—Nos volvimos a ver después de que las tropas regresaran de La Coruña. En aquella época, yo era subinspector responsable de los hospitales del suroeste. Mi labor consistía en procurar camas a los heridos. Observé los cambios que se operaron en él por aquel entonces. A veces parecía más que trastornado, aunque yo lo achacaba al trabajo. Hablábamos de la guerra, del efecto que ésta ejercía en la vida de los hombres; conversábamos de medicina y cirugía, por supuesto; de cómo estaban cambiando las cosas y de lo que deparaba el futuro. Admito que algunas de sus ideas me sonaban bastante disparatadas.
—¿En qué sentido?
McGrigor frunció la boca.
—El veía el cuerpo humano como una especie de máquina; creía que se podía reparar con partes operantes de otras máquinas. «Ya lo hacemos con dientes», decía, «¿por qué no con piel o con sangre y huesos? ¿Por qué no con el hígado, la vejiga o incluso el corazón?»
McGrigor sacudió la cabeza y continuó:
—Cuando sugerí que tal cosa iría contra la Ley de Dios, me contestó que cuando un soldado herido yace sobre una mesa de hospital, Dios no tiene nada que ver. Es el cirujano quien maneja el bisturí. —El cirujano general calló por un momento—. Pensé que sólo hablaba por hablar. Pero cuando estuvo en Oporto, hubo rumores.
—¿Rumores?
—En realidad eran quejas sin importancia. Se decía que algunos de los procedimientos quirúrgicos del coronel se estaban volviendo… poco convencionales. No estaban fundadas, al menos hasta donde nosotros sabíamos. Desde luego, los heridos británicos o franceses no habían informado de malos tratos.
Ninguno de los presentes cuestionó la afirmación del cirujano general. Tratar a los combatientes enemigos heridos formaba parte de la guerra, era algo corriente. Ocurría principalmente tras una retirada. Evacuar un hospital de campaña podía demorarse mucho tiempo y, dada la situación, la rapidez era esencial. Normalmente, los heridos que andaban no suponían un problema, siempre y cuando pudieran seguir el ritmo de la retirada. Los heridos graves, empero, solían dejarse a merced del enemigo, acompañados por un grupo reducido de personal médico que se quedaba atrás para supervisar. En el caso de los británicos, dicha tarea solía recaer en un médico ayudante con rango de oficial o en un ayudante de cirujano, que más tarde serían reemplazados por sus homólogos franceses.
Hawkwood se acordó de Oporto. El comandante francés, Soult, se había marchado tan rápido que no sólo había dejado atrás provisiones, armas, lingotes y a sus enfermos y heridos, sino también su cena aún caliente. Hubo muchas bajas francesas, recordó.
—En cualquier caso —prosiguió McGrigor—, atribuimos el origen de la polémica a las tropas. Si el coronel pecaba de un defecto innegable, era su extremada intransigencia respecto a las condiciones y algunos de los procedimientos realizados por cirujanos menos hábiles. Estando en un hospital en Portsmouth le vi reprender a uno de sus colegas por practicarle continuas sangrías a un hombre. Le gritó que si extraía más sangre sólo quedarían botas y huesos sobre la cama. El coronel era un cirujano brillante y lo sabía, pero tendía a la arrogancia, y los demás le guardaban rencor por ello.
—¿Así que las «quejas» no eran ciertas? —preguntó Hawkwood.
Se hizo un largo silencio.
—No que supiéramos… al menos, por entonces —McGrigor se quitó una mota de polvo de la rodilla—. Aunque era evidente que con su actitud, sus insinuaciones y sus modales despectivos no se había ganado muchos amigos entre el resto de oficiales sanitarios. Mientras estaban de servicio, lo toleraban; fuera de servicio, lo excluían. Empezó a pasar su tiempo libre en soledad, con lo que se fue aislando y retrayendo cada vez más. Fue en Talavera donde finalmente supimos la verdad.
Un tic nervioso recorrió la mejilla del cirujano general. Hawkwood intuía que McGrigor esperaba que la mención de Talavera le causara desazón. Se preguntaba si Ryder estaba al tanto de esa parte de su historia. Nada en la conducta del ministro del Interior indicaba que así fuera. Quizás era mejor que siguiera ignorándolo.
—Prosiga —dijo Hawkwood.
—Los hospitales de campaña se disponían de antemano en edificios requisados como granjas, escuelas, iglesias, etc.
Usted
ya sabe cómo funcionan estas cosas. El hospital del coronel Hyde se encontraba en el monasterio de San Miguel, a las afueras de un pueblo, a unos siete kilómetros del campo de batalla. Muchos de los heridos eran enviados allí.
Talavera fue una gran batalla, pero muy sangrienta. Los franceses registraron más bajas que los británicos, aunque Wellington perdió a un tercio de sus hombres.
