Sawney se enderezó.
—Bueno, yo creo que esto se merece una copa —miró a Symes—. ¿Qué me dices, sacristán? No tiene mucho sentido que rompamos, sobre todo cuando tenemos más trabajo esperando. Lo hecho, hecho está. ¿Sabes lo que te digo? Traeremos más bebida. Esta vez de la buena, no este matarratas. Venga, Maggsie, vamos a ver si encontramos un par de esas botellas que Hanratty guarda bajo la barra del bar para clientes especiales.
Maggett arrugó el entrecejo. Se preguntaba qué botellas. También se preguntaba a qué clientes especiales se refería Sawney.
Alzando los ojos al techo ante la expresión de su lugarteniente, Sawney se volvió hacia Symes.
—De todas formas, sacristán, será mejor que te quedes por aquí, al menos hasta que ese cabrón del
runner
haya levado anclas. Vamos, siéntate, relájate. Sal se ocupará de ti. ¿Qué te parece? Sal, entretenlo. Es una orden —Sawney le hizo un guiño—. Volveremos en diez minutos. Así tendréis un poco de intimidad. Vamos, Maggsie.
—Sawney condujo a un todavía desconcertado Maggett a la puerta. —Se giró—. Y tú, sé amable con él, Sal, ¿entendido?
Sal sonrió y sacó la lengua.
—No te preocupes. Siempre soy amable con Lucius —se volvió hacia el sacristán y soltó una risita entre dientes—. ¿Verdad que sí, hombretón? Vamos, siéntate —le indicó señalando el sillón con la cabeza—. Ponte cómodo.
Sawney y Maggett salieron de la habitación. Symes los miró preocupado.
—No te preocupes por ellos —le susurró Sal, mientras se alejaban las pisadas—. Ahora estamos tú y yo solos. Tenemos el sitio para nosotros.
El sacristán vaciló. Sal le tiró suavemente de la manga.
—Sabes que lo estás deseando —bajó los ojos—. Lo noto.
El sacristán se sonrojó, así y todo no se resistió cuando ella lo condujo hasta el sillón y lo obligó a sentarse. Se reclinó sobre él, puso las dos manos en los brazos del asiento, y lo miró a través de sus oscuras pestañas.
—¿Lo de siempre, entonces, señor? —preguntó burlona.
Symes cerró los ojos, maldiciéndose por su debilidad. Los mantuvo cerrados mientras Sal se arrodillaba y empezaba a desabrocharle el calzón. Cuando hubo terminado, le metió la mano. Symes contuvo la respiración al sentir el tacto de la palma de la chica.
Sal sonrió al agarrárselo.
—Cucú —pronunció melosamente al tiempo que agachaba la cabeza.
Los ojos del sacristán seguían cerrados con fuerza cuando Sawney volvió a entrar en la habitación. La respiración de Symes era jadeante. Tenía la mano izquierda apoyada en el brazo del asiento. La derecha descansaba sobre el hombro de Sal que meneaba la cabeza arriba y abajo sobre su regazo. Ninguno de los dos se percató de que Sawney había vuelto. Sawney esbozó una amplia sonrisa que exhibía sus dientes amarillentos al contemplar la expresión de embelesamiento del sacristán. Sal aumentó el ritmo. La respiración del sacristán se hizo más entrecortada. Sin cambiar de postura, Sal levantó los ojos, cruzó una mirada con Sawney, y le guiñó un ojo. Sawney notó que se le ponía dura. Extendió la mano y se colocó bien el paquete por fuera del calzón.
