El Resucitador (35 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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Sawney sonrió y cabeceó divertido, soltando una tosca risilla. Entonces se dio cuenta de que a Hyde no le había hecho gracia el chiste. De hecho, no había ni pizca de humor en la mirada del doctor. Lo que sí parecía haber era más bien… expectación. Dentro del pecho de Sawney un pajarillo comenzó a trinar y aletear frenéticamente.

Hyde permaneció callado. Su fija mirada le desconcertó. El tiempo parecía haberse ralentizado.

Entonces, Sawney comprendió de repente. Se enderezó en su asiento.

—¿Está hablando en serio?

Al principio, Hyde no dijo nada; estaba tan rígido como una estatua, pero entonces dijo:

—¿Puede hacerlo?

—Bueno, no es igual de sencillo que sacar un conejo de una maldita chistera —dijo Sawney—. Le costará más, y no estoy hablando de unos míseros peniques.

Hyde asintió.

—Comprendo. Le pagaré veinticinco guineas, y no habrá más preguntas. Quedará absolutamente bajo su discreción.

Veinticinco guineas: el salario de tres meses de un trabajador medio; equivalente a seis o siete cuerpos sin contar a las mujeres embarazadas, a los niños y a los lisiados, por supuesto.

Sawney miró al doctor, al pronunciado pico de su frente y a sus oscuros ojos de ave rapaz. Pasaron varios segundos; uno, dos, tres…

—Treinta —contestó Sawney; después aguardó.

Hyde se sacó el trapo de las cintas del delantal. Empezó a limpiarse las manos, tal y como había hecho antes.

—La mitad del pago ahora y la otra a la entrega.

Sawney dejó escapar un lento suspiro y asintió.

—Dependo de usted, Sawney. Es importante que concluya mi trabajo. Le agradecería que fuera una entrega rápida.

—Veré lo que puedo hacer —replicó Sawney, pensando que quizá debiera haber pedido más. Notó que las manos del doctor estaban irritadas de tanto frotarlas con el trapo—. ¿Qué pasa con el último? ¿Se va a quedar con los restos o quiere que se lo quitemos de en medio?

—Mi espacio es limitado. Me gustaría que se los llevara.

«Sabía que no debía haber dicho nada», pensó Sawney preguntándose por qué lo había hecho.

—Le enviaré a alguien.

—Hay algo más —dijo Hyde.

—¿Qué es?

—Le mencioné antes que hay quienes consideran a los buscadores de la verdad, como yo, meros aficionados a la necromancia. Ha llegado a mi conocimiento que, posiblemente, cuenten con los servicios de un destacado miembro de las fuerzas de seguridad. Aunque estoy seguro de que un hombre con un trabajo como el suyo es todo un experto en evitar llamar la atención de las autoridades, le rogaría que extremara la vigilancia, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de la transacción que nos traemos entre manos. Estoy convencido de que alguien como usted, que ha logrado escapar a las garras de los guardias del ejército durante tanto tiempo, no tendrá dificultad alguna en mantener su anonimato.

Sawney no tenía ni idea de lo que era necromancia —supuso que podría tratarse de otra palabra para el comercio de cadáveres— así que se limitó a asentir.

—No se preocupe, no tendré ningún problema en quitarme a la pasma de encima. Esos no podrían encontrar ni sus propios traseros en la oscuridad aunque usaran las dos manos. ¿Sabe el nombre de ese capullo?

—Hawkwood.

Sawney no dijo nada. No hacía falta. Sabía que el asombro se leía perfectamente en su rostro.

Los dedos de Hyde se pusieron rígidos.

—¿Lo conoce?

El instinto inmediato de Sawney fue negarlo todo, pero era demasiado tarde para eso.

—Sí, lo conozco, bueno, más o menos. No es un poli. Es un
runner.

—Efectivamente —los ojos de Hyde se oscurecieron—. ¿Ha tenido algún asunto con él?

—Indirectamente —respondió Sawney con cautela—. Se ha cruzado con algunos socios míos.

—¿Recientemente?

—Bastante recientemente.

Era mejor no mencionar a Tate ni a Murphy, pensó Sawney.

—¿Qué probabilidad hay de que nos fastidie?

Sawney vaciló y después añadió:

—Dicen que es un antiguo militar y un cabrón.

—¿De veras?

Hyde se quedó callado. Tenía una expresión de indiferencia.

—¿Cómo es que lo conoce? —inquirió Sawney.

—¿Qué? —Hyde despertó súbitamente de su ensoñación—. Oh, es simplemente información que me ha llegado por casualidad. —Hyde se metió el trapo en el delantal y se puso en pie—. Espere aquí.

Salió de la habitación.

Sawney se levantó, se acercó rápidamente hasta la bolsa negra de Hyde, la abrió y miró en su interior. Tres segundos más tarde, la ampolla que contenía el aceite de clavo se encontraba dentro de su bolsillo. Cerró la bolsa y se sentó.

Hyde regresó con un saquito de tela. Se produjo un sordo tintineo cuando lo depositó en la palma de Sawney.

