El ayudante rara vez sonreía, y tampoco lo hizo en esa ocasión. Se desprendió de su propia espada —que era la reglamentaria— y se puso la del gobernador, con su excelente hoja templada. No dio muestras de agradecimiento salvo un quedo y lacónico «gracias», pero Medan vio que su regalo había complacido y conmovido al soldado.
—Será mejor que te vayas ya —dijo el gobernador—. Tienes que cabalgar hasta Qualinost y te queda mucho por hacer antes de la hora señalada.
Dumat iba a saludar, pero el gobernador le tendió la mano. El ayudante vaciló antes de cogerla y estrecharla en silencio, efusivamente. Después se marchó. Montó en su caballo y galopó de vuelta a Qualinost.
Medan repasó mentalmente el plan una vez más para comprobar si había pasado algo por alto. Quedó satisfecho. Ningún plan era perfecto, desde luego, y las cosas rara vez iban como uno esperaba, pero estaba seguro de que Laurana y él habían previsto la mayoría de las contingencias. Cerró la puerta de su casa y echó la llave. Se preguntó si regresaría por su propio pie para abrirla o si llevarían su cadáver para enterrarlo en el jardín, como había pedido. En los días venideros, cuando los elfos volvieran a su tierra, ¿viviría alguien en esa casa? ¿Se acordaría alguien de él?
—La casa del detestado gobernador Medan —dijo con una sonrisa desganada—. Quizá la quemen hasta los cimientos. Los humanos lo harían.
Pero los elfos no eran los humanos. No se resarcían con una venganza tan pobre, conscientes de que no serviría para nada. Además, no querrían dañar el jardín. Eso podía darlo por cierto.
Le quedaba una cosa más que hacer antes de marcharse. Buscó en el jardín hasta encontrar dos rosas perfectas, una roja, la otra blanca. Las arrancó, y quitó las espinas a la blanca. La roja, con todas sus espinas, la puso debajo de su armadura, contra su pecho.
Con la rosa blanca en la mano, salió de su jardín sin volverse a mirar atrás. ¿Para qué? Llevaba en su mente la imagen y la fragancia, y esperaba, si le llegaba la muerte, vivir para siempre en la belleza, la paz y la soledad.
* * *
En su caso, Laurana hacía más o menos lo mismo que Medan, con unas pocas diferencias. Sólo había conseguido tragar unos bocados antes de apartar el plato. Bebió un vaso de vino para que le diese ánimos y después se retiró a su habitación.
No tenía a nadie que la ayudara a vestirse, ya que había mandado marcharse a sus doncellas a la seguridad del sur. Lo habían hecho a regañadientes, y se separaron de su señora con lágrimas. Ahora sólo quedaba Kelevandros con ella. Lo había instado a que se marchara también, pero el elfo se había negado y Laurana no lo presionó. Quería quedarse, dijo, para redimir el honor de su familia que había sido mancillado por la traición de su hermano.
Laurana lo entendió, pero casi lamentó haberlo entendido. Kelevandros era el sirviente perfecto, anticipándose a sus deseos y necesidades, discreto, un trabajador diligente y esforzado. Pero ya no reía ni cantaba mientras realizaba sus tareas. Estaba silencioso, distante, absorto en sus pensamientos, rechazando cualquier muestra de compasión.
Laurana se ciñó a la cintura la falda de cuero que habían diseñado para ella años antes, cuando era el Áureo General. Tenía suficiente vanidad femenina para advertir que le quedaba un poco más ajustada que en su juventud, y suficiente sentido de lo absurdo para sonreír por el hecho de que le hubiese importado. La falda iba abierta por un costado para facilitarle los movimientos, y le servía como protección cuando caminaba o cabalgaba. Hecho eso, empezó a llamar a Kelevandros, pero el elfo esperaba al otro lado de la puerta y entró en la habitación cuando aún no había acabado de pronunciar su nombre.
Sin mediar palabra, Kelevandros le ajustó el mismo peto, azul con el borde dorado, que había llevado hacía tantos años, y después Laurana se echó una capa por los hombros. Era una prenda demasiado grande. La había hecho especialmente para esa ocasión, trabajando día y noche para tenerla acabada a tiempo. Era blanca, de lana finamente cardada, y se abrochaba delante con siete cierres dorados. A los lados llevaba aberturas para sacar los brazos. Se estudió críticamente en el espejo, moviéndose, caminando, parándose, para comprobar que no se atisbaba cuero ni metal que la delatara. Tenía que aparecer como la presa, no como el depredador.
Dado que la capa le estorbaba el movimiento de los brazos, Kelevandros se ocupó de peinar y colocar el largo cabello alrededor de los hombros. El gobernador Medan había querido que llevara puesto el yelmo, argumentando que necesitaría su protección, pero Laurana se negó. El yelmo estaría fuera de lugar, y la Verde sospecharía.
—Después de todo —le había dicho, medio en broma medio en serio—, si ataca, supongo que un yelmo no cambiaría nada.
Sonaron campanillas fuera de la casa.
—El gobernador Medan ha llegado —dijo Laurana—. Es la hora.
