—¡Hola, coronel! ¿Buscas compañía?
El coronel, si es que lo era —un poco de coba nunca venía mal— pasó de largo sin pararse. Molly suspiró y lo observó desaparecer entre la multitud. Una pena, pensó. No estaba mal. Volvió a acomodarse contra la pared, se subió el chal sobre los hombros y empezó a buscar a su próximo objetivo.
—Eso le da a una que pensar si no se habrán vuelto todos maricones, ¿verdad?
Molly se volvió. Quien hablaba estaba apoyada en el pilar de al lado, con las manos cruzadas sobre el pecho. Era de facciones delicadas, tenía los ojos azules y el conjunto estaba ribeteado por una cascada de cabello negro como el azabache. Una picara sonrisa le rasgaba el rostro.
Molly asintió. La competencia entre las rameras podía ser feroz, pero eso no quitaba que charlaran entre putero y putero.
—Estaba pensando en tirar para Haymarket —dijo Molly, envolviéndose con el chal—. A lo mejor allí me como algo.
La chica morena movió la cabeza de un lado a otro haciendo que sus rizos le rebotaran en las mejillas.
—Yo no me molestaría. Estuve ahí no hace mucho y estaba más muerto que un fiambre Además, hacía un frío del carajo.
A Molly le sorprendió que la chica no estuviera de acuerdo en que podría merecer la pena intentarlo en otro sitio. Con Molly por ahí perdiendo el tiempo, la otra muchacha podría haber tenido más posibilidades de pillar a un cliente.
Molly aceptó la información con una triste sonrisa. La chica inclinó la cabeza a un lado y escrutó a Molly meditativa.
—A lo mejor… —dijo haciendo un mohín—. Casi que no, una muchacha como tú, no.
—¿No qué? —preguntó Molly.
La chica sostuvo la mirada de Molly durante unos instantes, como si estuviera dándole vueltas a una idea. Finalmente comentó:
—Es sólo que uno de mis caballeros habituales me ha hecho una oferta para una juerguecita a tres: él y un par de señoritas. El tipo es de alto copete y le gusta hacer sus ejercicios matutinos. Me pidió que saliera a ver si encontraba a alguien —dijo lanzando una mirada sugestiva—. ¿Qué piensas? ¿Te interesa? Lo más seguro es que no dure más de una hora. Además, suelta buena guita. No tendríamos que pasarnos el resto del día congelándonos las tetas aquí fuera.
Molly consideró el asunto.
—¿Cuánto ha ofrecido?
—Una guinea para las dos.
Molly arqueó las cejas.
—Te dije que era generoso —añadió la chica sonriendo burlonamente—. ¿No está mal, eh?
Molly solía cobrar dos chelines a sus clientes. Media guinea por una hora era un buen negocio.
—¿Y dices que era de alto copete?
—Eso mismo. También es muy chistoso. Mejor que estar aquí de pie. ¿Qué dices?
Molly apenas se lo pensó un segundo.
—Está bien, ¿por qué no?
La chica soltó una carcajada y palmoteo.
—¿Está lejos? —preguntó Molly.
—Justo al doblar la esquina. Tiene una habitación alquilada para divertirse, ya me entiendes.
La muchacha puso cara de complicidad y guiñó un ojo.
—Me dijo que cuando encontrara a alguien fuéramos directas para allá —dijo cogiendo a Molly de la mano—. Así que ¿por qué no vamos tú y yo a hacerle una visita y a calentarnos?
Las dos chicas salieron de su refugio detrás de las columnas. Cruzaron la plaza abriéndose paso en zigzag entre los puestos y llevando cuidado de sortear los charcos y las ratas.
—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la muchacha apretando la mano de Molly.
—Molly.
—Yo Sally. Encantada de conocerte, Molly.
Molly respondió con una amplia sonrisa. Cortaron por Southampton Street y giraron en Maiden Lane.
La entrada se encontraba entre dos columnas romanas, al lado de Half-Moon Alley. Por encima de la puerta había dos letreros: uno anunciaba que el lugar era una bodega de sidra; en el otro, con forma de linterna, se leía
Camas.
—Dice que le gusta tener aquí una habitación, porque el sitio está bien y a mano —rió Sally tontamente—. ¡Igual que yo! —exclamó tirando de Molly para que bajara las escaleras. El lugar estaba repleto, principalmente de comerciantes disfrutando de un rápido trago matutino para entrar en calor. El hedor a alcohol barato, sudor y tabaco era insoportable.
Sally iba delante encaminándose hacia unas escaleras al fondo de la sala, emitiendo palabras soeces mientras se libraba a manotazos de los tentáculos de los presentes. Molly se agarró al dobladillo del vestido de Sally y no se soltó. Subieron las escaleras y bajaron por un corredor que llevaba a la parte trasera del edificio.
—Ya hemos llegado —pronunció alegremente Sally parándose frente a una puerta.
Se arregló el vestido, se tiró del corpiño para abajo y se pellizcó las mejillas. Alargando la mano, le empinó el pecho a Molly y le guiñó el ojo.