—No llevaban allí mucho tiempo cuando tuvieron que proceder a la retirada —McGrigor frunció el ceño—. Poco después de la batalla, los exploradores de Wellington le avisaron de que el mariscal Soult, huido de Oporto, había reorganizado sus tropas y se dirigía a la línea británica de comunicaciones en Plasencia. Con los aliados españoles poco dispuestos a comprometerse, el ejército británico mermado y cada vez menos pertrechos para una prolongada campaña, Wellington se vio obligado a replegarse hacia la frontera con Portugal montando el campamento en Badajoz.
Hubo que dejar atrás a muchos de los heridos —explicó McGrigor—. Se esperaba que los franceses cumplieran su parte del trato, aunque a punto estuvieron de mandarlo al diablo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó James Read con gesto extrañado.
—Cuando los franceses llegaron, tomaron los hospitales, incluido el monasterio —McGrigor se detuvo para organizar sus pensamientos—. Había varios edificios anexos. Cuando los franceses empezaron a hacer inventario, descubrieron que una de las edificaciones más aisladas era una bodega. La mayor parte había sucumbido a las llamas, pero la patrulla de reconocimiento pensó que aún podrían quedar algunas botellas intactas, por lo que decidieron explorar. Al irrumpir en el sótano, hallaron una habitación repleta de soldados franceses muertos. Todos los cuerpos, según los testigos, presentaban graves signos de desfiguración —McGrigor volvió a detenerse—. Y no por heridas de guerra.
Hawkwood miró al magistrado jefe, quien le devolvió la mirada con rostro impasible.
—También encontraron una colección de preparaciones —prosiguió McGrigor.
—¿Preparaciones? —inquirió Hawkwood.
—Muestras.
Hawkwood no estaba seguro de querer conocer la respuesta, pero sabía que tenía que preguntar.
—¿De qué?
—Partes del cuerpo, huesos, tejidos, dientes…, ese tipo de cosas. La mayoría eran líquidas.
—¿El lugar estaba inundado?
McGrigor negó con la cabeza.
—Es un término que utilizan los anatomistas. Las preparaciones son líquidas o secas. Las líquidas se conservan en una solución, suele ser espíritu de vino; alcohol en todo caso. Era una bodega, el suministro estaba a mano. Las secas se refieren a músculos y órganos que se secan al aire, normalmente se cuelgan. Como ya he dicho, de esas no había muchas.
—Como si las colgaran para curarlas, ¿no? —murmuró Ryder sin dirigirse a nadie en particular. Tuvo la gentileza de parecer avergonzarse tan pronto lo hubo dicho.
—No —espetó McGrigor con frialdad—. No así; para nada.
Ryder se ruborizó.
—¿Como sabe todo esto? —preguntó Read.
—Los agentes del capitán Grant interceptaron despachos franceses, entre los que se encontraba el informe de un cirujano francés a quien se le había pedido examinar la escena. Por el estado de los cuerpos, llegó a la conclusión de que alguien había estado intentando practicar cirugía de reconstrucción. Un ejemplo era un cadáver con una grave herida de sable en el cráneo: se había insertado en la grieta un trozo de hueso de otro cráneo al que habían dado forma hasta adaptarlo a la medida de la herida. Otro soldado había sufrido una herida grave en la cara, además de perder una oreja: se había intentado reconstruirle la cara usando piel y una oreja de otro cadáver. Dos de los cuerpos presentaban quemaduras en las piernas… —El cirujano general miró a Hawkwood—. ¿Recuerda las llamas del campo de batalla?
Hawkwood asintió. De lo que mejor se acordaba era del olor, como a cerdo espetado en un asador.
—Las secciones quemadas habían sido retiradas y sustituidas por piel de otros cuerpos. A algunos de los cadáveres próximos les faltaban las zonas de piel correspondientes. De acuerdo con los informes de los cirujanos militares franceses, parecían haber sido desollados.
McGrigor cambió de posición en la silla.
—También se encontraron algunas tumbas. No se habían rellenado adecuadamente, más bien parecía que las hubieran cavado de prisa y corriendo. Al examinarlas, descubrieron que algunos de los cuerpos enterrados habían sido manipulados: se les había retirado órganos, extirpado piel, amputado articulaciones… Muchos de los órganos que faltaban coincidían con los encontrados en la sala de preparaciones del sótano.
Hubo un breve silencio y luego McGrigor prosiguió:
—También encontraron… partes de animales.
—¿Qué?
—Uno de los cadáveres tenía una herida en el intestino. Alguien había intentado unir ambos segmentos del intestino usando una sección de tráquea de cabra. —Por un instante, Hawkwood pensó que debía haber oído mal.
—¿Ha dicho de cabra?
—Se había insertado la tráquea de cabra en ambos extremos del intestino y después los habían vuelto a unir recubriéndola. He oído hablar de esa práctica, pero nunca la he visto realizar. También descubrieron que una sección de los intestinos de la cabra había sido extirpada. El informe del cirujano francés sostenía que seguramente la intención había sido usarla como una especie de conducto y que Hyde había tratado de realizar una transfusión de sangre.
