El río de los muertos (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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—Quien sana, quien dispensa la muerte, quien conquista, es el Único —continuó Mina—. El dios a quien sirvo. El dios Único a quien ambos servimos.

—Y tanto que he servido —repuso, iracundo, Skie—. He servido bien y lealmente. Se me prometió una recompensa.

—Y se te dio. Se te permitió entrar en El Gríseo para buscarla. Si has fracasado en esa búsqueda, no es culpa del Único. —Mina se encogió de hombros y esbozó una sonrisa—. Te das por vencido con mucha facilidad, Skie. El Gríseo es un plano muy vasto. Es imposible que pudieses buscar en todos los sitios. Al fin y a la postre, percibiste su espíritu...

—¿De veras? —Skie agachó la cabeza a fin de mirar directamente a los ojos ambarinos. Esperó verse a sí mismo creciendo, pero fue en vano. Ahora se sentía frustrado, además de furioso. Pensó si no sería un truco. Un truco para librarse de él. Un truco para negarle lo que había ganado. Acercó la inmensa testa a la muchacha y exhaló con frustración el aire sulfuroso.

»
Hace dos siglos se me sacó de mi propio mundo y se me trajo en secreto a este otro conocido como Krynn. A cambio de mis servicios se me prometió que algún día alcanzaría el liderazgo de este mundo. Obedecí las órdenes que se me dieron. Viajé por los Portales. Busqué emplazamientos. Lo dispuse todo. Ahora reclamo mi derecho a gobernar un mundo: éste. Podría haberlo hecho hace treinta y ocho años, pero se me dijo que no era el momento oportuno.

»
Entonces apareció la gran Roja Malys y mis otros parientes, y de nuevo demandé mi derecho a hacer valer mi autoridad. Entonces podría haberles parado los pies, podría haberlos intimidado, hacer que se inclinaran ante mí. De nuevo se me dijo que no era el momento. Ahora Beryl y Malystryx han ganado poder matando dragones de mi especie...

—De tu especie,
no —
lo corrigió suavemente Mina.

—¡De mi especie! —bramó Skie, cuya ira se había tornado ardiente. Sin embargo, en los ojos ambarinos seguía siendo pequeño—. Durante más de doscientos años viví entre los Dragones Azules y combatí a su lado. Son más mis semejantes que esos enormes e hinchados reptiles. Ahora ellos se reparten los bocados más selectos. Extienden su control. Al infierno con el pacto que se hizo. Se me... empujó a El Gríseo a una caza de gamusinos.

»
¡Se me engañó! —gruñó el Azul—. Fui embaucado. Kitiara no se encuentra en El Gríseo. Jamás estuvo en él. Se me envió allí para que otro gobernara en mi lugar. ¿Quién es ese otro? ¿Tú, muchacha? ¿O lo será Malys? ¿Se ha hecho otro pacto? ¿Un pacto secreto? Ésa es la razón de que haya regresado, y, al parecer, he vuelto mucho antes de lo que se me esperaba, porque he sabido que ahora marchas contra Solanthus.

Mina guardó silencio, pensativa.

Skie rebulló, agitó la cola de manera que golpeó las paredes del cubil y provocó temblores por toda la montaña. A pesar de que el suelo se agrietó bajo sus pies, la humana no perdió su aire de suficiencia, y mantuvo la mirada del dragón con firmeza.

—El Único no te debe nada.

Skie aspiró, hirviendo en cólera. Los rayos chisporrotearon entre sus fauces, ardientes. El aire estaba cargado de electricidad. El corto cabello de Mina se puso de punta como el de una pantera al acecho. Sin hacer caso de la exhibición de cólera, siguió hablando con voz tranquila.

