Billy, quien había estado inspeccionando el contenido de la otra mesa, alzó la vista observándolo todo. Hawkwood y Jago intercambiaron miradas. Se acercaron a la cuba. A simple vista, el recipiente parecía vacío salvo por una espesa capa de grasa coagulada que se había depositado en el fondo y las paredes interiores de la cuba. Los dos retrocedieron ante el hedor. No era de extrañar que Lomax hubiera devuelto, pensó Hawkwood, a él mismo le estaban sobreviniendo arcadas. Entonces lo vio. En el fondo; un objeto atrapado en la grasa. Bajó la linterna y oyó a Jago aguantar la respiración.
Se trataba de la parte inferior de una mandíbula humana.
—¡Virgen santa! —profirió Jago respirando—. ¿Qué es este lugar? —dijo dándose la vuelta—. Billy, mueve el culo y ven aquí. ¿Cuando trabajabas de mensajero para Hanratty, estabas al tanto de esto?
Pero Billy no escuchaba, toda su atención se concentraba en el contenido de la segunda superficie de trabajo.
—¿Billy? —repitió Jago.
Entonces, miró por encima del hombro del muchacho y enmudeció.
Billy recejaba lentamente apartándose de la mesa.
Presa de la curiosidad, Hawkwood siguió la mirada petrificada del joven.
Velas. Docenas de ellas; algunas sueltas y esparcidas desordenadamente, otras atadas formando haces. A su lado había rollos de mecha y una pila de moldes de madera basta, y, algo más retiradas, lo que parecía un montón de pequeñas planchas de cera.
Hawkwood sabía que la expresión en los ojos de Jago le perseguiría en lo por venir. Cauteloso, se acercó a la segunda cuba. Apoyándose, oteó por encima del borde. Por lo que podía ver, el tanque no contenía más que agua sucia. Una película aceitosa flotaba en la superficie del líquido, cual espuma en una tina para la colada. Hawkwood examinó el exterior de la cuba, cuya base estaba ennegrecida y picada por el calor, al igual que la del otro recipiente. Debajo del brasero, restos de ceniza cubrían el suelo.
—Dime que no estabas al tanto de esto, Billy —le instó Jago.
Junto a la pared, Lomax se limpiaba la boca con la manga y miraba estupefacto a su alrededor.
Billy, quien había palidecido, negó con la cabeza.
—No lo estaba. Lo juro por Dios. Esto sólo era una bodega que Hanratty utilizaba para sus barriles y el estraperlo. Almacenar la priva era una de mis tareas. No había nada de… esto.
Jago señaló con la cabeza el cuerpo del sacristán.
—¿Piensas que es esto lo que planeaban hacer con
él?
¿Reducir al pobre cabrón a sopa y velas, y venderlo por las calles? ¡María santísima! ¿Dónde nos hemos metido?
Nadie respondió. A todos les podía el estupor ante el horror que contemplaban.
Hawkwood consiguió finalmente hablar.
—Si te preguntabas a qué clase de hombres nos enfrentábamos, comandante, ahora ya lo sabes.
Al principio, Lomax sólo lo miró, en silencio, y luego asintió con la cabeza. Ambos sabían que no había más que añadir.
Hawkwood se volvió hacia Jago y Billy.
—Tenemos trabajo.
Para salir había que atravesar una puerta que se encontraba al final de un tramo de escaleras ascendentes. Sin esperar nada, Hawkwood probó suerte con el cerrojo, pero no se sorprendió cuando éste no se descorrió. Quienquiera que hubiera convertido la habitación en un matadero, no querría ser molestado o que descubriesen su trabajo artesanal.
Jago se sacó un juego de ganzúas de la chaqueta.
—¿Qué hay al otro lado, Billy?
—Un pasillo que comunica con otra bodega. Luego unas escaleras que suben hasta la siguiente planta. Oí que había más pasillos en la parte trasera y túneles que conectaban todas las casas de la calle. No tengo ni pajolera idea de si es verdad. Hay sitios que no llegué a ver, así que yo puedo meteros, pero luego vosotros os las apañáis. Lanzó una mirada a la mazmorra a sus espaldas, persignándose y con la carne de gallina.