El sacristán estaba a punto de alcanzar el momento sin retorno. Emitió un leve gemido de placer cuando Sal incrementó la presión de sus labios. Ella continuó mirando a Sawney y siguiéndolo con la mirada mientras éste se inclinaba sobre el respaldo del asiento. De repente, el sacristán gruñó. En el momento culminante, Sawney, con una sincronía maestra, rodeó el cuello del sacristán con la cuerda y tiró de ella con fuerza. Sorprendido en un momento de confusión entre el placer y el dolor, el sacristán se estremeció. Tan pronto cayó en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, sus ojos se abrieron desmesuradamente y empezó a arañar la cuerda que le oprimía la garganta. Pataleando sin cesar, se zarandeó de un lado a otro en un vano intento por liberarse. Zafándose de los castigados miembros del sacristán, Sal se puso en pie y escupió el contenido de su boca en la jarra más cercana. Los antebrazos de Sawney se hincharon. Poco a poco, la oposición del sacristán se fue debilitando hasta apagarse por completo. Sawney esperó seis segundos antes de soltar la cuerda. Un fuerte olor fecal invadió la habitación. Posó la vista en el cuerpo inerte del sacristán con una expresión de asco.
—El maldito cabrón se ha cagado.
Sal se pasó una mano por los labios e hizo una mueca.
—Has tardado lo tuyo, joder.
—El capullo estaba más vivo de lo que parecía —Sawney tiró la cuerda, agarró la botella y cogió una jarra. Le intrigó descubrir que aún tenía la polla bastante tiesa.
—Yo no usaría esa —le advirtió Sal.
Sawney miró el interior de la jarra y arrugó la nariz. Volvió a dejarla en su sitio, se llevó la botella a los labios, tomó un trago, y se la pasó a Sal.
—Límpiate la boca, chica.
Se estaba enjuagando las encías con grog cuando Maggett entró, con expresión confusa. Tras acompañar afuera a Sawney, el cual le había dicho que se quedara donde estaba cinco minutos, había estado esperando con impaciencia en el rellano preguntándose a qué demonios jugaba Sawney. Ahora lo sabía. El hombre corpulento escudriñó el cadáver del sacristán. Su rostro no dejaba entrever signo alguno de emoción. Si Sawney había creído necesario cargarse al sacristán, haría falta un hombre con más valor que Maggett para cuestionar la decisión. Se sorbió la nariz.
—¡Ay Jesús!
Sal sirvió grog en una jarra y se la pasó a Maggett.
—Aquí tienes, Maggsie. Esto te distraerá del olor.
Al coger Maggett la jarra y llevársela a la boca, Sal le lanzó una mirada a Sawney, conteniendo una sonrisa.
Los ojos de Sawney se giraron hacia la jarra y, cuando Maggett tragó, soltó una carcajada.
Maggett bajó la jarra ceñudo.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—Nada, Maggsie —Sawney le dedicó una benévola sonrisa a su teniente—. ¡Nada, coño!
Maggett se terminó la jarra e hizo un gesto con la cabeza en dirección al sillón, sin percatarse de que Sal había girado la cabeza al entrarle la risa floja.
—¿Qué hacemos con Su Santidad? ¿Quieres que lo dejemos aquí o se lo echamos a los marranos de Reilly?
Detrás de él, los hombros de Sal se agitaban compulsivamente.
Sawney apretó los labios para mantener la boca cerrada y sacudió la cabeza. Intentó no mirar a Sal. Empezaba a no poder contenerse.
Reilly era un matarife que tenía un matadero en Hosier Lane. Se deshacía de cualquier cosa por dinero; no era quisquilloso. Tampoco lo eran sus marranos. Tenía tres metidos en un redil en el matadero; eran unas bestias enormes, fieras, con fama de devorar cualquier cosa que se les pusiera por delante. Corría la voz de que Reilly los dejaba sin comer a propósito, haciéndoles pasar hambre cada cierto tiempo por si necesitaba de sus servicios. El hambre que pasaban también los hacía menos susceptibles a cuestionar su menú. De vez en cuando, Reilly dejaba mirar a la gente —previo pago, naturalmente—; como buen hombre de negocios que era.
