Al entrar en la habitación, la chica le pasó un brazo a Sawney por la cintura.
—Hola, cariño —dijo Sawney, quien se volvió señalando con la cabeza al sacristán—. Fíjate quién ha venido a vernos.
La chica miró al sacristán de hito en hito. Su expresión no mostraba signo alguno de bienvenida.
El sacristán le devolvió la mirada y después fijó la vista en Sawney.
—No tenías por qué hacerlo.
—Perdón, sacristán; ¿hacer qué? —Sawney le dirigió a la chica una mirada enarcando las cejas, como preguntándole si sabía de qué estaba hablando el sacristán.
La chica se encogió de hombros.
—Matarlo de esa manera—, dijo Symes.
—¡Ah! —Sawney asintió dándose por enterado y pasándose la lengua por los dientes amarillentos—. Te refieres al joven Doyle.
—¿Por qué? —repitió el sacristán, tornándose su voz en un susurro.
Sawney echó la cabeza a un lado. Parecía un armiño acechando a un conejo.
—Porque podía hacerlo.
El sacristán parpadeó.
—¿Y qué demonios pensabas que le iba a ocurrir? —preguntó Sawney con voz bronca— ¿Creías que le iba a dar unas simples palmaditas en el hombro diciéndole que había sido un chico malo y dejarle marchar? —Sawney negó con la cabeza—. No podía dejar que albergara ideas que están por encima de su competencia, ¿verdad? Tendría que haberse acordado de que jugaba con los grandes. Conocía las reglas y las incumplió. Para mí, eso significaba que tenía que pagar. Tenía que servir de ejemplo para los demás, de lo contrario esto sería un caos de la hostia. Y eso no nos lo podemos permitir, podría perjudicar el negocio. Y ahora mismo el negocio va bien —Sawney hizo una pausa—. Y tú deberías saberlo —añadió con socarronería—. Así que no me vengas lloriqueando porque no te gustan mis métodos.
Soltándose de la chica y dando un paso al frente, Sawney agitó el dedo a modo de advertencia.
—Sabías dónde te metías tan bien como Doyle. Eres un mandado a sueldo, sacristán, y somos nosotros los que
te
pagamos; y generosamente, si mal no recuerdo.
El sacristán palideció.
—Y sin olvidar los extras —prosiguió Sawney—. Como aquí la amiga Sal, que te toca la flauta cada vez que apareces por aquí.
El sacristán dirigió súbitamente su mirada a la chica. Su expresión, tan sombría como la de Sawney, hizo que se le formara un nudo en la garganta. En aquellos ojos oscuros como la noche había una intensidad inquebrantable, felina y salvaje a la vez. Conforme la contemplaba, el sacristán cayó en la cuenta de que, a pesar del tono amenazante de Sawney, la chica era, sin duda, la más peligrosa.
—¡Vamos! —exclamó Sawney burlonamente—, ¡no me digas que quieres escaquearte! ¡Dios!, es eso, ¿a que sí? Has venido a decirnos que estás hasta los cojones. Pues siento decepcionarte, pero la cosa no funciona así. Tú no te vas hasta que yo te lo diga. Esto no es una jodida (¿cómo lo llaman?) democracia. Además, la temporada sólo lleva un mes funcionando a toda mecha. Todavía nos quedan otros cinco. Las escuelas están abiertas, los cursos han empezado y querrán cuerpos. Nuestro trabajo es proporcionárselos lo más frescos posible. Para eso nos pagan.
Sawney miró al sacristán, quien tenía el aspecto de un hombre que había perdido una guinea y encontrado tres peniques.
