El mayor contraste con diferencia era la colección de libros e ilustraciones que cubrían las paredes; varias veintenas, según el cálculo aproximado de Hawkwood. Una cantidad que en absoluto desmerecería de una biblioteca pequeña. Hawkwood acercó la vela y recorrió con la vista las hileras atestadas de volúmenes encuadernados en cuero. Los nombres de los autores no le decían nada: Harvey, Cheselden, Hunter. Otros eran evidentemente extranjeros. Vesalius y Casserio parecían italianos; mientras que Ibn Sina y Massa, sonaban vagamente orientales. Los títulos en inglés giraban en torno al mismo ámbito:
Anatomía del cuerpo humano, El movimiento del corazón y la sangre, Historia natural de la dentadura humana.
Había otros en latín. Hawkwood supuso que también eran textos médicos.
Los aguafuertes y grabados que llenaban los espacios vacíos en la pared de la celda pertenecían, literalmente, al mismo cuerpo temático. Todos ellos contenían representaciones del cuerpo humano que mostraban con gran precisión anatómica la musculatura y el esqueleto, en parte o en su totalidad; desde cráneos y torsos, hasta brazos y piernas. Un par de ellos, que a los ojos legos de Hawkwood parecían trazar el sistema radicular de un árbol, eran en realidad, tal y como advirtió al examinarlos con más detenimiento, diagramas de venas y arterias. Algunos eran casi a tamaño real; otros, más pequeños, parecían haber sido arrancados de páginas de libros o manuscritos antiguos. Muchas de las ilustraciones reproducían las partes móviles del cuerpo, como el cuello y las articulaciones ubicadas en la muñeca, los hombros y la rodilla; todas ellas presentaban un increíble y truculento grado de complejidad. La calidad de las ilustraciones era turbadora. Contemplándolas, Hawkwood entendió por qué sentía tal desasosiego: los dibujos le evocaban las terribles heridas y los miembros amputados que había visto en los hospitales de campaña del ejército. El olor de la celda se lo había traído de nuevo a la memoria. Sólo faltaban la sangre y los gritos; los gritos, sobre todo.
Notó una presencia a sus espaldas.
—El milagro del cuerpo humano —dijo Locke en voz baja—. Los hombres llevan siglos intentando desentrañar sus misterios.
Una de las ilustraciones llamó la atención de Hawkwood. Mostraba, con un espeluznante grafismo, la parte inferior de un torso humano, desde el estómago a la mitad del muslo. La piel del bajo vientre y la zona pélvica estaba abierta y separada capa a capa hasta revelar el interior del abdomen. La parte superior de las piernas aparecía seccionada a mitad del muslo. Las cabezas de los dos fémures estaban recubiertas de densas capas de músculo y carne. Los miembros se le antojaban espantosamente similares a los pedazos de carne que había visto colgados en los ganchos de los puestos de los carniceros del mercado de Smithfield cuando venía camino del hospital. Se quedó paralizado. La figura parecía carecer de genitales, lo cual le pareció extraño, habida cuenta del excepcional ojo del artista para captar los más mínimos detalles. La examinó desde más cerca, levantando la luz, y fue entonces cuando comprendió lo que estaba viendo y su significado. Se trataba de la figura de una mujer.
—Van Rymsdyk —apuntó Locke a sus espaldas—. Un artista holandés ya fallecido, pero muy demandado por los profesores de anatomía por su maestría para plasmar la forma humana. Todos los Hunter y Cheselden, recurrieron a sus servicios.
Los nombres seguían sin decirle nada, si bien la gran maestría del ilustrador era incuestionable. La precisión era asombrosa.
—Convincentes, ¿no le parece? —murmuró el boticario.
—Demasiado gráficos, dirían algunos. No obstante, sin Rymsdyk y los demás, la ciencia médica se quedaría al pairo, como un barco aguardando la brisa. Si me permite continuar con la analogía, los cirujanos son los navegantes de nuestros tiempos. Como ya hicieran Magallanes y Colón en el pasado, ellos van en busca de nuevos mundos. Aunque para navegar se necesita un mapa y si no dispones de él, tienes que crear el tuyo propio a fin de que otros puedan seguir tus pasos —Locke extendió las manos—. Estos son los mapas de los cirujanos, agente Hawkwood. La cartografía anatómica del cuerpo humano. Cuanto más exacta sea la cartografía, menor será el peligro de encallar.