—Lo almacenaremos con los otros por el momento —dijo Sawney, logrando controlarse—. Preguntaré por ahí. Puede que una de las escuelas lo quiera. No veo por qué tenemos que meter en esto a ese irlandés de mierda, cuando podemos hacerlo nosotros mismos, y sacar dinero con ello.
—¿Quieres que lo lleve a la planta de abajo, Rufus? —preguntó Maggett, aunque no parecía demasiado contento ante tal opción. El hedor empeoraba por momentos.
Sawney asintió.
—Ya lo limpiaremos más tarde.
—¿Qué hacemos con el cabrón de ahí afuera? —preguntó Sal, quien se había recuperado de su ataque de risa y ya mostraba un semblante serio.
—Echaré un vistazo —dijo Sawney acercándose a la pared.
Apoyando el ojo derecho en la mirilla, Sawney inspeccionó el bar. El
runner,
si es que lo era, seguía sentado a su mesa, pero mientras Sawney miraba, empujó la silla hacia atrás y se puso en pie. De repente, se detuvo y se dio la vuelta. Por un momento parecía estar mirando a Sawney fijamente a los ojos. A Sawney se le cortó la respiración. Aunque sabía que no existía la más mínima posibilidad de ser visto, por poco le da un infarto, de todas maneras.
Sawney suspiró aliviado al ver que el hombre alto de rostro grave echaba a andar sorteando las mesas hacia la puerta de salida. Siguió con la mirada el avance de la figura enfundada en su abrigo negro, notando la calma y la facilidad con la que se desplazaba por el bar atestado de gente. Cuando despareció, Sawney se apartó de la pared y volvió a colocar el candelero en su sitio.
—Se marcha —Sawney volvió a encender la vela y miró el cuerpo que seguía en el sillón—. ¡Maldito imbécil! ¡Se pensaba que iba a permitir que tipos como él me dijeran lo que debo hacer!
Sal y Maggett no dijeron nada. Cuando Sawney se embarcaba en una de sus diatribas, no valía la pena interrumpirle.
Sin embargo, parecía que eso era todo lo que tenía que añadir, al menos en lo referente al tema de la insubordinación. Se volvió hacia Maggett.
—¿Tú hablaste con Hanratty, no?
Maggett asintió.
—Todo en orden.
Sawney asintió.
—Pues entonces será mejor que nos pongamos manos a la obra. Voy a buscar el carro. Tú encárgate de eso —ordenó Sawney apuntando hacia el asiento con un gesto de cabeza—. Regístrale los bolsillos primero. Nunca se sabe, a lo mejor le quedaba algo de calderilla. Podemos usarla para su despedida. Que el capullo pague su maldito velatorio.
Caía una lluvia helada cuando Hawkwood salió del Perro. No había farolas en la calle. El apagado resplandor de las velas que escapaba por las pequeñas ventanas cuadradas del pub ennegrecidas por el humo, envolvía los empapados adoquines con una pátina coriácea. Al otro extremo de la calle, el único atisbo de claridad que se apreciaba era el de unos tenues centelleos de luz que, cual luciérnagas, se filtraban por las rendijas de las toscas contraventanas de madera de las viviendas colindantes. El resto del callejón estaba tan oscuro como una catacumba.
La persistente llovizna había forzado a la mayoría de la gente a cobijarse en el interior de los edificios, aunque por la calle circulaban aún algunas almas resistentes. A través de la pertinaz lluvia podía divisar el contorno desdibujado de figuras que se apresuraban a refugiarse bajo los salientes de los aleros de los tejados para no mojarse. Con las cabezas gachas, sus rostros decaídos no eran más que tenues manchas borrosas en las sombras.
Hawkwood se subió el cuello del abrigo. La lluvia, tosca y fría al contacto con su cara, sintonizaba con su estado de ánimo.
Una sucesión de ensordecedores maullidos quebraron la paz de la noche. Al estruendo le siguieron el impacto de un objeto al caer y un chillido agudo que se desvaneció en un incómodo silencio. La lluvia seguía cayendo.