—Supuse que lo preferiría en dinero contante y sonante.

—Sí, así me va perfecto —respondió Sawney poniéndose en pie.

Descorrió el cordoncillo de la bolsa y vació el dinero en la palma de su mano. Era un peso importante e inmensamente tranquilizador. Las monedas eran lo mejor. Más fácil de dividir y de gastar. Los billetes podían ser un verdadero coñazo. Además, ir por ahí enseñando billetes sólo servía para buscarse problemas. Sobre todo en los garitos que frecuentaba Sawney.

Sawney volvió a meter el dinero en la bolsa.

—¿Cómo es que escogió el nombre de Dodd?

—¿Por qué no? —respondió Hyde sin sonreír—. Es igual de útil que cualquier otro.

Sawney absorbió la respuesta.

—Supongo que sí.

Parecía que no quedaba nada más que añadir, así pues, se metió el saquito de monedas en el bolsillo. Se produjo un incómodo silencio.

—Bueno. Es hora de irse a trabajar.

Sawney hizo una pausa cuando el doctor le puso una mano en el brazo. En los ojos de Hyde se reflejó un nuevo destello.

—No hace falta que se vaya tan pronto. Este tipo Hawkwood… Cuénteme lo que sabe de él. Suena de lo más intrigante.

Capítulo 14

Era por la mañana temprano cuando Hawkwood subió los escalones frontales del número cuatro de Bow Street y se encaminó a la oficina del magistrado jefe en el primer piso.

Cuando entró en el despacho, Twigg estaba sentado tras su escritorio en la antesala, con la cabeza gacha haciendo garabatos. Alzó los ojos y, tras escudriñar a través de sus lentes, frunció el ceño algo molesto.

—Podría haberse limpiado los zapatos.

Hawkwood echó una mirada a sus botas. Estaban mojadas por la nieve fangosa de la nevada caída durante la noche. Al mirar tras de sí, vio el rastro que había dejado en el suelo de madera.

—Podrías haber sido una magnífica esposa, Ezra —le espetó Hawkwood sonriendo burlonamente ante la penosa expresión del secretario—. ¿Qué le parece si la próxima vez me las quito y las subo en la mano?

Twigg torció el morro.

—¡Oh, muy gracioso, Hawkwood! Debería usted hacerse cómico.

El agente comenzó a quitarse el abrigo, pero Twigg meneó la cabeza.

—No está aquí.

Hawkwood arqueó las cejas a modo de pregunta, Twigg lanzó un suspiro y le tendió una nota.

—Le ha dejado un mensaje: ha de reunirse con él de inmediato. Caleb le aguarda abajo con su carruaje.

Hawkwood volvió a ponerse el abrigo y el secretario rezongó entre dientes al observar como, del dobladillo de la prenda, chorreaba aún más nieve derretida sobre el suelo.

—Lo siento, Ezra, no me he dado cuenta.

Twigg señaló los pies de su interlocutor con un gesto de cabeza.

—Yo de usted me limpiaría las botas. A dónde va, no les hará ninguna gracia que manche la alfombra de barro.

Twigg no se equivocaba, pensó Hawkwood cuando le hicieron pasar a la imponente sala de altos techos. Por la expresión de al menos uno de los hombres que tenía enfrente, Hawkwood intuyó que su presencia era una imposición. Para no variar, pensó, no sin cierta satisfacción.

—¡Ah, Hawkwood! —dijo James Read dando un paso adelante. No le recibió con una sonrisa de bienvenida, simplemente anunció su llegada en voz alta.

Había otros dos hombres en la habitación. Uno de ellos estaba de pie junto a la ventana, el otro sentado en una silla al lado de la chimenea. Ambos se volvieron hacia él. El hombre junto a la ventana había lanzado una adusta mirada a las manchas dejadas por sus botas en la alfombra.

En cada sesión del Parlamento, se requería la presencia de un
runner
en la sala de la Cámara de los Comunes donde se daba audiencia a los ciudadanos. Dicha tarea iba rotando entre los miembros de la brigada. Algunos la consideraban un trabajo fácil, aunque carente de emociones, y se conformaban con estar lejos de las calles. Pero no era plato de gusto para Hawkwood, quien no soportaba tanto aire cargado a su alrededor, e intercambiaba el puesto con mucho gusto. Sin embargo, el trabajar tan cerca de la Cámara le había servido para familiarizarse con muchos de sus ocupantes, como el ministro del Interior, Richard Ryder, aunque nunca les habían presentado formalmente.

—Ministro del Interior —anunció Read—, permítame presentarle al agente Hawkwood.

Ryder asintió con expresión solemne. Era un hombre relativamente joven, tan sólo unos años mayor que Hawkwood, de pelo ralo y ojos escrutadores.

—Agente Hawkwood. Sí, le conozco de verlo en la Cámara.

Hawkwood se preguntaba si era sincero o si lo decía por pura cortesía.

Read se volvió y señaló al hombre sentado junto a la chimenea.

