —contestó lord Ulrich con tono tranquilizador.
Lord Ulrich era un Caballero de la Espada, sólo unos pocos años mayor que Gerard. Era del tipo pícnico, con la cara arrebatada de quien es aficionado al alcohol, quizá más de lo que sería saludable para él. Tenía los ojos brillantes, la nariz colorada y una amplia sonrisa.
—Todos sabemos que los místicos oscuros provocan que los miembros de la caballería experimenten visiones falsas. ¿No es así, Maestro de la Estrella Mikelis? —preguntó lord Ulrich.
El Maestro de la Estrella asintió con la cabeza, casi de un modo ausente. El místico parecía agotado y ojeroso. Se había pasado la noche buscando a Goldmoon, y se quedó estupefacto cuando Gerard le dijo que se había marchado a lomos de un Dragón Azul, volando a Foscaterra para encontrar al hechicero Dalamar.
—¡Ay! —exclamó tristemente el Maestro de la Estrella—. Se ha vuelto loca. Completamente loca. El milagro de su recobrada juventud la ha trastornado. Una lección para todos nosotros, supongo, de que nos sintamos satisfechos con lo que somos.
Gerard se habría sentido inclinado a pensar lo mismo, sólo que la mujer había actuado la noche anterior como una persona cuerda que tiene controlada la situación. No hizo comentarios y se guardó sus reflexiones para sí mismo. Había llegado a sentir una gran admiración y respeto por Goldmoon, a pesar de haberla tratado sólo una noche. Deseaba guardar para sí el recuerdo del tiempo pasado juntos, como algo sagrado. El joven caballero cerró los ojos.
Un instante después, Odila le daba un codazo. Gerard despertó sobresaltado, se sentó erguido mientras parpadeaba y se preguntaba, desasosegado, si alguien había advertido la cabezada que había dado.
—Me inclino a convenir con la opinión de lord Ulrich —manifestó lord Tasgall—. Lo que viste, lady Odila, o creíste ver, no era un milagro, sino algún truco de una mística oscura.
La mujer sacudió la cabeza, pero contuvo la lengua, un hecho milagroso que Gerard agradeció.
—Me doy cuenta de que este tema podría debatirse durante días o incluso semanas sin llegar a una conclusión satisfactoria —añadió lord Tasgall—. No obstante, tenemos asuntos mucho más graves que requieren nuestra inmediata atención. También soy consciente de que los dos debéis de estar muy cansados después de la terrible experiencia por la que habéis pasado. —Sonrió a Gerard, que se puso rojo como la grana y rebulló inquieto en la silla—. En primer lugar, está el asunto de sir Gerard Uth Mondor. Veré ahora la carta del rey elfo, señor caballero.
Gerard sacó la misiva, un tanto arrugada pero todavía legible.
—No conozco la firma del monarca elfo —comentó lord Tasgall tras leer la carta—, pero sí el sello real de Qualinesti. Pero, ¡ay!, me temo que poco podemos hacer por ellos cuando más necesitan de ayuda.
Gerard agachó la cabeza. Habría querido discutir, pero la presencia de tropas enemigas, acampadas fuera de Solanthus, haría infructuoso cualquier argumento que pudiese esgrimir.
—Tendrá una carta de un elfo —argüyó lord Nigel, Caballero de la Corona—, pero eso no quita que fuera apresado yendo en compañía de un Dragón Azul. Me cuesta conciliar ambas cosas.
Lord Nigel había entrado en los cuarenta; era una de esas personas que no quieren tomar una decisión hasta haber rumiado largo y tendido el asunto y haberlo considerado desde todas las perspectivas, tres veces.