La cerradura produjo un sordo golpeteo metálico. Jago emitió un gruñido de satisfacción. Devolviendo la ganzúa a su chaleco, recuperó su linterna de manos de Lomax y descorrió el cerrojo.
El pasillo estaba a oscuras y vacío. El suelo de piedra indicaba que aún se encontraban algo por debajo del pub, además de dejar entrever que los cimientos eran muy antiguos, batidos mucho antes de la construcción del Perro.
Jago y Hawkwood cruzaron las miradas. Por la expresión sombría en el rostro de Jago, Hawkwood supo qué pasaba por su mente: en caso de que Molly Finn estuviera en ese lugar, ¿qué probabilidades había de encontrarla con vida? La única esperanza para la chica era que la hubieran cogido para pasárselo bien con ella y que no hubieran acabado todavía. De lo contrario, posiblemente se habrían desecho de ella del mismo modo que de Lucius Symes.
Por si acaso, inspeccionaron la segunda bodega. No hubo sorpresas esta vez, si bien Hawkwood sospechaba que las marcas practicadas en algunos toneles habrían despertado el interés de los hombres del Fisco. Aparte de la trampilla por la que habían despachado al infeliz de McGrew, no había nada que llamara la atención.
Dejando la bodega atrás, avanzaron por el pasillo hasta detenerse a los pies de las escaleras.
—Guardaos las espaldas —avisó Hawkwood, quien apenas pronunciada la advertencia, se percató de lo inútil del consejo.
Procedieron a subir.
Declan Hanratty apenas se había bajado el calzón cuando tuvo lugar la interrupción. La fulana, una tal Sadie, estaba inclinada hacia delante, con la cabeza gacha, agarrada al borde de la mesa y con la falda arremangada sobre el trasero, cuando sintió apartarse el peso de Hanratty.
«Te damos gracias Señor por los alimentos que vamos a tomar», pensó cansada, preparándose para recibir la sacudida tras escuchar el gruñido a sus espaldas. Al no ocurrir nada, dedujo que el desgraciado se estaba tomando su tiempo, algo inusual en el Declan que conocía y despreciaba. Tardó un segundo en darse cuenta de que las manos de Declan ya no rodeaban su cintura. Miró hacia atrás por encima del hombro, convencida de ir a encontrárselo encorvado sobre ella y a punto de cambiar de asidero, y en cambio descubrió que no era ni mucho menos el caso.
Declan todavía estaba allí; sin embargo, por la expresión de su rostro era obvio que el sexo ya no era lo que más le preocupaba. Su nuevo centro de atención era la pistola pegada a su frente y el hombre que la sostenía. Era un tipo alto, con un abrigo largo y oscuro. Fue su cara la que dejó sin respiración a Sadie. Dos cicatrices desfiguraban su mejilla izquierda. Una era pequeña e irregular y parecía datar de largo; la otra se veía reciente, abierta y sangraba todavía. El segundo hombre, de facciones adustas y cabellos grisáceos, estaba a su lado con un dedo sobre los labios. Su pistola apuntaba al pecho de Sadie. Bajando el dedo susurró:
—Nada de gritar. ¿Comprendido? —Sadie asintió sin decir palabra con el corazón latiendo a mil por hora—. Buena chica. Ahora ponte bien la falda. Creo que el joven Declan ha perdido el apetito.
Sadie obedeció temblándole las manos. Se percató de que la puerta de la despensa —la cual se había quedado abierta puesto que Declan iba con demasiada premura como para echar la llave— ahora estaba cerrada.
El hombre de pelo entrecano la agarró del brazo. Se dirigió a ella con voz serena, casi tranquilizadora.
