Empezó a trepar por el banco de la orilla, pero en ese momento oyó un retumbo ominoso, creciente, atronador. Se giró para ver el origen del ruido y se encontró con un espectáculo horripilante. Un muro de agua, borboteante y espumajosa, se abalanzaba sobre ellos. Los bancos del río de la Rabia Blanca se desmoronaron a causa de las sacudidas del terreno. Se abrieron fisuras en las rocosas torrenteras por las que discurría la corriente. Libre de los límites que la confinaban, violentamente agitadas por los repetidos temblores de tierra, las aguas se desbordaron con un ímpetu que arrasaba todo a su paso.
La crecida arrancó de cuajo árboles, desprendió enormes rocas de las caras de la torrentera por la que avanzaba fragorosamente, llevándose por delante piedras y restos.
Rangold miró de hito en hito, horrorizado, y luego se dio media vuelta y empezó a correr. Tras él, los que estaban atrapados en el agua pedían auxilio a gritos, pero la crecida ahogó rápidamente sus voces al arrastrarlos corriente abajo. Rangold intentó trepar a lo alto de la ribera, pero ésta era empinada y resbaladiza. Experimentó un momento de terrible pánico, y después el agua se estrelló contra él con una fuerza que le aplastó el esternón y paró el latido de su corazón. Su cuerpo, desmadejado y ensangrentado, se convirtió en uno más de los restos que el río arrastró corriente abajo.
* * *
Bramando y aullando de rabia, Beryl se hundió más y más a medida que el terreno cedía. La tierra se resquebrajaba bajo su peso. Las grietas se extendieron e irradiaron hacia fuera. Edificios, árboles y hogares se desmoronaron y cayeron por las fisuras que se ensanchaban progresivamente. El cuartel general de los Caballeros de Neraka, aquel feo edificio bajo y achaparrado, se derrumbó sobre sí mismo con un estruendo atronador. Los escombros llovieron sobre el dragón y le golpearon la cabeza y perforaron sus alas. El palacio del rey, construido de álamos vivos, se destruyó cuando los árboles se arrancaron de raíz, las ramas se rompieron y los inmensos troncos se retorcieron y se hicieron pedazos.
Los qualinestis que se habían quedado para defender su tierra murieron entre los escombros de las casas que habían cincelado con tanto esmero o en los jardines que tanto habían amado. Aunque sabían que la muerte era inminente y que no había escapatoria posible, siguieron luchando contra su enemigo hiriendo a Beryl con lanzas y espadas hasta que el pavimento se abrió bajo sus pies. Murieron con esperanza, porque a pesar de haber perecido, creían que su ciudad sobreviviría y volvería a levantarse de las ruinas.
Fue mejor que murieran antes de saber la verdad.
Beryl comprendió de repente que no iba a sobrevivir, que no podía escapar a su destino, y dicha certidumbre la dejó perpleja. No era así como se suponía tenía que acabar aquello. Ella —la fuerza más poderosa que jamás había visto Krynn— iba a morir de un modo ignominioso, en un agujero en el suelo. ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? No lo entendía...
Bloques de piedra cayeron sobre ella, rompiéndole el cráneo y la columna vertebral. Árboles astillados le hicieron desgarrones en las alas. Las rocas le partieron los tendones, le abrieron tajos en el vientre con las afiladas aristas. La sangre salió a chorros por debajo de sus escamas. El sufrimiento era insoportable y gritó para que la muerte llegara y la librara de él. La bestia que había matado a tantos gimió y se retorció de dolor a medida que rocas, árboles y edificios se desplomaban sobre ella. La enorme y mal formada cabeza se hundió más y más. Los ojos rojos se giraron hacia atrás en las órbitas. Las alas rotas y la restallante cola dejaron de moverse. Entre estertores y maldiciendo amargamente, Beryl exhaló su último aliento.
* * *
Los temblores sacudieron el suelo en torno a la ciudad elfa a medida que el puño inmortal se descargaba con odio. La tierra se quebró y se abrió. Las grietas se ensancharon, las fisuras partieron el lecho rocoso sobre el que se había construido Qualinost. Los Dragones Rojos, contemplando lo que ocurría desde el cielo, vieron un gigantesco agujero donde otrora se alzaba la hermosa ciudad. Los Rojos no les tenían aprecio a los elfos, ya que habían sido enemigos desde el albor de los tiempos, pero aquel panorama era tan horrible, exponente de un poder atroz, que los Rojos no pudieron regocijarse. Contemplaron el desastre e inclinaron la cabeza en un gesto de reverencia y respeto.
Los temblores cesaron, el suelo dejó de combarse y sacudirse. El río de la Rabia Blanca se desbordó de su cauce y se vertió en la inmensa sima abierta donde antes se levantaba la ciudad elfa de Qualinost. Mucho después de que el terremoto acabara, el agua seguía burbujeando, espumajeando, creando grandes olas que rompían contra las orillas recién creadas. Poco a poco, el río se calmó y sus aguas lamieron trémulamente las nuevas riberas que ahora lo rodeaban, que lo abrazaban estrechamente, como si lo espantara su propia furia y lo apabullara la destrucción que había ocasionado.
