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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (53 page)

BOOK: El río de los muertos
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Maldiciendo, Gerard sacó los brazos de las mangas y giró la túnica hasta que el emblema de los Caballeros de Neraka estuvo delante.

—No, no te vuelvas —ordenó a la mujer—. Quítate la espada, y deprisa, antes de que estén lo bastante cerca para vernos con detalle.

Odila acabó de desabrochar el talabarte y se lo puso en las manos a Gerard. Él metió la espada, con vaina y cinturón incluidos, en su propio talabarte, y a continuación se ciñó bien el casco. No temía que lo reconocieran, pero la prenda era excelente para ocultar la expresión del rostro.

—Pásame las riendas y pon las manos a la espalda.

—No te imaginas lo excitante que me parece todo esto, sir Gerard —murmuró mientras respiraba entre jadeos.

—Oh, cállate —rezongó él mientras tomaba las riendas—. Al menos tómate esto en serio.

La patrulla se iba acercando. Gerard podía distinguir ahora los detalles, y advirtió con gran sorpresa que el cabecilla era un minotauro. Sus esperanzas de salir con vida de aquello aumentaron. Nunca había visto ni conocido a un minotauro, pero había oído decir que eran tontos y duros de mollera. El resto de la patrulla la conformaban Caballeros de Neraka, expertos jinetes a juzgar por la destreza con que manejaban sus monturas.

La patrulla enemiga cabalgó a través de la pradera, los caballos levantando nubes de polvo en la seca hierba. A un gesto del minotauro, que cabalgaba al frente, hizo que los otros miembros de la patrulla se abrieran en un semicírculo para rodear a Gerard y a Odila.

Gerard había pensado salir a su encuentro, pero decidió que podría parecer sospechoso. Él era un caballero negro cerca de una plaza fuerte enemiga, con el estorbo de una prisionera, y tenía buenas razones para actuar tan precavidamente con ellos como a la inversa.

El minotauro alzó la mano en un saludo, al que Gerard respondió mientras agradecía para sus adentros, a quienquiera que estuviese escuchando, el entrenamiento recibido al mando del gobernador Medan. Permaneció sentado en el caballo, silencioso, esperando a que el minotauro, que era su superior, hablara. Odila tenía las mejillas arreboladas y los miraba a todos encerrada en un pétreo silencio. Gerard esperó que ese silencio continuara.

El minotauro observó atentamente a Gerard. Sus ojos no eran los de una bestia estúpida, sino que tenían el brillo de la inteligencia.

—Di tu nombre, rango y a las órdenes de qué oficial estás —demandó el minotauro, cuya voz sonaba ronca, como un gruñido, pero Gerard lo entendió sin dificultad.

—Soy Gerard Uth Mondor, ayudante de campo del gobernador Medan.

Dio su verdadero nombre porque si, por alguna extraña casualidad, pedían confirmación a Medan, éste reconocería su nombre y sabría cómo responder. Añadió el número de la unidad que servía en Qualinesti, pero nada más. Como todo buen Caballero de Neraka, desconfiaba de sus compañeros. Respondería sólo a lo que le preguntaran, sin facilitar ningún otro dato por propia iniciativa. El minotauro frunció el entrecejo.

—Estás muy lejos de tu unidad, jinete de dragón. ¿Qué te ha traído tan al norte?

—Volaba de camino a Jelek en el Dragón Azul del gobernador Medan, con un mensaje para el Señor de la Noche, Targonne —respondió Gerard con mucha labia.

—Sigues estando muy lejos de tu unidad —manifestó el minotauro, que estrechó los ojos—. Jelek se encuentra muy al este de aquí.

—Sí, señor. Nos sorprendió una tormenta y nos desvió del curso. El dragón pensó que lo lograría, pero nos golpeó una fuerte ráfaga de aire que nos volteó. Casi me caí de la silla, y el dragón se desgarró un músculo del hombro. Siguió volando hasta que le fue posible, pero la lesión era demasiado dolorosa. No teníamos idea de dónde nos encontrábamos. Pensamos que estábamos cerca de Neraka, pero entonces vimos las torres de una ciudad. Al haber crecido cerca de aquí, reconocí Solanthus. Entonces divisamos vuestro ejército que avanzaba hacia la ciudad. Temiendo que los malditos solámnicos nos divisaran, el dragón aterrizó en este bosque y localizó una cueva donde descansar y curarse el hombro.

»
Esta solámnica —Gerard dio un fuerte golpe en la espalda a Odila—, nos vio aterrizar y nos rastreó hasta la cueva. Luchamos, la desarmé y la capturé.

El minotauro miró a Odila con interés.

—¿Es de Solanthus?

—No quiere hablar, señor, pero no me cabe duda de que es de allí y puede proporcionar detalles sobre el número de tropas estacionadas dentro, las fortificaciones y más información que será de interés a vuestro comandante. Bien, jefe de garra —añadió Gerard—, me gustaría saber vuestro nombre y el de vuestro comandante.

Era una osadía por su parte, pero pensaba que ya había sido interrogado más que de sobra, y seguir contestando preguntas sumisamente, sin hacer unas cuantas por su parte, no encajaba con la idiosincrasia de su personaje.