Al alzar los ojos vio que el semblante de Kelevandros se había puesto pálido. El elfo tensó las mandíbulas y apretó los labios. La miró suplicante.
—Debo hacerlo, Kelevandros —dijo Laurana mientras posaba suavemente la mano sobre su brazo—. Las posibilidades son escasas, pero son nuestra única esperanza. —Él bajó los ojos y la cabeza—. Deberías márchate —siguió Laurana—. Es hora de que ocupes tu puesto en la Torre.
—Sí, señora —dijo Kelevandros con el mismo tono vacío y monótono que había utilizado desde el día de la muerte de su hermano.
—Recuerda las instrucciones. Cuando yo pronuncie las palabras
«Ara Qualinesti»,
encenderás la flecha de señales y la dispararás. Hazlo por encima de Qualinost, para que así, quienes estén atentos a su aparición, la vean.
—Sí, señora. —Kelevandros hizo una reverencia y se volvió para marcharse—. Si no os importa, saldré por el jardín.
—Kelevandros —llamó Laurana, haciéndole detenerse—. Lo siento. Lo siento de verdad.
—¿Por qué habríais de sentirlo, señora? —preguntó el elfo, sin volverse—. Mi hermano intentó asesinaros. Lo que él hizo, no es culpa vuestra.
—Creo que quizá sí lo fue —musitó Laurana, y le falló la voz—. Si hubiese sabido lo desdichado que era... Si me hubiese parado a pensarlo... Si no hubiese dado por hecho que... que...
—¿Que éramos felices habiendo nacido en la servidumbre? —acabó la frase por ella—. No, nunca se le ocurre a nadie, ¿verdad? —La miró sonriendo de un modo extraño—. Se hará, a partir de ahora. Aquí acaban las viejas tradiciones. Ocurra lo que ocurra hoy, la vida de los elfos nunca será igual. Nunca podremos regresar a lo que éramos. Quizá todos sepamos, antes del final, lo que significa haber nacido esclavo. Incluso vos, señora. Incluso vuestro hijo.
Tras una nueva reverencia, Kelevandros cogió el arco y una aljaba con flechas y se dirigió a la puerta. Casi había salido cuando se volvió para mirarla y, sin embargo, no la miró.
—Por extraño que parezca, señora, fui feliz aquí —dijo con voz ronca y los ojos bajos. Volvió a inclinarse y después se marchó.
—¿Era Kelevandros el elfo que he visto cruzando sigilosamente el jardín? —preguntó Medan cuando Laurana abrió la puerta. La miró intensamente.
—Sí. —Laurana miró en aquella dirección, aunque no podía ver al elfo a causa del denso follaje—. Ha ido a ocupar su puesto en la Torre.
—Parecéis alterada. ¿Ha dicho o hecho algo que os haya molestado?
—Si lo hizo, debo ser indulgente. No ha sido el mismo desde la muerte de su hermano. El dolor lo abruma.
—Es un dolor desperdiciado —manifestó Medan—. Ese desgraciado hermano suyo no merecía un suspiro, cuanto menos una lágrima.
—Quizá —dijo Laurana, nada convencida—. Y, sin embargo... —Hizo una pausa, perpleja, y sacudió la cabeza.
Medan la miraba preocupado.
—Sólo tenéis que decirlo, señora, y me ocuparé de que salgáis sin peligro de Qualinost en este instante. Os reuniréis con vuestro hijo...
—No, gracias, gobernador —respondió sosegadamente la elfa mientras alzaba los ojos hacia él—. Kelevandros debe luchar contra sus propios demonios, como yo luché con los míos. Estoy decidida a hacer esto. Cumpliré con mi parte. Creo, señor, que me necesitáis —añadió con un atisbo de malicia—, a menos que planeéis poneros uno de mis vestidos y una peluca rubia.
—No me cabe duda de que Beryl, por lerda que sea, vería que es un disfraz —comentó secamente Medan. Le complació ver sonreír a Laurana. Otro recuerdo para guardar en su memoria. Le tendió la rosa blanca—. Traje esto para vos, señora. De mi jardín. Las rosas estarán preciosas en Qualinost este otoño.
—Sí —convino Laurana mientras aceptaba la flor. Su mano temblaba ligeramente—. Estarán preciosas.
—Las veréis. Si muero hoy, cuidaréis de mi jardín. ¿Lo prometéis?
—Da mala suerte hablar de la muerte antes de la batalla, gobernador —advirtió Laurana, en parte bromeando, pero muy en serio realmente—. Nuestro plan funcionará. El dragón será derrotado y su ejército se desmoralizará.
—Soy un soldado, la muerte es mi contrato. Pero vos...
—Gobernador —lo interrumpió ella con una sonrisa—, todos los contratos firmados acaban con la muerte.
—El vuestro no —repuso suavemente—. No mientras yo viva para impedirlo.
Guardaron silencio un momento. El hombre la observaba, contemplaba los rayos de luna acariciando su cabello como querría hacerlo él. La elfa mantenía la vista prendida en la rosa.
—¿La despedida con vuestro hijo Gilthas fue difícil? —preguntó al cabo.
