Medan aprobó la propuesta, entusiasmado.
—Es un plan excelente, general, y asegura nuestra victoria. Creo que, después de todo, quizá siga vivo para pasear por mi jardín.
—Eso espero, gobernador —dijo Laurana mientras le tendía la mano—. Echaría de menos a mi mejor enemigo.
—Y yo al mío —repuso el hombre, que tomó su mano y la besó con respeto.
Subieron la escalera que conducía a la cámara del tesoro ilusoria. Al llegar a la puerta, Laurana se volvió y arrojó la bolsa de terciopelo que contenía la llave dentro de la estancia. La oyeron caer al suelo con un ruido débil, apagado.
—Ahora mi hijo tiene la única llave —musitó quedamente la elfa.
Castigo por traición
El dragón Khellendros, cuyo nombre común entre los seres inferiores de Krynn era Skie, tenía su cubil cerca de la cumbre de unos de los picos más pequeños de la montañas Vingaard. A diferencia de otros grandes señores dragones, Malystryx y Sable, Skie disponía de numerosas guaridas, todas ellas magníficas, ninguna de ellas su hogar.
Era un enorme Dragón Azul, el más grande de los de su especie con mucha diferencia, una aberración de Dragón Azul. Mientras que la media de este tipo de reptiles medía doce metros de longitud, Skie había crecido a lo largo de los años hasta alcanzar casi los noventa metros desde la colosal cabeza hasta la restallante cola. Tampoco tenía la misma tonalidad azul que los dragones de este tipo. Antaño sus escamas relucían como zafiros; en cambio, en los últimos años, el intenso azul de sus escamas había perdido color hasta adquirir un tono desvaído, como si tuviese una fina capa de polvo gris. Él era consciente de que ese cambio de color originaba muchos comentarios entre los Azules menores que lo servían. Sabía que lo consideraban una mutación, un fenómeno, y, aunque le obedecían, para sus adentros se tenían por mejores dragones debido a ello.
Pero a Khellendros no le importaba lo que los otros dragones pensaran. Y le daba igual vivir en un sitio u otro, con tal de que no fuese donde estaba. Intranquilo, agitado, se trasladaba de un vasto y serpenteante túnel —excavado en el corazón de alguna gran montaña— a otro, siguiendo un impulso o un antojo, y nunca permanecía mucho tiempo en ninguno de ellos.
Un insignificante humano podría deambular por los extraordinarios laberintos durante un año sin hallar el final. Las vastas riquezas del Azul estaban escondidas en esos cubiles. Los tributos le llegaban a raudales, sin interrupción. Skie era el gran señor de la próspera ciudad de Palanthas.
Al Azul le importaba un bledo el dinero. ¿Para qué le servían a él unas monedas de acero? Todos los cofres de las tesorerías de todo el mundo, llenos a reventar de acero, oro, plata y joyas, no podían proporcionarle lo que deseaba. Ni siquiera su poder mágico, todavía formidable a pesar de la inexplicable debilitación experimentada últimamente, podía proporcionarle su único deseo.
Los dragones más débiles, como Esmaltín, el Azul que era su nuevo segundo al mando, podrían deleitarse con semejante riqueza y sentirse satisfechos con vivir de las ganancias a lo largo de sus míseras e insignificantes vidas.
A Skie le traía sin cuidado el dinero. Nunca lo miraba, se negaba a escuchar los informes al respecto. Deambulaba por las estancias de su caverna hasta que no soportaba seguir viéndolas. Entonces volaba a otro cubil y se instalaba en él, sólo para acabar harto también de ése poco después.
Skie había cambiado de cubil cuatro veces desde la noche de la tormenta, la mágica tormenta que había barrido Ansalon. Él había oído una voz en ella, una voz que reconoció. No había vuelto a oírla desde aquella noche, y la había buscado, colérico. Había sido engañado, traicionado, y culpaba de ello a quien habló en la tormenta. No ocultó su ira. La manifestó continuamente a sus subordinados, sabedor de que acabaría llegando a los oídos adecuados, confiando en que alguien acudiría para aplacarlo.