Los ojos del minotauro centellearon y, por un momento, Gerard pensó que se había excedido en su interpretación. Entonces el minotauro contestó.

—Me llamo Galdar, y nuestra comandante es Mina. —Pronunció el extraño nombre con una mezcla de reverencia y respeto que a Gerard le resultó desconcertante—. ¿Qué mensaje llevabas a Jelek?

—El despacho es para lord Targonne —repuso Gerard; le había dado un vuelco el corazón al escuchar la palabra «mensaje».

De repente se había acordado de que llevaba una misiva que no era del gobernador Medan, sino de Gilthas, rey de Qualinesti; una misiva que sería su perdición si caía en manos de los caballeros negros. Gerard no podía creer su mala suerte. El día que la carta habría redundado en su favor, se la había dejado en las alforjas del dragón. Y ahora que podría causarle un mal irreparable, la llevaba metida debajo del cinturón. ¿Qué había hecho en la vida para incurrir en la ira de la Providencia?

—Lord Targonne ha muerto —contestó el minotauro—. Mina es ahora la Señora de la Noche, y yo, su segundo al mando. Puedes darme el mensaje y yo se lo transmitiré a ella.

A Gerard no le sorprendió demasiado la noticia de la muerte de Targonne. La promoción en la jerarquía de los caballeros negros a menudo se obtenía en la oscuridad de la noche, con un cuchillo clavado en las costillas. La tal Mina había tomado el mando, aparentemente. Apartó de su mente, merced a un gran esfuerzo, el asunto de la maldita carta incriminatoria para centrarse en el nuevo giro de los acontecimientos. Podía dar un mensaje falso a ese minotauro y quitarse el problema de en medio. Pero ¿qué pasaría después? Se llevarían a Odila para someterla a interrogatorio y torturarla mientras que a él le darían las gracias por sus servicios y lo despacharían para que fuera a reunirse con su dragón.

—Se me encargó que entregara el mensaje al Señor de la Noche —replicó obstinadamente, interpretando la quintaesencia del ayudante de un alto mando: oficioso y engreído—. Si lord Targonne ha muerto, entonces mis órdenes exigen que se lo entregue a la persona que ha ocupado su lugar.

—Como quieras. —El minotauro tenía prisa. Lo aguardaban cosas más importantes que intercambiar frases con el ayudante de un gobernador. Galdar apuntó con el pulgar hacia la nube de polvo—. Estarán instalando la tienda de mando. Encontrarás a Mina allí, dirigiendo el asedio. Destacaré a un hombre para que te guíe.

—No hace falta, señor... —empezó Gerard, pero el minotauro no le hizo ningún caso.

—En cuanto a tu prisionera —siguió Galdar—, puedes entregársela al interrogador. Estará montando su tienda cerca de la forja del herrero, como siempre.

Una desagradable imagen de brasas al rojo vivo y tenazas para desgarrar carne acudió a su mente. El minotauro ordenó a uno de los caballeros que los acompañase. Gerard podría haber pasado perfectamente sin esa compañía, pero no se atrevió a hacer objeciones. Saludó al minotauro y taconeó al caballo. Por un instante temió que el animal, al sentir unas manos desconocidas manejando las riendas, se plantara, pero Odila le dio un leve taconazo y el caballo se puso en movimiento. El minotauro observó intensamente a Gerard, que sintió correrle el sudor por el pecho bajo aquel escrutinio. Después el minotauro hizo volver grupas a su montura y se alejó a galope. Él y el resto de la patrulla se perdieron de vista enseguida, detrás de la línea de los árboles. Gerard tiró de las riendas y oteó hacia atrás, en dirección al río.

—¿Qué pasa? —demandó el caballero negro que los escoltaba.

—Me preocupa mi dragón —contestó Gerard—. Filo Agudo pertenece al gobernador. Han sido compañeros durante años. Me juego la cabeza si le ocurre algo. —Se volvió a mirar al caballero—. Me gustaría ir para comprobar que todo va bien y poner al corriente a Filo Agudo de lo que pasa.

—Mis órdenes son llevarte ante Mina —adujo el caballero.

—No es necesario que vengas —replicó Gerard de manera cortante—. Mira, parece que no lo entiendes. Filo Agudo tiene que haber oído el toque de los cuernos. Es un Azul. Ya sabes cómo son los Azules. Husmean la batalla. Probablemente piensa que los malditos solámnicos han destacado a toda la condenada ciudad para encontrarlo. Si se siente amenazado, podría atacar por error a vuestro ejército...

—Mis órdenes son llevarte ante Mina —repitió el caballero con cerril obstinación—. Después de que le presentes tu informe, podrás volver con el dragón. No debes preocuparte por la bestia. No nos atacará. Mina no se lo permitiría. En cuanto a sus heridas, Mina lo curará, y los dos podréis regresar a Qualinesti.

El caballero siguió adelante, dirigiéndose hacia el grueso principal del ejército. Gerard masculló imprecaciones contra el caballero bajo la seguridad que le ofrecía el casco, pero no le quedó más remedio que seguirlo.