—¿Cómo te llamas, encanto? —Sadie le contestó—. Muy bien, Sadie, ahora quédate allí quietecita. Sólo queremos intercambiar unas palabras con aquí el joven Declan —y girándose hacia su compañero dijo—: Es todo tuyo.
El rostro del hombre de cabellos oscuros se endureció y la cicatriz más pequeña de la mejilla adquirió un tono pálido.
—Estoy buscando a Sawney y a Sal Bridger —dijo agarrando a Declan del cuello de la camisa y colocándole la punta de la pistola entre ceja y ceja.
Declan torció el morro.
—¿Qué?
—Ya lo has oído.
—No lo conozco. Aquí no hay ningún Sawney.
El hombre levantó el cañón del arma y golpeó a Declan en el puente de la nariz. Se oyó un crujido y empezó a salir sangre a borbotones. Declan chilló de dolor y alzó las manos.
Sadie abrió la boca para gritar, pero sintió la callosa mano del hombre entrecano sobre sus labios.
—Recuerda lo que te he dicho: calladita.
—Respuesta equivocada —dijo el hombre de las cicatrices—. Mira, no estoy de humor, así que te lo volveré a preguntar: ¿dónde está Sawney?
—Eres hombre muerto —farfulló Declan. Su rostro estaba bañado en lágrimas, y de su nariz salían burbujas de sangre y moco que se deslizaban lentamente por el hoyuelo de su barbilla.
—Por última vez —advirtió el hombre—. O quizás debería dispararte a los huevos… ¿Es eso lo que quieres?
Declan se retorció sólo de pensarlo.
—No tengo ni puta idea de si están aquí. No los he visto. He estado fuera y he llegado tarde. Lo juro —añadió con voz nasal, escupiendo a continuación un gargajo de sangre y flema sobre el suelo. Se tocó ligeramente el labio superior con el dorso de la mano en un vano intento de restañar el chorro, y miró fijamente la mancha de oscuro carmesí que cubría sus nudillos.
Sadie emitió un sonido de queja, intentando liberar su boca de la mano que la sujetaba con fuerza.
—¿Crees que quiere decirnos algo? —inquirió el hombre de aspecto más viejo.
—Pregúntaselo a ella —replicó el hombre de las cicatrices.
Jago retiró su mano.
Sadie lanzó una mirada a Declan en parte insidiosa, en parte triunfal y en parte asustada.
—Están arriba; todos ellos… Sawney y el resto. Dos plantas más arriba. Llevan allí un buen rato.
—¡Estúpida bruja! —profirió Declan haciendo el conato de abalanzarse sobre ella.
Sadie se retrajo; no obstante, el hombre entrecano ya la había puesto fuera del alcance de Declan.
El hombre de las cicatrices levantó bruscamente a Declan, y entonces, apenas tuvo la cabeza alzada, estampó el cañón de la pistola contra la garganta descubierta. Una mirada de dolor y asombro inundó su cetrino rostro manchado de sangre. El hombre de las cicatrices liberó a su presa y Declan cayó sin poder respirar. Cuando llegó al suelo, ya era demasiado tarde: se había ahogado en su propia sangre.
Sadie creyó que iba a desmayarse.
—No pasa nada, preciosa —dijo el hombre de mayor edad cogiéndola del hombro—. Nadie va a hacerte daño,
te lo prometo.
Estamos buscando a una chica; rubia, guapa, de nombre Molly Finn. Es posible que Sal la haya traído aquí.
Sadie miró nerviosa la cara del hombre de las cicatrices.
—Los Ragg tienen a una chica con ellos. Pero no pude ver quien era la pobre fulana.
Reparó en el cuerpo que yacía sobre las tablas del suelo. No estaba segura de si sentir pena o regocijo.
—¿Dónde están las otras chicas?
La muchacha retiró la mirada.
—Trabajando. Hanratty no quiere vernos gandulear mientras haya clientes ahí fuera. Aunque no es que haya muchos esta noche. Sólo vine a por una rebanada de pan y queso. No he probado bocado en todo el puto día. Y entonces este cabrón decidió que quería un revolcón gratis —Sadie volvió a mirar al hombre muerto a sus pies y sintió un escalofrío. De repente su cara se desmoronó—. Hanratty va a matarme.