—No, espera, ¿por casualidad no estarías pensando en
largarte
por tu propia iniciativa? No eres tan ingenuo, ¿no? ¿Cuándo vas a aprender? Tú eres de nuestra propiedad, Symes. Te pagamos, por tanto nos perteneces. ¿Te has preguntado alguna vez qué pasaría si el vicario y los parroquianos se enteraran de tus interesantes pasatiempos? Sé que no eres exactamente lo que llaman un clérigo, pero te acercas bastante. ¿Qué piensas que dirían si, durante la misa del próximo domingo, aquí nuestra amiga Sal interrumpiera el sermón para contarle a todo el mundo que te chupa la polla en una de las habitaciones traseras del Perro Negro? ¿De verdad quieres saberlo? No, ya me parecía a mí que no. Y te diré más, para que no haya ningún malentendido: déjale caer algo al vicario y lo de contárselo a sus parroquianos sería lo menos que te haríamos —Sawney se inclinó hacia delante colocando su cara para que quedara a pocos centímetros de la del sacristán. En su voz había una amenaza implícita—. ¿Captas lo que te digo?
La escena fue interrumpida por un tintineo de jarras de hojalata y de cristales que provenían de la puerta.
—Traigo una botella, Rufus. Lo ha apuntado, como dijiste —anunció Maggett, el cual parecía totalmente ajeno a la tensión que se respiraba en la habitación.
Sawney se irguió.
—¿Ah sí, Maggsie? Bien hecho. Justo lo que prescribe el doctor. Y tú, sacristán, ¿un traguito de grog para remojarte el gaznate?
El sacristán guardó silencio. Sawney suspiró con dramatismo.
—¡Por Dios, no me digas que aún hay más!
—Lo crucificaste —continuó el sacristán con voz temblorosa.
Sawney cogió la botella que Maggett tenía en la mano y vertió tres dedos de ginebra en una de las jarras. Tomó un sorbo y sonrió con satisfacción.
—Fue sólo una de mis bromillas —volvió a llevarse la jarra a los labios y calló un instante—. No, espera un momento, de hecho fue idea de Sal —se volvió hacia la chica—. Fue así, ¿verdad?
La chica no respondió. Girando la cabeza hacia el sacristán, estiró los brazos y los levantó a la altura de los hombros.
—Una forma retorcida de pasar la maldita Semana Santa —contestó ella soltando a continuación una risilla tonta.
El sacristán se quedó mirándola fijamente, horrorizado.
—Ya te lo decía yo, sacristán, es una cachonda —dijo Sawney—. Me troncho de risa con ella, de verdad, sobre todo porque la Navidad está más cerca que la Semana Santa —Sawney le ofreció la botella—. Aquí tienes, Sal, échale un lingotazo a esto. ¿Seguro que no quieres un trago, sacristán? Estás un poco paliducho.
—Le arrancaste los dientes y la lengua.
—Por supuesto —replicó Sawney— los dientes valen un buen pico, sobre todo los sanos, y los del joven Doyle estaban más sanos que los de la mayoría. Hay un montón de encopetados por ahí que pagarían bien por un nuevo juego de caninos. Es el último grito. ¿Te he hablado alguna vez de cuando robé en la cámara de ese santuario de cuáqueros en Shoreditch? No recuerdo cuántos fiambres tenían allí abajo, pero lo que sí sé es que tardé tres horas en arrancarles los dientes. Aunque me saqué sesenta libras. Muchísimo mejor que recoger mierda a palazos. Y te diré otra cosa: no hay ni un sacamuelas en todo Londres que no se provea de dientes desenterrados en terreno hospitalario —Sawney esperó a que el sacristán asimilara la información antes de añadir—: y te garantizo que más de un político lleva dientes arrancados de pobres diablos muertos en algún campo de batalla español. Te lo dice uno que entiende del tema, coño.
—La policía dijo que le habían cortado la lengua a modo de advertencia.
—¿Ah sí? Bueno, algo de cierto hay, no lo niego. Y apostaría a que ha surtido el efecto esperado. Nosotros somos aquí los mandamases, no Naples y su maldita Cuadrilla de la Comuna. Nosotros. Cuanto antes empiecen a tomarnos en serio, mejor. Con esto nos podemos ganar la vida bien todos, incluido tú, sacristán. Siempre que ninguno meta la pata —Sawney se detuvo—. ¿Has dicho que fue la policía quien te contó que era una advertencia?