La noche llegó sin luz de luna ni de estrellas, cual una mortaja tendida sobre los muertos que descansaban a gran profundidad bajo las oscuras y temblorosas aguas.
El Nalis Aren
A muchos kilómetros de distancia, Gilthas y su séquito se despidieron de Tarn Granito Blanco, el thane enano, y prosiguieron su viaje hacia el sur. Habían cabalgado lo más deprisa posible, apremiados por
La Leona,
que temía que el ejército de Beryl se dividiese y enviara una fuerza hacia el sur para interceptar a los refugiados mientras el resto ocupaba Qualinost. A pesar de su apremio, iban a paso lento, ya que la congoja era como un peso que los lastraba. Cada vez que remontaban la cima de una colina o monte, Gilthas se paraba y se giraba en la silla para escudriñar el horizonte con la vana esperanza de ver qué estaba pasando.
—Nos encontramos demasiado lejos —le recordó su esposa—. Los árboles tapan la vista. Envié corredores, que vendrán a informarnos rápidamente. Todo irá bien. Debemos seguir adelante, amor mío. Debemos continuar.
Habían hecho un alto para descansar y dar de beber a los caballos cuando sintieron temblar el suelo bajo sus pies y percibieron un apagado retumbo, como si hubiese una tormenta lejos. El temblor fue suave, pero hizo que a Gilthas le temblara la mano de tal modo que dejó caer el odre que estaba llenando. El joven monarca se puso de pie y miró hacia el norte.
—¿Qué ha sido eso? ¿Lo habéis notado? —demandó.
—Sí, lo he notado —contestó
La Leona,
que se acercó a él. Su mirada se enlazó con la de él; se la notaba preocupada—. No sé qué ha sido.
—A veces se producen temblores en las montañas, majestad —sugirió Planchet.
—No como ése. Nunca había sentido nada igual. Algo ha ido mal. Algo terrible ha ocurrido.
—Eso no lo sabemos —argüyó
La Leona—
. Quizá sólo sea un temblor de tierra, como dice Planchet. Deberíamos seguir...
—No —se opuso Gilthas—. Me quedo aquí a esperar a los corredores. No me marcharé hasta que descubra qué ha ocurrido.
Se apartó de ellos y se encaminó hacia un promontorio rocoso que se elevaba en el suelo.
La Leona
y Planchet intercambiaron una mirada.
—Ve con él —dijo suavemente la elfa.
Gilthas trepaba con febril energía y Planchet tuvo dificultades para mantener el paso de su rey. Al llegar a la cresta, Gilthas permaneció inmóvil largos instantes, mirando fijamente hacia el norte.
—¿Crees que eso es humo, Planchet? —preguntó con ansiedad.
—Una nube, majestad —contestó el sirviente.
Gilthas siguió con la mirada prendida en aquella dirección hasta que se vio obligado a bajarla y limpiarse los ojos.
—Es por el sol —murmuró—. Brilla demasiado.
—Sí, majestad —musitó Planchet, que miró hacia otro lado. Imaginando que podía adivinar los pensamientos del joven rey, añadió—: La decisión de marcharos que tomó vuestra majestad era la correcta...
—Lo sé, Planchet —le interrumpió Gilthas—. Conozco mi deber e intentaré cumplirlo lo mejor que sepa. No pensaba en eso. —De nuevo miró al norte—. Nuestro pueblo se ha visto obligado a abandonar su hogar ancestral. Me preguntaba qué sería de nosotros si no pudiésemos regresar a él.
—Eso nunca ocurrirá, majestad —contestó firmemente Planchet.
—¿Por qué no? —Gilthas se volvió para mirarlo directamente a la cara, interesado en la respuesta.
El sirviente estaba desconcertado. Aquello no era tan sencillo, tan elemental.
—Qualinesti es nuestro, majestad. La tierra pertenece a los elfos. Es nuestra por derecho.
Gilthas esbozó una triste sonrisa.
—Algunos podrían argumentar que el único espacio de tierra al que los mortales tenemos un derecho inherente es aquel en el que yacemos en eterno descanso. Mira allí abajo. Mi querida esposa pasea de un lado a otro como el felino por el que le dieron su apodo. Está nerviosa, preocupada, no quiere que paremos, sino que sigamos adelante. ¿Por qué? Porque nuestro enemigo nos persigue, nos está dando caza en nuestra propia tierra.
—La recuperaremos...
—¿De veras? —inquirió quedamente el rey—. Tengo mis dudas. —Se volvió hacia el norte—. Somos un pueblo en el exilio. No tenemos a donde ir. —Giró un poco la cabeza—. Estoy enterado de los informes sobre Silvanesti, Planchet.
—Rumores, majestad —repuso el sirviente, turbado e incómodo—. No podemos confirmarlos. Íbamos a informaros, pero
La Leona
dijo que no había que molestaros con eso hasta que supiésemos algo seguro...
—Algo seguro. —Gilthas sacudió la cabeza. Con la punta de la bota trazó en el polvo un rectángulo de un metro ochenta de longitud y noventa centímetros de anchura—. Esto es lo único que es seguro, amigo mío.