—Que vea la mercancía, ¿eh?
Sally cogió a Molly de la mano y llamó a la puerta. Se oyeron unos pasos acercándose, y la puerta se abrió.
Sally empujó a Molly adentro.
—Mira lo que traigo —anunció radiante.
Molly se percató de que había dos personas en la habitación: quien había abierto la puerta y alguien más sentado en la cama. El hombre de la cama contempló a Molly y recorrió su cuerpo de arriba abajo con la mirada. Al cerrarse la puerta, éste miró libidinosa y sugestivamente por encima del hombro de la muchacha.
Molly se volvió.
—¡Hola, encanto! —dijo Lemuel Ragg.
El boticario Locke se apartó de la ventana.
—¿Sabe?, nunca me he tenido por un hombre necio.
Hawkwood lo miró.
—No recuerdo haber dicho tal cosa, doctor.
El boticario inclinó la cabeza y escrutó a Hawkwood por encima de sus lentes.
—Entonces, quizás pueda confiar en mí. Tal vez podría ayudarle.
—No estoy seguro de entenderle, doctor.
—Dígame qué está haciendo aquí —dijo Locke.
—Fue usted quien me mandó llamar —respondió Hawkwood—. ¿No tendría que ser yo el que hiciera las preguntas?
Locke irguió la cabeza. El aire juvenil que Hawkwood había percibido en su primer encuentro se había esfumado; ahora, en su lugar, sólo había hastío. El boticario deslizó la mano por el borde de su escritorio.
—Perdóneme, pero en su anterior visita le pregunté por qué había venido. Después de todo, con la muerte del coronel Hyde debía darse por cerrada la investigación. Usted respondió (algo brusco, según recuerdo) que necesitaba completar su informe —Locke sonrió casi con timidez—. Un motivo lógico, habida cuenta de que nuestro primer encuentro se vio interrumpido por la llegada de un guardia requiriendo su presencia. Usted solicitó tener acceso a los partes de ingreso del coronel Hyde y yo podía proporcionárselo. Y, sin embargo, evidentemente la cosa no acababa ahí, puesto que aquí estamos de nuevo. Le envío un mensaje, una vaga oferta de información, y tarda menos de una hora en llamar a mi puerta.
El boticario levantó la mano y contempló el polvo de las yemas de sus dedos como si lo estuviera viendo por primera vez. Acto seguido alzó la vista.
—Lo encuentro de lo más curioso; me lleva a pensar que su investigación sigue en curso, pese al fallecimiento del coronel Hyde. Me pregunto cuál puede ser el motivo, y sólo se me ocurre una explicación —reclinándose contra su escritorio, el boticario se quitó los lentes y cubrió los cristales de vaho con su aliento—. Cree que el coronel Hyde sigue vivo,
¿no
es cierto?
El silencio inundaba la habitación. Locke sacó un pañuelo de su manga y empezó a limpiar los lentes enérgicamente.
—No es que
crea
que Hyde sigue vivo —dijo Hawkwood—, ¡es que
sé
que el cabrón lo está! —las palabras salieron de su boca antes de poder contenerlas.
Esperaba oír una inmediata exclamación de asombro por parte de Locke, algún atisbo de sorpresa, pero curiosamente el semblante del boticario permaneció impasible.
—¿Cómo
lo sabe?
—El cuerpo hallado en la iglesia no era de Hyde. Volvió a dar el cambiazo: desenterró el cadáver de un hombre recién fallecido, de edad y constitución similar a la suya, y lo dejó arder en su lugar.
—Por tanto, el coronel debía saber del entierro antes de fugarse —concluyó Locke prosaico.
Hawkwood asintió.
—Se lo diría el reverendo Tombs. Le contaría muchas cosas al coronel, y más si éste le formulaba las preguntas adecuadas. «Que es lo que yo debería haber hecho», pensó Hawkwood.
Locke volvió a meter el pañuelo en la manga y comenzó a pasear por la habitación con las manos a la espalda.
—Así pues, sus visitas posteriores se deben a su empeño en dar con él.
—Así es.
—¿Y qué ha descubierto?
—Sé que se está haciendo con cadáveres y los está diseccionando.
Locke dejó de pasear.
—Alguien dejó dos cadáveres a las puertas del hospital Saint Bartholomew. Les habían extraído algunas vísceras, también fragmentos de piel, incluidas las caras.
La mejilla del boticario tembló involuntariamente. Juntó las manos como si fuera a ponerse a rezar y apoyó la barbilla en la punta de los dedos. Después, empezó a pasear de nuevo.
—Prosiga.
—Sé que todas las maniobras del coronel Hyde tienen un propósito: granjearse la amistad del pastor, el robo del escalpelo y del láudano —en este punto, Locke se sonrojó—, el asesinato del reverendo Tombs, la fuga, el desenterramiento del cuerpo para reemplazarlo, el incendio de la iglesia para disimular su olor putrefacto y ahora la mutilación de las mujeres… Sé que todo forma parte de algún ambicioso plan, sólo que todavía no he averiguado cuál es.