—Te arrogas el derecho a gobernar cuando olvidaste tus deberes y desatendiste el juramento de lealtad al Único, a quien le debes todo, escogiendo en cambio hacer depositaría de tu amor y tu lealtad a una mortal. ¿Tú, gobernar el mundo? —Mina lo miró con frío desdén—. ¡No sirves ni para gobernar un montón de estiércol! Tus servicios ya no son necesarios. Se ha elegido a otro para gobernar. Tus seguidores me servirán como antes te sirvieron a ti. En cuanto a tu preciosa Kitiara, jamás la encontrarás. Se encuentra mucho más allá de tu alcance. Claro que eso ya lo sabías, ¿no es cierto, Skie?

Los ojos de la muchacha se prendieron en él, sin parpadear, y el dragón se encontró atrapado en ellos. Intentó en vano apartar la vista, liberarse, pero estaba firmemente retenido, el ámbar endureciéndose alrededor de él.

—Rehusaste admitirlo —prosiguió, implacable, la joven, cuya voz penetró profundamente bajo las escamas del dragón—. Regresa a El Gríseo, Skie. Ve allí a buscar a Kitiara. Puedes regresar cuando gustes. También sabes eso, ¿verdad? El Gríseo está en tu mente, Skie. Fuiste engañado, sí, pero no por el Único. Te engañaste a ti mismo.

Skie daría respuesta al Único: una descarga calcinadora. Lanzó su aliento mortífero, escupió un rayo contra la chica, que la alcanzó en el negro peto, sobre el corazón. El frágil cuerpo se desplomó en el suelo de la caverna, los endebles miembros retorcidos como los de una araña muerta. No $e movió.

Skie observó cauteloso, alerta. No confiaba en ella ni la deidad a la que servía. Había sido demasiado fácil.

Mina levantó la cabeza y un relámpago se descargó desde sus ojos ambarinos, dando al dragón justo en medio de la frente.

La descarga abrasó las escamas, recorrió su cuerpo, sacudiéndolo. El corazón del reptil clamó dolorosamente en su pecho, su acompasado ritmo trastocado violentamente. No podía respirar. Niebla; una niebla gris se agitó en volutas ante sus ojos. Su cabeza se desplomó sobre el suelo de piedra; sus ojos se sumergieron en la niebla gris que tan bien conocía. La niebla gris donde oía la voz de Kitiara llamándolo. La niebla gris que estaba vacía...

Mina se puso de pie. Aparentemente no había sufrido daño alguno, ya que su cuerpo estaba intacto, su armadura, perfecta. Permaneció en la caverna durante unos segundos, observando al dragón, aprisionando su imagen tras las largas pestañas. Luego giró sobre sus talones y salió del cubil.

* * *

El mendigo ciego continuó agazapado en las sombras de su escondrijo mientras intentaba entender qué había ocurrido. Había llegado a la guarida de Skie más o menos al mismo tiempo que Mina, sólo que Espejo entró en el cubil por uno de los accesos traseros, no por el principal. Su estupefacción al oír y reconocer la voz de la muchacha fue inmensa. La última vez que la había visto fue cuando se encontraron en la calzada que conducía a Silvanost. Aunque no pudo verla con los ojos, sí la había visto a través de su voz. Había oído historias sobre ella a lo largo del camino, y le maravilló que la pequeña huérfana que conoció en la Ciudadela de la Luz, la chiquilla que tan misteriosamente había desaparecido, hubiese reaparecido de un modo aún más misterioso. Ella lo había reconocido a pesar del disfraz del cuerpo humano, viendo en él al Dragón Plateado que antaño guardaba la Ciudadela.

Su sorpresa al encontrarla allí, hablando con Skie, no fue tanta como la que le causó su conversación. Empezaba a entender, a encontrar respuestas, pero esas respuestas resultaban demasiado inverosímiles para comprenderlas en todo su alcance, para asimilarlas.

El Dragón Plateado percibió la creciente furia del Azul. Espejo tembló por Mina, no tanto por ella misma como por la niña huérfana que fue. Tendría que ser él quien regresara para decirle a Goldmoon la terrible suerte corrida por la chiquilla que tanto había amado. Percibió el chisporroteo del rayo, se dobló bajo la onda expansiva del trueno.

Pero no fue Mina la que gritó de dolor. El aullido de intenso sufrimiento fue de Skie. Ahora el inmenso Azul guardaba silencio, salvo por un quedo y lastimero gemido.