—Más le vale que me aplaque —retumbó Skie, que hablaba a Esmaltín—. Más le vale darme lo que quiero. Hasta ahora no he intervenido, como acordé. Hasta ahora he dejado que siga con su jueguecito de conquistas. Sin embargo, no he sido recompensado, y me estoy cansando de esperar. Si no me da lo que me corresponde, lo que se me ha prometido, acabaré con ese jueguecito suyo, romperé el tablero y aplastaré las piezas, ya sean peones o caballeros negros.
A Skie lo mantenían informado de los movimientos de Mina. Algunos de sus propios subordinados Azules habían estado entre los que viajaron a Silvanost para transportar a Mina y a sus tropas hasta Foscaterra. En consecuencia, no le sorprendió cuando Esmaltín llegó para comunicarle que Mina deseaba concertar una reunión.
—¿Cómo hablaba de mí? —demandó Skie—. ¿Qué dijo?
—Habló de ti con gran respeto, oh, Tormenta sobre Krynn —contestó Esmaltín—. Me pidió que fueses tú quien fijase la hora y el lugar para la entrevista. Acudirá a tu presencia donde te convenga, aunque ello signifique abandonar a sus tropas en un momento crítico. Mina considera importante la reunión contigo. Te tiene por un aliado y lamenta que estés disgustado por algún motivo o insatisfecho con los acuerdos actuales. No le cabe duda de que todo es un malentendido que se aclarará cuando los dos os reunáis.
Skie gruñó, un sonido que sacudió su gigantesco cuerpo; su tamaño era muchas veces mayor que el del Dragón Azul de relucientes escamas color zafiro, postrado humildemente ante él, con las alas inclinadas y la cola enroscada en un gesto sumiso.
—En otras palabras, que has caído víctima de su embrujo, Esmaltín, como todos los otros. No te molestes en negarlo.
—No lo niego, oh, Tormenta sobre Krynn —contestó el pequeño Azul, y en sus ojos hubo un brillo inusitadamente desafiante—. Ha conquistado Silvanost. Los infames elfos han caído como mies bajo su guadaña. Lord Targonne intentó que la asesinaran y, en cambio, acabó ajusticiado. Ella es ahora la cabecilla de los Caballeros de Neraka. Sus tropas se encuentran en Foscaterra, donde fragua planes para poner cerco a Solanthus.
—¿Solanthus? —bramó Skie.
Esmaltín agitó la cola con nerviosismo. Comprendió que estaba al corriente de noticias que su amo todavía ignoraba, y cuando ese amo se tenía por omnisciente, saber algo antes que él nunca era saludable.
—Sin duda planea hablar de ello contigo antes —balbuceó el pequeño Azul—, que es otra razón por la que acude a reunirse contigo, oh, Tormenta sobre...
—¡Cierra el pico y déjate de lagoterías, Esmaltín! —bramó Skie—. Sal de aquí.
—¿Y la reunión? —se aventuró a preguntar el reptil menor.
—Dile que se reúna conmigo aquí, en el acceso oriental de este cubil —respondió Skie—. Puede venir cuando quiera. Y ahora, déjame en paz.
Esmaltín obedeció encantado. A Skie le importaba un bledo Solanthus. Incluso tuvo que esforzarse para acordarse dónde se encontraba la maldita ciudad, y cuando lo consiguió, le pareció recordar que sus fuerzas ya habían conquistado Solanthus; tenía una vaga idea de ello. Tal vez se trataba de otra ciudad de los humanos. Lo ignoraba y le daba igual, o al menos no le había importado hasta ese momento. Atacar Solanthus sin pedirle permiso era otro ejemplo del desdén mostrado por Mina hacia él, su falta de respeto. Ésta era una ofensa deliberada. Le estaba demostrando que era prescindible, que ya no le era de utilidad.