—El cirujano general McGrigor.

El cirujano general tendría cuatro o cinco años menos que el ministro del Interior y su rostro era algo más delgado, si bien ambos transmitían el mismo aire de autoridad. Ryder, por lo que Hawkwood sabía, provenía de una familia aristocrática, mientras que McGrigor era hijo de comerciantes.

McGrigor se levantó tendiéndole la mano.

—Es un placer conocerle, Hawkwood.

—Lo mismo digo, señor —respondió Hawkwood percatándose de la extrañeza del ministro del Interior ante el entusiasmo del cirujano general.

—No nos conocemos, aunque sé del capitán Hawkwood por las cartas de mi cuñado —explicó McGrigor con una suave cadencia propia de las Tierras Altas escocesas—. Combatieron juntos en España.

Ryder pareció estar momentáneamente confundido hasta que McGrigor se apiadó de él.

—Capitán Colquhoun Grant.

—¡Ah sí! Por supuesto —exclamó Ryder lanzándole una mirada al agente. Era evidente que le intrigaba tanto la referencia al rango de Hawkwood como la relación indirecta de éste con el cirujano general.

—¿Cómo se encuentra el capitán? —preguntó Hawkwood.

—Le complacerá saber que sigue haciéndoselas pasar canutas a los gabachos —contestó McGrigor.

Hawkwood no había vuelto a ver a Grant desde que se fuera de España dos años antes. Grant era el jefe de inteligencia de Wellington, operaba tras las líneas enemigas informando a su superior sobre los pormenores de la disposición de los efectivos franceses y su equipamiento, y colaboraba estrechamente con los guerrilleros españoles.

Fue Grant quien había convencido a Wellington de recurrir a Hawkwood como enlace entre los combatientes de la resistencia y las unidades británicas de inteligencia. El dominio del francés y del español de Hawkwood resultó de inestimable ayuda. Luchaba junto a los guerrilleros, en lo profundo de las montañas, y siempre que podía le pasaba información adicional a Grant. Cuando Hawkwood volvió a Inglaterra, había sido Grant, gracias a sus contactos con las altas esferas militares de Horse Guards y políticas en Whitehall, quien había procurado al fusilero las referencias necesarias para empezar a trabajar como agente de Bow Street.

—Señores —dijo James Read—, vayamos al asunto que nos ocupa.

El cirujano general se disculpó por la digresión con un gesto y volvió a sentarse. Ryder permaneció al lado de la ventana. A Hawkwood no le invitaron a tomar asiento, por lo que se quedó de pie, al igual que Read, quien se unió a McGrigor junto al fuego. Había una pantalla colocada frente a la chimenea, observó Hawkwood riéndose para sus adentros.

—He puesto al tanto al ministro Ryder y al cirujano general de nuestro interés por el pasado del coronel Hyde —dijo Read dirigiéndose al agente—. Esa es la razón por la que han accedido a reunirse con nosotros.

Mientras observaba a los tres hombres, Hawkwood se preguntaba de qué autoridad gozaba el magistrado jefe para poder, con notable soltura, interrumpir a un miembro del gabinete y al oficial médico jefe de Wellington en una oficina gubernamental de las entrañas de Whitehall. Resolvió que existían ciertos aspectos de la esfera de influencia de James Read que seguirían siendo un misterio para siempre y que sería una imprudencia formular demasiadas preguntas al respecto.

Hawkwood notó que tanto Ryder como McGrigor lo observaban expectantes. Con que así iban a ser las cosas, pensó: no iban a compartir la información motu propio; tendría que escarbar para conseguirla. Ya avisó a Read de que probablemente tendría que levantar más de una ampolla. Pues bien, había llegado el momento.

—¿Por qué estaba recluido el coronel Hyde en el psiquiátrico de Bethlem? No era por melancolía, ¿me equivoco?

Ambos, en especial Ryder, parecieron desconcertados ante la brusquedad de la pregunta. McGrigor fue el primero en reaccionar. Mirando de soslayo al ministro del Interior, se inclinó hacia adelante en su silla.

—Por lo que entiendo, están al corriente de la formación médica del coronel y su carrera militar.

—No tanto como nos gustaría —respondió Hawkwood.

—El coronel Hyde dirigía hospitales de campaña en la Península. Guthrie opina que Hyde era probablemente el cirujano más audaz que había conocido hasta entonces. Era bastante mayor, y por supuesto, mucho más experimentado. Guthrie refirió que le vio tratar heridas ante las que otros cirujanos se hubieran llevado las manos a la cabeza horrorizados. Sus conocimientos sobre anatomía eran impresionantes.

Hawkwood conocía a Guthrie, habían coincidido una vez. Para su edad, el joven irlandés estaba considerado uno de los mejores cirujanos del ejército. Había comenzado su carrera militar como oficial de hospital en Canadá y gozaba de la confianza de Wellington.

El rostro del cirujano general se ensombreció.

—¿Sabía que el coronel Hyde y yo servimos juntos en las Indias Occidentales?

Hawkwood asintió.

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