—¿De una cabra a un hombre? —Hawkwood lanzó una mirada incrédula al cirujano general.
—¡Por Dios, no! —exclamó McGrigor negando con la cabeza, pero a continuación, para el asombro del agente, dijo—: Aunque Denys y Lower llevaron a cabo procedimientos similares usando sangre de cordero.
Hawkwood miró al magistrado jefe. James Read estaba pálido, al igual que el ministro del Interior; aunque posiblemente éste último no estaba oyendo nada que no supiera ya.
—Leí el informe del cirujano francés, un tal Lavalle —continuó McGrigor arrugando el entrecejo—. Decía que los cuerpos del sótano no eran restos humanos, sino monstruos. Se refería al sótano como
l'abbatoir
.
[5]
La palabra quedó suspendida en el aire. No hizo falta traducción alguna.
—¿Nos está contando —preguntó Hawkwood— que el coronel Hyde practicó cirugía en prisioneros de guerra utilizando partes extraídas de cadáveres de soldados franceses y animales?
—Sí, eso es lo que les estoy diciendo. El informe sugería que había intentado repararlos usando carne, huesos y sangre de sus compañeros muertos.
—Y al no poder repararlos y recibir órdenes de retirada, les abandonó a su suerte —añadió Read clavándole una mirada torva a McGrigor—. El fuego y las tumbas eran un claro y deliberado intento de hacer desaparecer las pruebas de sus actividades.
—Al menos sabemos de dónde sacó la idea de incendiar la iglesia —afirmó Hawkwood con gravedad. Dicho lo cual, captó la expresión en el rostro del cirujano general—. ¿Cómo? ¿Quiere decir que hay más?
McGrigor dudaba, parecía incómodo.
—El informe de Lavalle insinuaba igualmente que las heridas de algunos de los soldados no se habrían considerado fatales. —McGrigor volvió a callarse para que sus palabras fueran asimiladas.
—¿Quiere decir que se les ocasionó la muerte para obtener las partes de sus cuerpos?
McGrigor asintió.
—Cuando le atraparon, ¿dijo algo en su defensa?
—Se mostró sorprendentemente tranquilo, casi filosófico, como si lo hubiera estado esperando —respondió McGrigor encogiéndose de hombros—. Nos dijo que nosotros nunca lo entenderíamos. Sentenció que no se podía poner límites a la ciencia y a la medicina, que éramos de mentes cerradas, y que para que la cirugía avanzase debíamos abrirnos a las infinitas posibilidades que se nos presentaban. Incluso tuvo la osadía de citarnos a Hunter. Lo recuerdo con toda claridad. Dijo que un cirujano no sólo había de conocer las diferentes partes de un animal, sino que debería conocer las funciones de éstas en la máquina y el modo en que actúan para producir sus efectos. Se percatará de la elección de la palabra «máquina».
Para colmo de nuestras tribulaciones, recibimos un comunicado directo del comandante francés, Víctor. Envió un correo bajo bandera de tregua: amenazaba con que si no le entregábamos al responsable, no esperáramos que los cirujanos franceses se apiadaran de los heridos británicos. Huelga decir que a los oficiales sanitarios que dejamos en Talavera ya les habían hecho pasar un mal rato, si bien habían jurado y perjurado que no tenían ni idea de lo que había estado ocurriendo. Parecía que Hyde se las había arreglado para mantener en secreto sus experimentos. No me pregunten cómo.
Supusimos que había recibido algo de ayuda, probablemente de los rangos más bajos. Pero con todos los movimientos de tropas y tantos hombres repartidos por una zona tan amplia, era imposible interrogar a nadie. Sabíamos perfectamente que se extraían los dientes de los muertos, pero esto era diferente, mucho peor.
—Evidentemente no entregaron a Hyde —apuntó Hawkwood—. ¿Cuál fue su respuesta a la exigencia de los franceses?
McGrigor puso cara de circunstancias.
—No podíamos desestimarla. Especialmente, porque entre las misivas traídas por el correo había una petición personal dirigida a mí de parte del oficial francés de mi mismo rango, un tipo llamado Percy.
Era evidente que el coronel Hyde estaba gravemente trastornado, pero en absoluto estábamos dispuestos a entregarle. Era del todo impensable. De igual modo, era imposible que se quedara. Ya sabe cómo es el ejército. Si se corría la voz de que nuestros cirujanos estaban experimentando con los heridos, cundiría el pánico en las filas. No podíamos permitir que eso ocurriera. Nuestra única solución era relevar al general de su cargo y embarcarle de vuelta a Inglaterra. Lord Wellington informó a Percy de que se había encargado personalmente del asunto y que el coronel había sido enviado a casa sin tardar. Allí se encargarían de él y no volvería.
—¿Y los franceses lo aceptaron? —preguntó Hawkwood, sin poder ocultar su escepticismo.