Pasos —de botas, pisadas humanas— resonaron en el cubil y se perdieron en la distancia.

Espejo percibía el latido irregular del corazón de Skie, lo sentía palpitar en toda la caverna, de manera que vibró en su cuerpo. El gigantesco corazón se estaba parando. Espejo escuchó el suave gemido de rabia y desesperación.

Un dragón, incluso uno que estuviese ciego, se movía más a sus anchas por esos sinuosos corredores que cualquier humano. Un dragón podía recorrerlos más deprisa. Antaño, mucho tiempo atrás, el Dragón Plateado era más grande que el Azul. Pero eso había cambiado. Skie había crecido desmedidamente, y Espejo sabía ahora la razón: Skie no era de Krynn.

Volviendo a su verdadera forma de reptil, el Plateado pudo moverse sin dificultad por los corredores del cubil, avanzó por el pasaje con las alas pegadas contra el cuerpo, tanteando el camino con sus sentidos como lo haría un humano ciego con sus manos. El sonido, el olor y el conocimiento de cómo construían los dragones sus guaridas lo condujeron, lo guiaron hacia el lugar donde había sonado aquel último grito de dolor y conmoción.

Espejo avanzó cautelosamente. Había otros Azules en las inmediaciones del cubil. Oía sus voces, aunque débilmente, pero no entendía lo que decían. Olía su efluvio, una mezcla a reptil y a rayo, y temía que uno o más de uno regresaran para ver qué había sido de su líder. Si los Azules lo descubrían, el dragón ciego no tenía la menor posibilidad de luchar contra ellos.

Las voces de los dragones cesaron. Espejo oyó el rítmico movimiento de las alas al alzar el vuelo. El cubil apestaba a Dragón Azul, pero el instinto le dijo que los demás se habían marchado, que habían dejado sólo a Skie para que muriera. Lo habían abandonado para seguir a Mina.

A Espejo no le sorprendió tal cosa, y tampoco los culpó por ello. Recordaba claramente su propio encuentro con ella. Le había ofrecido curarlo, y él había estado tentado —muy tentado— de aceptar, de dejarla que lo hiciera. No deseaba tanto que le devolviera la vista como que le devolviera algo que había perdido con la marcha de los dioses. Para su desconsuelo, lo había hallado. Se negó a que se acercara a él. La oscuridad que la rodeaba era mucho más profunda que la que lo envolvía a él.

Espejo llegó a la cámara donde yacía Skie, el cual boqueaba, medio asfixiado. La inmensa cola del Azul se movía de un lado a otro, golpeando las paredes de manera espasmódica. Las convulsiones agitaban su cuerpo, que se restregaba contra el suelo; sus alas subían y bajaban, su cabeza se sacudía y las garras arañaban la piedra.

Quizás el Plateado podría sanar el cuerpo de Skie, pero eso no le serviría de mucho si no ocurría otro tanto con su mente. La lealtad a Kitiara se había convertido en amor, un amor imposible que había llegado a ser una obsesión, la cual se había alimentado y fomentado mientras tenía un propósito. Cuando éste se hubo cumplido, la obsesión se transformó en un arma útil.

Sería un acto de piedad dejar que el atormentado Skie muriese, pero Espejo no podía permitirse el lujo de ser misericordioso. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber si lo que temía era verdad.

Agachado junto al cuerpo de su moribundo enemigo, el Plateado alzó las alas y las extendió sobre Skie para, acto seguido, empezar a hablar en el arcaico lenguaje de los dragones.

27

La ciudad dormida

Sentado en la plancha de madera que era su cama de la celda, en medio de la oscuridad, mientras escuchaba por cuarta vez la aventura de tío Saltatrampas en el transcurso de una hora, Gerard se preguntó si estrangular a un kender estaría penado con la muerte o si se consideraría un acto meritorio, digno de encomio.