—Lo siento —dijo, aprovechando el ruido de los cascos del caballo—. Estaba seguro de que se lo tragaría. Si se libraba de nosotros, del servicio en la patrulla, haría lo que le diese la gana durante una o dos horas, y después regresaría a su unidad. —Gerard sacudió la cabeza—. Es mi mala suerte la que me ha puesto en el camino del único caballero negro responsable.

—Lo intentaste —dijo Odila que, retorciendo las manos, se arregló para darle una palmadita en la rodilla—. Hiciste todo lo posible.

El guía marchaba delante a buen paso, deseoso de cumplir con su tarea. Molesto porque no se movieran más rápido, les hizo un gesto para que apresuraran el paso. Gerard hizo caso omiso del caballero y siguió dándole vueltas a lo que el minotauro había dicho sobre que los caballeros negros estaban poniendo sitio a Solanthus. De ser así, podían ir de camino hacia un ejército de diez mil hombres o más.

—¿A qué te referías cuando dijiste que odiaba a los hombres? —preguntó Odila.

Sacado bruscamente de sus reflexiones, Gerard no tenía la menor idea de qué hablaba la mujer, y así se lo hizo saber.

—Dijiste que despreciabas a las mujeres y que yo odiaba a los hombres. ¿A qué te referías?

—¿Cuándo dije eso?

—Cuando hablábamos sobre cómo llamarte. Y añadiste que los dos le teníamos más miedo a la vida que a la muerte.

Gerard sintió que enrojecía, y se alegró de que el casco le ocultara la cara.

—No me acuerdo. A veces digo cosas sin pensar...

—Me da la impresión de que llevas reflexionando sobre eso desde hace mucho tiempo —lo interrumpió Odila.

—Sí, bueno, tal vez. —Gerard se sentía incómodo. No había sido su intención abrirse tan completamente, y desde luego no quería hablar con ella de lo que guardaba en su interior—. ¿Es que no tienes otras cosas de las que preocuparte? —demandó, irritado.

—¿Cosas como agujas al rojo vivo clavadas debajo de mis uñas? —inquirió fríamente ella—. ¿O mis articulaciones descoyuntándose en el potro? Sí, tengo mucho de lo que preocuparme. Prefiero hablar de esto.

Gerard guardó silencio un momento.

—No estoy seguro de lo que quise decir —contestó después, violento—. Quizá fue simplemente el hecho de que no parece que tengas muy buena opinión de los hombres en general, no sólo de mí. Eso es comprensible. Pero vi cómo reaccionabas con los otros caballeros durante la reunión del Consejo, y con el carcelero, y...

—¿Y cómo reacciono? —demandó la mujer, que se giró en la silla para mirarlo—. ¿Qué pasa con mi modo de reaccionar?

—¡No te vuelvas! —espetó Gerard—. Eres mi prisionera, ¿recuerdas? No tenemos que mantener una agradable charla.

Ella aspiró sonoramente por la nariz.

—Para tu información, adoro a los hombres. Lo que pasa es que creo que todos son unos embaucadores, unos sinvergüenzas y unos mentirosos. Forma parte de su encanto.

Gerard abrió la boca para replicar cuando el caballero de escolta regresó a galope hacia ellos.

—¡Maldita sea! —masculló Gerard—. ¿Qué querrá ahora ese idiota?

—Estás remoloneando —dijo el caballero en tono acusador—. Date prisa, he de volver a mi servicio.

—Ya he perdido un dragón por una lesión —replicó Gerard—. No estoy dispuesto a perder también un caballo.

Sin embargo, no había nada que hacer. Ese caballero iba a pegarse a ellos como una garrapata chupasangre, así que Gerard aceleró el paso.

* * *

Al entrar en la periferia del campamento vieron que el ejército empezaba a atrincherarse para el asedio. Los soldados instalaban los reales fuera del alcance de las flechas procedentes de las murallas de la ciudad. Unos cuantos arqueros de Solanthus habían probado suerte, pero los proyectiles quedaron muy cortos y, finalmente, dejaron de disparar. Probablemente sus oficiales les habían dicho que dejaran de hacer el tonto y ahorraran flechas.

Nadie en el campamento enemigo prestaba atención a los arqueros, aparte de echar una ojeada de vez en cuando a las murallas donde se alineaban los soldados. Las miradas eran furtivas y a menudo las seguía un comentario con un compañero; después, ambos enarcaban las cejas, sacudían la cabeza y reanudaban el trabajo antes de que un oficial se diese cuenta. Los soldados no parecían asustados ante la vista imponente de la ciudad, sino simplemente desconcertados.

Gerard satisfizo su curiosidad y observó atentamente alrededor. No formaba parte de ese ejército, de modo que su interés parecería justificado. Se volvió hacia su guía.

—¿Cuándo llega el resto de las tropas?

—Los refuerzos vienen de camino. —La voz del caballero sonó tranquila, pero Gerard advirtió que los ojos del hombre parpadearon bajo el yelmo.

—Un gran número, supongo —comentó Gerard.

—Ingente —contestó el caballero—. Más de lo que puedas imaginar.

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