El sacristán asintió.
—Tuve que dar la voz de alarma. Hubiera parecido sospechoso si no lo hubiera hecho.
—Cumpliste con tu deber, sacristán. Es lo que se esperaría de un buen ciudadano de intachable moral como tú. No te preocupes. La maldita pasma no encontraría ni agua aunque estuviera lloviendo.
—El hombre que enviaron no era de la pasma. Era una especie de guardia especial.
Sawney se encogió de hombros, despreocupado.
—Es más o menos lo mismo. No son mucho mejores.
—Este puede que sí —replicó Symes—, está aquí al lado.
Con frecuencia, eran los pequeños detalles de la vida los que proporcionaban las mayores satisfacciones; para el sacristán, quien durante los últimos minutos había sido el blanco del más absoluto desprecio por parte de Sawney, ver una mirada de incredulidad invadir el rostro de su interlocutor era tan placentero como escuchar el redoble de unas campanas un domingo por la mañana.
—¿Está aquí? —Un tic nervioso recorrió la mejilla de Sawney—. ¡Por Dios!, ¿lo has conducido hasta aquí? ¿Te
ha seguido?
El sacristán tragó saliva. El placer que sentía se desvaneció, siendo reemplazado por un creciente temor.
—No lo he conducido a ningún sitio —respondió Symes a la defensiva—. Ya estaba aquí.
Sawney frunció el ceño.
—¿Entonces, cómo demonios…?
—Uno de los sepultureros le dijo que creía haber visto a Doyle bebiendo en uno de los pub de la zona. Probablemente los está visitando todos en busca de información.
—¡Mierda! —profirió Sawney—. ¿Te ha visto?
Symes se puso rojo, su recién descubierta valentía se desintegraba por segundos.
Inconscientemente, reculó.
—Creo que no— el sacristán vaciló y después sacudió la cabeza en dirección a la chica—. Estaba hablando con ella.
La habitación se sumió en un profundo silencio.
Sawney giró lentamente sobre sus talones. Tenía una mirada asesina.
—¿Qué estaba
qué?
—Eso era lo que venía a decirte —le comunicó Sal apresuradamente. Se volvió hacia el sacristán—. ¿Cómo se llamaba?
—No me… no, espera, Hawkwood, el agente Hawkwood.
—¿Agente
? —repitió Sawney, frunciendo el ceño.
Sal se mordió el labio.
—Dijo que se llamaba Matthews. Me contó que era amiguete de Doyle y que lo estaba buscando, porque había una posibilidad de trabajo para los dos —Sal se calló—. No tenía pinta de ser un puto guardia. ¡Vaya cabrón!
—¿Está todavía ahí? —preguntó Sawney.
Sal se encogió de hombros.
—No lo sé. Lo dejé para venir a verte a ti.
—¿Qué hacemos? —preguntó Maggett. La nueva intensidad con que brillaban sus ojos le mereció un inmediato ascenso de toro con pocas luces a capaz lugarteniente a la espera de órdenes.
—Si todavía está aquí, quiero echarle una ojeada —espetó Sawney.
Dejó su jarra y se encaminó a la pared. Maggett y Sal lo siguieron con Symes guardando la retaguardia.
Había varios candeleros fijados a las paredes, todos a la altura de los ojos.
Sawney se acercó al del centro. Extendiendo el brazo, apagó la llama con un dedo y el pulgar, y movió el candelero a un lado. Dio un paso atrás, apartándose para permitir el acceso a una pequeña abertura de unos cinco centímetros en la escayola; le hizo una seña con la cabeza al sacristán.
—Echa un vistazo. Si está ahí, señálame a ese capullo. ¿Te has enterado?