Locke no dijo palabra. El silencio se prolongó unos largos segundos y, finalmente, el boticario volvió a su escritorio.
—Déjeme explicarle el porqué de haberle mandado llamar. Me encontraba en las dependencias del coronel cuando encontré esto…
Eran papeles doblados por la mitad, por lo que Hawkwood pudo observar.
—Estaba recogiendo las pertenencias del coronel —aclaró Locke—, cuando cogí una de las hojas y la abrí.
A primera vista, se asemejaba a los grabados que Hawkwood había visto en las paredes de la habitación del coronel: una serie de estudios anatómicos de la mitad inferior del torso y costillas, dibujados con minucioso realismo. Y en cambio, no eran iguales. Hawkwood examinó las láminas. Su cerebro le decía que había una diferencia, pero, por mucho que lo intentaba, era incapaz de verla.
Y entonces se hizo la luz: las piernas. Eran totalmente desproporcionadas. Los músculos del muslo, los gemelos y los huesos bajo la piel estaban claramente definidos, sin embargo, las extremidades inferiores eran demasiado estrechas y alargadas; y la postura, con los muslos abiertos y rodillas dobladas, no era natural. Resultaba extraña, como la pose de un espadachín antes de ejecutar una réplica, o de un acróbata a punto de dar un salto mortal. Y después estaba el torso, o al menos lo que Hawkwood pensaba fuese el torso, ya que no había visto en su vida nada igual. De hecho, parecía más bien una bolsa incubadora. Sus ojos fueron descendiendo hasta unos tobillos que parecían demasiado frágiles para soportar el más mínimo peso. En cuanto a los pies… eran la parte más rara, puesto que ambos eran absurdamente largos, con unos dedos flácidos que se abrían de manera grotesca. En realidad, si no hubiera sido porque era del todo imposible, habría dicho que se trataban más bien de…
—Ranas —concluyó Locke.
—¿Ranas? —repitió Hawkwood sintiéndose estúpido en el acto—. «Joder, pues claro que son ranas, ¿qué otra cosa podía ser?». ¿Por qué ranas?
—Muchos cirujanos, cuando están empezando a aprender anatomía, practican con cuerpos de animales. Incluso los niños diseccionan ranas en la escuela. Galen solía abrir simios de un tajo. Una vez, Astley Cooper diseccionó un elefante.
«¿Por qué me enseñará unas malditas ranas?», se preguntó Hawkwood. Volvió a examinar el dibujo.
—¿Qué es esto?
El boticario siguió su dedo con la mirada.
De los músculos a los extremos de las ancas amputadas surgían una serie de hilos ondulados. La punta de uno de los cables estaba unida a lo que fuera que fuese aquello semejante a una bolsa incubadora, mientras que el otro cabo estaba conectado a una especie de rueda provista de una manivela.
—Fascinante, ¿no? —susurró el boticario.
—Podría serlo si supiera qué demonios es —respondió Hawkwood, aunque debía admitir que el dibujo le resultaba intrigante.
—Creo que se trata de una ilustración de un experimento de Galvani. Era un médico italiano que pensaba que todos los animales poseían un fluido eléctrico especial producido por el cerebro y transmitido por los nervios a los músculos. Para demostrar su teoría, llevó a cabo numerosos experimentos con anfibios —Locke dio unos golpecitos sobre el grabado con la punta del dedo—. Creo que eso es lo que aquí se representa —el boticario señaló los hilos—. Y sospecho que estos son los cables por los que pasa el fluido —Locke sacudió la cabeza asombrado antes de apartar el grabado a un lado—. Y luego están éstas.
En la segunda hoja, había un dibujo de lo que parecían doce recipientes herméticos con forma de tarros, dispuestos en tres líneas de cuatro. De la tapa de cada uno de los botes, salía un tubo fino, cuyo extremo iba unido al siguiente tarro de manera alineada y en todas las direcciones, de forma que los tarros parecían estar cubiertos por una rejilla cuadricular. La mitad superior de cada bote era transparente, la mitad inferior era opaca o bien contenía algún tipo de líquido.
Hawkwood no sabía por qué, pero el dibujo le sonaba de algo.
—¿Qué es?
—Una máquina eléctrica. Mire, hay más —dijo Locke con voz excitada mientras alargaba la mano y desdoblaba la tercera hoja.
Extendió el papel sobre la mesa alisándolo.
En cuanto Locke pronunció la palabra «eléctrico», Hawkwood supo por qué le había resultado familiar el dibujo de los tarros. Los espectáculos con electricidad habían sido un medio de entretenimiento popular en algunos teatros de Londres. Hawkwood se encontraba entre el público del Astley's cuando un maestro de ceremonias ataviado con una capa negra rogó a un nutrido grupo de voluntarios, entre risitas nerviosas, formar un círculo y unir sus manos. Después les hizo sufrir convulsiones al contacto de un alambre y varias botellas de vidrio. Hawkwood recordaba que la descarga había afectado más a las mujeres que a los hombres. No tenía ni idea de por qué, pero en aquel momento no parecía importar mucho. Era un divertimento, nada más.