Un olor dulzón emanaba del callejón. En la ciudad abundaban ese tipo de olores, con todo, Hawkwood reconocía bien esta pestilencia en particular. Era el Fleet. Tras dos noches de intensas lluvias, el río se había desbordado. No es que la gente definiera el Fleet como un río. La mayoría lo llamaba la Cloaca. Aunque incluso ese sobrenombre era tan sólo un eufemismo para un abrevadero de mugre que no era más que una alcantarilla abierta. El Fleet más que fluir, defecaba. Y eso si es que se dignaba moverse. Se decía que a las ratas no les hacía falta nadar para cruzarlo, sino que se paseaban a sus anchas por él.
Algunos tramos corrían bajo tierra, si bien aquellas partes donde el Fleet afloraba a la superficie, como por ejemplo por detrás de Field Lane, servían de vertedero tanto para cualquier materia fecal, sólida o líquida, que humanos y animales pudieran excretar, como para los desperdicios procedentes de los mercados de carne cercanos. El olor envolvía las confinadas calles y callejones. Algunos días, dependiendo del tiempo, la pestilencia se extendía a varias millas a la redonda. Incluso para una ciudad que era célebre por sus olores nauseabundos, el Fleet era un caso aparte.
Al menos el hedor le sirvió a Hawkwood para orientarse. Avanzaba bordeando el extremo sur del distrito conocido como la Madriguera de Jack Ketch, en memoria del que fuera verdugo de la ciudad. La mayoría de los lugareños lo conocía simplemente como la Madriguera. El nombre no podía ser más apropiado para aquel barrio bajo conformado por una maraña laberíntica de callejones y pasajes angostos.
Hawkwood se ajustó bien el abrigo, e intentó ignorar el agua que se le colaba insistentemente por el cuello del mismo. El puente de Holborn estaba a la vuelta de la esquina. Cuando llegara hasta allí, estaría de nuevo en la vía principal y dejaría atrás aquel estercolero. Miró hacia arriba. Entre las nubes se había abierto un resquicio irregular por donde asomaba, como si de una lágrima se tratara, una luna llena color gris perla. En la oscuridad de la noche, aquella luminosidad fantasmagórica resaltaba las inhóspitas siluetas de tejados y chimeneas. Las gotas de lluvia eran diminutas flechas que se le clavaban en la piel; mientras que, sobre su cabeza, el agua que rebosaba de los canalillos caía por los listones de las paredes de las viviendas cual gruesos hilos de plata líquida.
Un ruido de fuertes pisadas a su derecha atrajo su atención: el golpeteo sobre los adoquines de los tacones de unas botas; alguien que también se apresuraba para escapar de la lluvia. Hawkwood divisó por el rabillo del ojo a una vaga figura; una tenue sombra que se adentraba por un lado del callejón, difuminándose tras la incesante cortina de agua.
Entonces, cuando la rendija entre las nubes se agrandó, vio una oscura silueta surgir del refugio de un bajo pasaje abovedado. También advirtió un apagado brillo metálico de un objeto que centelleaba bajo la luz de la luna en la mano de la silueta: algún tipo de herramienta en forma de gancho, que llevaba bajada y parcialmente oculta.
Más que verla, presintió la llegada de la segunda sombra que emergió de la entrada de un oscuro callejón que había a su izquierda, cerca del extremo de la baja barandilla de madera del puente; enseguida se dio cuenta de que no se trataba de dos transeúntes andrajosos en busca de abrigo contra las inclemencias del tiempo. Sus sospechas se confirmaron al ver que el segundo hombre también iba armado con un cuchillo de hoja ancha y rectangular, una especie de macheta de carnicero.
Hawkwood se dio inmediatamente la vuelta, apartando con su mano izquierda el dobladillo de su abrigo a fin de alcanzar con la mano derecha su cachiporra de ébano, la cual sacó acto seguido.