Ahora Skie estaba furioso y, a pesar de sí mismo, asustado. La conocía desde hacía tiempo, conocía su venganza, su ira. Nunca dirigidas contra él; había sido un predilecto. Claro que después había cometido un error, y ahora se lo estaba haciendo pagar.
El miedo hizo que su furia aumentara. Había elegido la entrada a su guarida como lugar de reunión porque desde allí podía vigilar el entorno. No estaba dispuesto a que lo sorprendieran en el subsuelo, a gran profundidad, atrapado y víctima de una emboscada. Cuando Esmaltín se hubo marchado, Skie paseó impaciente por su cubil y esperó.
* * *
El mendigo ciego había llegado a su destino. Tanteó en derredor con su bastón hasta localizar una piedra grande, se sentó en ella para descansar y pensó qué hacer a continuación. Puesto que estaba ciego, le era imposible establecer visualmente dónde se encontraba con exactitud. Sabía por las preguntas hechas a la gente que encontró en la calzada que se hallaba en Solamnia, en algún punto de las estribaciones de las montañas Vingaard. No le hacía falta conocer exactamente su localización, sin embargo, ya que no seguía las indicaciones de un mapa, seguía lo que le dictaban los sentidos, y éstos lo habían conducido a ese lugar. El hecho de que conociese el nombre del sitio servía meramente para que su mente confirmara lo que su corazón ya sabía.
Espejo, el Dragón Plateado, había viajado una enorme distancia bajo su actual apariencia humana desde la noche de la tormenta, la que lo había herido y chamuscado, derribándolo del cielo sobre Neraka, lanzándolo contra las rocas del suelo. Allí tendido, aturdido, ciego y sangrando, había oído la voz inmortal entonando el
Canto de los Muertos
y se sintió sobrecogido y aterrado.
Había deambulado sin norte durante un tiempo, buscando y finalmente encontrando a Mina. Habló con ella. Era ella la que entonaba el
Canto de los Muertos.
La voz en la tormenta había sido una llamada. Le había hablado de la verdad y, cuando se negó a aceptarla, la Portadora de la Tormenta lo había castigado.
Privado de la vista, Espejo comprendió que quizás era el único ser en todo el mundo que veía realmente. Había reconocido la voz, pero no entendía cómo era posible tal cosa ni por qué. De modo que se había embarcado en una búsqueda para descubrirlo. Para poder viajar no le había quedado más remedio que adoptar una forma humana, ya que un dragón ciego no osaría volar, mientras que un humano ciego podía caminar.
Atrapado en ese frágil cuerpo, Espejo no estaba en condiciones de actuar. Su búsqueda de respuestas sólo le aportó frustración, pues la voz le hablaba continuamente, se mofaba de él, azuzaba su miedo, le cantaba los terribles acontecimientos que ocurrían en el mundo: la caída de Silvanesti, el peligro que afrontaba Qualinost, la destrucción de la Ciudadela de la Luz, el agrupamiento de los muertos en Foscaterra. Ése era su castigo. Aunque no podía ver, se le mostraba con una espantosa claridad cómo morían aquellos que amaba. Los vio extender las manos hacia él pidiendo ayuda, sin poder hacer nada para salvarlos.
El propósito de la voz era conseguir que la desesperación fuese su guía, y casi lo logró. Caminaba a trompicones por el oscuro sendero, tanteando con su bastón, y cuando llegaba a sitios donde el bastón no tocaba nada delante, a veces se preguntaba si no sería más fácil seguir caminando, caer por el borde del precipicio al eterno silencio que cerraría sus oídos a la voz, a la oscuridad de la muerte que no podía ser más negra que las tinieblas en las que vivía.