—Majestad... —empezó Planchet, preocupado.
Gilthas se volvió a mirar de nuevo hacia el norte.
—Aquello es humo, ¿no crees?
—Sí, majestad. Aquello es humo.
* * *
El corredor los alcanzó durante la noche. Acostumbrados a viajar bajo la cobertura de la oscuridad,
La Leona
y sus rebeldes sabían marcar un rastro con tanta destreza como habían hecho los antepasados kalanestis de la elfa antes que ella, valiéndose de los pétalos de las flores que brillaban en la oscuridad para indicar qué bifurcación seguir, dejando luciérnagas metidas en botellas, sobre un montón de piedras, o marcando un árbol con fósforo. De ese modo, el corredor había podido seguir su rastro incluso después de que hubiese caído la noche.
No habían encendido lumbre.
La Leona
lo había desaconsejado, de modo que se sentaron en la oscuridad, sin intercambiar cuentos ni entonar cantos, como habrían hecho en otros tiempos mejores.
Gilthas se mantuvo apartado de los otros, rememorando su infancia como había estado haciendo desde que se separó de su madre. Evocaba esos tiempos, pensaba en Laurana y en Tanis, en el amor y los tiernos cuidados que le habían prodigado, cuando vio a los guardias levantarse como impulsados por un resorte. Con las manos sobre las empuñaduras de las espadas, corrieron para formar un círculo protector a su alrededor.
Gilthas no había oído ningún ruido, pero eso no era de extrañar. Como solía decirle su esposa para tomarle el pelo, tenía «oídos humanos». Espada en mano, Planchet acudió junto a su rey.
La Leona
siguió en el centro del claro, escudriñando la oscuridad. Silbó las notas del canto del ruiseñor.
Llegó la respuesta, y
La Leona
silbó de nuevo. Los elfos se relajaron, aunque no bajaron la guardia. El corredor entró en el campamento y al divisar a
La Leona
se aproximó a ella; empezó a hablar en kalanesti, el lenguaje de los Elfos Salvajes.
Gilthas hablaba un poco esa lengua, pero sólo pudo captar fragmentos de la conversación, ya que ambos mantenían un tono bajo, además de que el corredor hablaba demasiado deprisa para entenderlo, interrumpiéndose sólo para coger aire. Gilthas se habría acercado para sumarse a la conversación, pero de repente fue incapaz de mover un solo músculo. Se daba cuenta, por el tono del corredor, que las noticias que traía no eran buenas.
Entonces vio a su esposa hacer algo que nunca había hecho: cayó de rodillas e inclinó la cabeza. La espesa melena le cubrió el rostro como un velo de luto. Se llevó las manos a los ojos y se echó a llorar.
Planchet cogió el brazo del joven monarca, pero éste se soltó de un tirón y echó a andar aunque ni siquiera sentía los pies, ni el suelo que pisaba, de manera que tropezó, aunque consiguió recuperar el equilibrio. Al oír que se aproximaba,
La Leona
recobró el control de sí misma. Se incorporó precipitadamente y salió a su encuentro. Le agarró las manos; las suyas estaban frías como las de un muerto, y Gilthas se estremeció.
—¿Qué ocurre? —demandó en una voz que no reconoció como la suya—. ¡Vamos, habla! Mi madre... —Fue incapaz de decirlo.
—Tu madre ha muerto —susurró
La Leona,
cuya voz sonaba temblorosa y ronca por el llanto.
Gilthas suspiró profundamente, pero su dolor era suyo. Como rey, tenía un pueblo en el que pensar.
—¿Qué ocurrió con el dragón? —preguntó duramente—. ¿Y Beryl?
—Beryl está muerta —respondió su esposa—. Hay algo más —se apresuró a añadir al ver que Gilthas iba a hablar—. El temblor que sentimos... —La voz le falló. Se humedeció los resecos labios antes de continuar—. Algo salió mal. Tu madre luchó sola. Nadie sabe por qué ni qué paso. Beryl llegó y... tu madre se enfrentó sola al dragón.
Gilthas inclinó la cabeza, incapaz de soportar el dolor.
—Laurana hirió a Beryl con la Dragonlance, pero no la mató. Furiosa, la Verde aplastó la Torre... Tu madre no pudo escapar...
La Leona
guardó silencio un momento y después continuó hablando; su voz sonaba aturdida, como si no pudiese creer lo que estaba diciendo.
—El plan de atrapar al dragón funcionó. La gente tiró de las cuerdas para bajarla. El ataque de tu madre impidió que Beryl exhalara sus gases venenosos. Cuando la tuvieron en el suelo, parecía que había muerto, pero sólo estaba fingiendo. Beryl se levantó y estaba a punto de atacar cuando el suelo cedió bajo ella.
Gilthas miraba a su esposa fijamente, consternado, incapaz de hablar.
—Los túneles... —siguió la elfa mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. Los túneles se vinieron abajo con el peso del dragón. La Verde cayó y... y la ciudad se desplomó sobre ella.