—Tío Saltatrampas viajó a Flotsam en compañía de otros cinco kenders, un gnomo, un enano gully, cuyo nombre no recuerdo. Creo que era Fudge. No, ése era un gully que conocí antaño. ¿Rolf? Quizá. Bueno, digamos que era Rolf. Eso no importa, porque tío Saltatrampas nunca volvió a verlo. Siguiendo con la historia, tío Saltatrampas se había encontrado esa bolsa con monedas de acero, no se acordaba dónde, y pensó que alguien debía de haberla perdido. De ser así, nadie había ido a reclamársela, de modo que decidió que, puesto que lo que contaba para la ley y las nueve vidas de un gato era quién estaba en posesión de un objeto, se gastaría parte de las monedas en objetos mágicos, como anillos, amuletos, y una poción o dos. A tío Saltatrampas le gustaba sobremanera la magia. Solía decir que uno nunca sabía cuándo podría serte útil una buena poción, y que sólo había que acordarse de taparse la nariz al bebérsela. Fue a una tienda de productos mágicos, pero en el momento que cruzó la puerta ocurrió algo maravilloso. El propietario de la tienda resultó ser un mago, y éste le contó al tío Saltatrampas que no muy lejos de Flotsam había una cueva en la que vivía un Dragón Negro, y que el dragón poseía la colección de objetos mágicos más fabulosa de todo Krynn, por lo que el mago no podía aceptar dinero del tío Saltatrampas cuando estaba en sus manos, con un pequeño esfuerzo, matar al Dragón Negro y conseguir todos los objetos mágicos que quisiera. A tío Saltatrampas le pareció una idea estupenda y pidió indicaciones del lugar donde estaba la cueva, que el mago le facilitó amablemente, y él...

—¡Cierra el pico! —instó Gerard, prietos los dientes.

—¿Cómo? —preguntó Tas—. ¿Decías algo?

—He dicho que cierres el pico. Intento dormir.

—Pero si ahora es cuando llega la parte buena de la historia, cuando tío Saltatrampas y los otros cinco kenders van a la cueva y...

—Si no te callas, iré ahí y te haré callar yo —amenazó Gerard en un tono que dejaba claro que hablaba en serio. Se tumbó de costado.

—Dormir es una verdadera pérdida de tiempo, si quieres saber mi opinión...

—No te la he pedido. Cállate.

—Pero yo...

—Chitón.

Gerard oyó rebullir el pequeño cuerpo del kender sobre la dura plancha de madera, la cama situada al lado opuesto de la suya. Para torturarlo, lo habían encerrado en la misma celda que el kender y habían puesto al gnomo en la siguiente.

«Los ladrones se enzarzarán», había comentado el carcelero. Gerard nunca había odiado tanto a nadie como a ese tipo.

El gnomo, Acertijo, se había pasado sus buenos veinte minutos refunfuñando sobre mandatos judiciales y órdenes de arresto y «Klein-hoffel frente a Mencklewink», y bastante más mascullando sobre alguien llamada Miranda, hasta que finamente acabó dormido, arrullado por su cháchara. Al menos, eso era lo que Gerard suponía que había pasado. Se había oído una gárgara y un golpazo procedentes de la celda del gnomo, seguidos de un bendito silencio.

Gerard había estado a punto de dormirse también cuando Tasslehoff —que se había dormido en el mismo momento que el gnomo abrió la boca— se despertó justo cuando el gnomo guardó silencio, y se lanzó a torturarlo con su tío Saltatrampas.

Gerard lo había soportado un buen rato, principalmente porque los relatos del kender tenían un efecto atontador en él, casi como golpearse repetidamente la cabeza contra un muro de piedra. Frustrado, furioso —con los caballeros, consigo mismo, con el destino que lo había llevado a esa situación insostenible—, yació sobre la dura plancha de madera, incapaz de volver a conciliar el sueño, preocupado por lo que estaría sucediendo en Qualinesti. Se preguntó qué pensarían de él Medan y Laurana. Debería estar de vuelta a esas alturas, y sospechaba que llegarían a la conclusión de que era un cobarde que huía cuando la batalla era inminente.

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