Buscó a otros de su especie que hubiesen percibido la voz, que quizás hubiesen oído las palabras ancestrales y las hubiesen entendido, pero fue inútil. No encontró más Dragones Plateados. Habían huido, desaparecido. Eso le hizo sospechar que no había sido el único en reconocer la voz, pero no servía de mucho saber que era el único en el mundo —un dragón ciego bajo una forma humana— imposibilitado para hacer nada. En el instante de desesperación, Espejo tomó una resolución desesperada. Un dragón sabría la verdad y quizá la compartiera. Pero no era un amigo; antes bien, se trataba de un enemigo irreconciliable.
Skie, el colosal Dragón Azul, no había llegado a Krynn como un forastero, como era el caso de Malys y los demás. Ya estaba en el mundo desde hacía muchos años. Cierto, Skie había cambiado mucho a partir de la Guerra de Caos. Se había hecho más grande de lo que correspondía a un dragón de su especie. Había conquistado Palanthas, y los caballeros negros gobernaban esa rica región en su nombre. Se había ganado el respeto, a regañadientes, de la gran Roja Malystryx y de su pariente Verde, Beryl. A pesar de que diversos rumores acusaban al gran Azul de haberse vuelto contra los de su propia especie y de devorarlos, al igual que habían hecho Malys y Beryl, al menos él no creía que fuese verdad.
Y basándose en esa creencia Espejo pondría en juego su vida.
Tras su encuentro con Mina, el Dragón Plateado había emprendido viaje en busca de Skie, rastreando a su enemigo con los ojos del alma para seguirle la pista. El rastro lo había llevado hasta aquel lugar, al pie de uno de los cubiles de montaña del gran Azul. Espejo no veía el cubil, pero sí oía al enorme dragón dando vueltas por el interior; sentía sacudirse el suelo con cada paso que daba Skie, y temblar la montaña cuando agitaba la cola. Espejo percibía el ozono del aliento del gran Dragón Azul, notaba en la piel el hormigueo de la electricidad que flotaba en el aire.
Espejo descansó varias horas, y cuando hubo recuperado las fuerzas inició la ascensión por la ladera. Como dragón que era, sabía que Skie habría abierto numerosas entradas a su cubil; sólo tenía que encontrar una de ellas.
* * *
Skie contempló con desprecio mal disimulado a la delgada y menuda humana parada ante él. Había albergado la secreta esperanza de que en esa mujer que dirigía ejércitos encontraría, de nuevo, a su perdida Kitiara. Había renunciado a tal esperanza casi de inmediato. En ella no había pasión, no había vehemencia. No había amor a la batalla por mor del desafío y de la emoción de burlar a la muerte. Esa hembra era tan distinta de Kitiara como lo era el hielo de las olas rompientes y espumajosas impulsadas por la tempestad.
El gran Azul estuvo tentado de decirle a esa chica que se marchara y que enviase a un adulto responsable para tratar con él, pero sabía por los informes de sus espías que la muchacha había desconcertado a los solámnicos en Sanction desbaratando su ataque, que había derribado el escudo que cubría Silvanost y que había provocado la ejecución de lord Targonne, quien pasó al olvido fácilmente.
Se hallaba ante él sin temor, sin mostrarse siquiera impresionada a pesar de que habría podido aplastar su esbelto y frágil cuerpo con un mínimo toque de una de sus garras. Sus dientes eran más grandes que esa humana.
—De modo que eres la Sanadora, la Portadora de la Muerte, la Conquistadora de los Elfos —gruñó.
—No —contestó ella—. Soy Mina.
Mientras hablaba, la chica alzó la mirada para cruzarla con la del dragón. Skie miró los ojos ambarinos y se vio dentro de ellos. Se vio a sí mismo pequeño, encogido; más que un dragón, una lagartija. Resultaba inquietante, le producía desasosiego. Hizo un sonido sordo, retumbante, con la garganta, arqueó el potente cuello y movió el inmenso corpachón de manera que la montaña tembló; la demostración de poder y de fuerza hizo que se sintiese más seguro. Empero, en los ojos ambarinos seguía siendo muy, muy pequeño.