Symes se acercó y pegó un ojo al agujero.
—¿Y bien? —insistió Sawney.
Al principio, Symes no podía ver nada. El bar estaba tan mal iluminado que su ojo necesitó varios segundos para enfocar bien y su cerebro para procesar lo que estaba viendo. Podía percibir que la habitación aún se encontraba atestada de gente; no obstante, en el sombrío interior, con la nube de humo de tabaco que flotaba sobre la barra cual banco de niebla marina, se hacía difícil distinguir las caras. Sin embargo, su ojo fue acostumbrándose a la luz y, gradualmente, empezaron a cobrar forma las facciones de cada cual.
—¡Por el amor de Dios! —resopló Sawney—. ¿Vas a tardar mucho, coño?
El sacristán se mordió la lengua y continuó escudriñando la habitación. De pronto se puso rígido. Se apartó de la pared.
—Está en el banco de la esquina, a la derecha: es el alto con abrigo y pelo largo. Lleva calzón militar con una costura amarilla.
Junto a él, Sawney oyó a Sal contener la respiración.
—¿Estás seguro de que es él? —preguntó Sawney.
Symes asintió.
—Va vestido con ropas toscas, pero sí, es el mismo hombre. Estoy seguro de ello.
Sawney empujó al sacristán a un lado y echó él mismo una mirada. Cuando se apartó, en su boca se dibujaba una mueca sombría.
—¿Qué? —inquirió Maggett.
—Sal tenía razón. No tiene pinta de guardia. Mi intuición me dice que es porque no lo es. El sacristán dijo que se hacía llamar agente Hawkwood. Apuesto a que es un maldito
runner.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Maggett, alarmado—. ¿Y qué hace?
—Nada. Tan sólo está ahí sentado, con una jarra de priva entre las manos.
Sawney se apartó de la pared pensativo.
—Déjame ver —la chica se acercó a la pared. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar la mirilla. Tras un silencio dijo—: Sí, es él. Antes que yo, algunas chicas le preguntaron si quería compañía, pero nos rechazó a todas. No está mal, para un
runner.
Se apartó y se encontró con que Sawney le lanzaba una pétrea mirada. Este entrecerró los ojos.
—Ni se te ocurra siquiera pensarlo. Si lo haces, te rajo las tripas.
Al ver el semblante de Sawney, la expresión en el rostro de la chica se desinfló.
—Sólo bromeaba, Rufus.
—Yo no —respondió Sawney con voz queda—. ¿Qué le dijiste?
—Nada. Le dije que nunca había oído hablar de Doyle, y que probablemente se había equivocado de taberna. Que probara en el Perro y el Carro.
Symes advirtió un destello de miedo en los ojos de la chica. Le recorrió un escalofrío. Se produjo un incómodo silencio.
—¿Qué hacemos? —preguntó Symes.
La mirada de Sawney pasó de la chica al sacristán.
—¿Rufus? —pronunció Maggett, el cual estaba junto a la pared echándole un vistazo al individuo causante de tanto revuelo.
—Un momento —dijo Sawney—, se me está ocurriendo que… —Se echó un trago a la boca, se la enjuagó con grog y tragó. Después de llenarse otra jarra, miró al sacristán—. ¿Estás seguro del todo de que no te vio?
El sacristán sacudió enérgicamente la cabeza a modo de afirmación, esta vez con mayor seguridad en sí mismo.
—Seguro.
«Estaría demasiado ocupado mirando embobado las tetas de Sal», pensó Maggett para sí. «¿Y quien podría culparle por ello?».
Sawney meditó la respuesta del sacristán. Tras unos segundos, asintió con la cabeza.
—Entonces no creo que tengamos por qué preocuparnos. Ninguno de los que están ahí va a hablar. Saben lo que les conviene. Dentro de una semana, nadie se acordará de ese cabrón. Yo diría que estamos libres de sospecha.