—No, no lo hará —afirmó el hombre más mayor—. Porque tú no viste nada —sacudió la cabeza en dirección a una puerta en el rincón de la habitación—. ¿Es la despensa?
—¿Qué? —Sadie siguió su mirada y asintió con recelo.
El hombre más mayor la condujo al otro lado de la habitación y abrió la puerta.
—Entra ahí y no te muevas. No salgas; oigas lo que oigas. ¿Entendido?
No esperó réplica alguna, sino que la empujó adentro antes de que la chica tuviera ocasión de protestar; y a continuación, cerró la puerta a sus espaldas.
Jago bajó la mirada hacia el cuerpo de Declan sin sentir la menor lástima.
—Si no lo hubieras hecho tú, lo habría hecho yo. Es imposible que no supiera lo que se estaba cociendo aquí.
Hawkwood no abrió la boca. Se mantuvo inmóvil unos instantes y después abrió la puerta. Jago lo siguió. Lomax y Billy surgieron de entre las sombras del hueco de la escalera. Dejaron las linternas y se confiaron a las candelas que jalonaban los muros. Eso les permitía tener las manos libres para sostener las armas.
—Ahora hay que ponerse en marcha —dijo Hawkwood—. Hemos tenido suerte de llegar tan lejos. Todo el mundo está ahí en el pub. Nathaniel, tú vete con Billy, él conoce a Molly. Así que los Ragg son tuyos. Gabriel y yo nos ocuparemos de Sawney. Debe rendirme cuentas por el asesinato de Doyle; además me puede llevar hasta Hyde. ¿Preparado, comandante?
—Ya estamos perdiendo el tiempo —soltó Lomax, con una voz dura como la piedra.
Lemuel Ragg se apartó del cuerpo inerte de la chica magullada que yacía parcialmente cubierto por las mugrientas sábanas, y lanzó una mirada en dirección a su hermano, el cual estaba tumbado al otro lado de la cama formando un rombo con las piernas. Samuel aferraba una botella medio vacía de grog apoyada en su pecho, como si la estuviera protegiendo de algún ratero. Se volvió hacía Lemuel y sonrió de oreja a oreja.
—Dame algo para refrescarme el gaznate —ordenó Lemuel abriendo la mano.
Samuel miró la botella como si la estuviera viendo por primera vez, y se la llevó a los labios. Le dio un trago y después la lanzó por encima de la cama derramando parte de la bebida que fue a aterrizar sobre los pechos desnudos de la muchacha. La chica no reaccionó.
Lemuel bebió a gañote. A continuación dejó caer lentamente algo de líquido en el hueco de una mano y se masajeó el pene.
—Así no pillas el mal francés.
—Un poco tarde para eso —soltó Samuel, quien pensándoselo mejor le dijo—: Trae para acá entonces.
Lemuel le pasó la botella, extendió la pierna y hundió un dedo del pie en el muslo de la chica, la cual le recompensó con un suave gemido.
—Todavía en el mundo de los vivos. Aunque podía haberla palmado. Démosle un respiro, ¿eh?
—¡Joder! —profirió Samuel estremeciéndose de dolor con las manos en su regazo—. Esto pica como todo sus muertos.
—Eso es que funciona —respondió Lemuel. Se reclinó sobre la almohada y cerró los ojos.
La puerta se abrió violentamente girando sobre los goznes.
Los ojos de Lemuel se abrieron de golpe. Intentó reincorporarse, pero con su amago sólo logró enredar sus pies entre las sábanas. Samuel, igual de lento en reaccionar, se encontraba con una mano agarrando la botella de grog y con la otra su polla. Retiró la mano de la entrepierna a toda velocidad para alcanzar a tientas una esquina de la sábana a fin de ocultar su desnudez.