—No del modo que imagináis —respondió Laurana con un quedo suspiro—. Gilthas no intentó disuadirme de seguir el camino elegido por mí. Tampoco intentó eximirse de recorrer el que ha escogido él. No perdió las últimas horas de estar juntos en discusiones inútiles, como me había temido. Evocamos el pasado y hablamos de lo que haríamos en el futuro. Tiene muchos sueños y esperanzas. Le servirán para facilitar su viaje por el oscuro y peligroso camino que debe recorrer para alcanzar ese futuro. Aun en el caso de que venzamos hoy, como Kelevandros dijo, la vida de los elfos no volverá a ser la misma. Nunca podremos volver a ser lo que éramos. —Su expresión era pensativa, introspectiva.
En su fuero interno, Medan aplaudió a Gilthas. Imaginaba lo difícil que había tenido que ser para el joven dejar a su madre para que hiciese frente al dragón mientras que él se marchaba para ponerse a salvo del peligro. Gilthas había sido lo bastante inteligente para comprender que intentar disuadirla del curso que se había marcado no conduciría a nada, y sí daría lugar a amargas recriminaciones. Gilthas necesitaría toda la sabiduría que poseía para afrontar lo que le aguardaba. Medan sabía mejor que Laurana el peligro que correría el joven, porque había recibido informes de lo que estaba ocurriendo en Silvanesti. No le dijo nada para no preocuparla. Ya habría tiempo de sobra para enfrentarse a esa crisis después de solventar la actual.
—Si estáis preparada, señora, deberíamos marcharnos ya —sugirió—. Aprovecharemos las sombras del final de la noche para cruzar la ciudad a hurtadillas y entrar en la Torre al romper el alba.
—Estoy lista —contestó Laurana. No miró atrás. Mientras avanzaban por el sendero que se extendía entre los lilos, adornados con una floración tardía, le dijo—: Quiero daros las gracias, gobernador, en nombre del pueblo elfo, por lo que habéis hecho por nosotros hoy. Vuestro valor será recordado y honrado largamente entre nosotros.
—Quizá más que lo que haga hoy, señora, es lo que intento deshacer —contestó quedamente Medan, claramente turbado—. Tened por seguro que no os fallaré ni a vos ni a vuestro pueblo.
—Nuestro
pueblo, gobernador —lo rectificó Laurana—. Nuestro pueblo.
Sus palabras tenían una intención amable, pero le partieron el corazón. Merecía el castigo, y lo soportó en silencio, sin inmutarse, como un soldado. Con el mismo estoicismo soportó los pinchazos de las espinas de la rosa contra su pecho.
* * *
Se oían ruidos apagados procedentes de las casas elfas mientras Medan y Laurana recorrían rápidamente las calles, en su camino hacia la Torre. Aunque ningún elfo se dejó ver, el momento de moverse con sigilo, en silencio, había pasado ya. Se oían ruidos de objetos pesados que se trasladaban escaleras arriba, el susurro de las ramas de los árboles al ocupar los arqueros sus posiciones. Oyeron órdenes impartidas con voz tranquila, tanto en Común como en elfo. De hecho, cerca de la Torre vislumbraron a Dumat dando los últimos toques a una urdimbre de ramas que había construido en el tejado de su casa. Elegido para esperar la señal de Kelevandros, Dumat daría a su vez a los elfos la señal de atacar. Saludó al gobernador e hizo una reverencia a la reina madre, tras lo cual continuó con su trabajo.
El día despuntó, y para cuando llegaron a la Torre el sol ya brillaba radiante. Resguardándose los ojos, Medan dio las gracias porque el día hubiese amanecido despejado, con buena visibilidad, aunque se sorprendió pensando que a su jardín le habría venido bien un poco de lluvia. Desechó la idea con una sonrisa y se concentró en la tarea que lo aguardaba.
La luz brillante penetraba por las miles de ventanas, creando arco iris que titilaban en un despliegue vertiginoso por el interior de la Torre e iluminaban el mosaico del techo: el día y la noche, separados por la esperanza.
Laurana había guardado bajo llave la espada y la Dragonlance, en una de las numerosas estancias del edificio. Mientras las recogía, Medan miró a través de una ventana, observando los preparativos de Qualinost para entrar en batalla. Como la reina madre, la ciudad se estaba transformando de una doncella encantadora y recatada a una guerrera aguerrida.
Laurana le tendió la espada,
Estrella Perdida.
Él saludó gravemente con el arma y después se la ciñó a la cintura. La elfa lo ayudó a arreglar los pliegues de la capa para que ocultaran la espada. Retrocedió un paso y lo miró críticamente, tras lo cual dictaminó que el disfraz era satisfactorio. No se veía el menor atisbo de metal.
—Subiremos por aquí. —Laurana señaló una escalera circular—. Conduce a la balconada de lo alto de la Torre. Es una larga subida, me temo, pero tendremos tiempo para descansar...
Una repentina noche, extraña y horrible como la de un eclipse, apagó la luz del sol. Medan corrió hacia la ventana para mirar fuera, sabiendo muy bien lo que iba a encontrar, pero temiendo verlo.
El cielo estaba cubierto de dragones.