Tras parpadear lenta y enérgicamente con sus ojos de búho, el boticario se guardó silencio, como si de pronto se sintiera abrumado por su propia locuacidad.
Hawkwood fijó entonces su atención en el rincón del fondo de la celda, la parte de la habitación con más penumbra. Se acercó. El dibujo era similar a los otros: una figura de mujer de pie, manifiestamente desnuda. Tenía la mano derecha levantada tapando su pecho derecho, mientras que la izquierda la mantenía más abajo cubriendo la zona de la ingle. El vientre estaba abierto, descubriendo así los órganos internos, cada uno de los cuales tenía una letra de referencia. La figura estaba enmarcada dentro de la misma ilustración por cuatro recuadros más pequeños, cada uno identificado con un número romano, que representaban la progresiva disección por capas de la pared estomacal.
El boticario le siguió la mirada.
—Ah, sí, un grabado de Valverde, uno de sus estudios sobre el embarazo.
Locke contemplaba la pared, absorto en sus pensamientos.
Hawkwood había visto suficiente. Quería salir de allí y alejarse de las turbadoras imágenes, de la oscuridad, de aquellos muros de piedra goteantes, del olor a muerte. Quería estar en un sitio donde entrara la luz del sol y el aire fresco, y no en este… matadero.
Se dio la vuelta para regresar a la zona de los dormitorios donde le aguardaba Leech.
—Mantenga la habitación cerrada con llave. Que no entre nadie. Vendrá una persona a recoger el cuerpo para que lo examine el cirujano designado por el juez de instrucción.
Ese sí que iba a tener una mañana bastante movidita, pensó Hawkwood con ironía, entre éste y el muerto del cementerio.
Se volvió hacia el boticario.
—Condúzcame hasta Grubb.
Locke asintió y lo hizo pasar al corredor, sintiéndose claramente aliviado de poder dejar atrás la celda y su macabro contenido.
El viejo celador estaba en su habitación, acurrucado en una silla, con una manta tapándole las piernas. En una mesa junto a él había un cuenco con caldo y un pedazo de pan con aspecto pringoso. Tenía la cara pálida y demacrada, y miraba con aprehensión a su visitante mientras Locke hacía las presentaciones.
Las manos del celador temblaban al relatar con voz vacilante los sucesos de la noche anterior, confirmando que no había notado nada fuera de lo normal cuando había ido a buscar al pastor.
—¿No le vio la cara? —preguntó Hawkwood.
Grubb negó con la cabeza.
—Bien no. Ya se había puesto el sombrero y la bufanda cuando le abrí para que saliera de la habitación. Le eché un vistazo mientras le acompañaba a la puerta, pero me pilló y se subió la bufanda. ¡Como que hacía una noche de perros!
—¿Dijo algo?
Grubb se quedó pensativo. Le subía y le bajaba el pecho. La respiración le silbaba jadeante en la garganta.
—Le dijo adiós al coronel cuando le abrí para que saliera.
—Pero el coronel no contestó —replicó Hawkwood—, ¿cierto?
Grubb negó con la cabeza.
—Creo que les oí charlar antes de abrir la puerta con la llave, pero no entendí lo que decían.
Hawkwood oyó a Locke ahogar una exclamación y le lanzó al boticario una mirada de advertencia. Hawkwood sabía que parte del plan del coronel era hablar consigo mismo para que quien estuviera tras la puerta pensara que los dos ocupantes de la habitación estaban vivos. De igual modo, haciéndose pasar por el párroco y deteniéndose en el umbral para darle las buenas noches a su anfitrión oculto, había engañado a Grubb haciéndole creer que el coronel había respondido a su despedida, quizá con un asentimiento de cabeza o un gesto con la mano.
—¿Dijo algo más?
—Me dio las buenas noches cuando le abrí la puerta principal. Le ofrecí acompañarlo hasta la cancela pero me dijo que podía ir solo.
No cabía duda de que el hombre tenía coraje, pensó Hawkwood. Había sido una simple artimaña. Se había aprovechado de la senectud del guardián, probablemente medio sordo y con una vista en progresivo deterioro, y de que a aquella hora de la noche el pasillo estaría casi en penumbra, iluminado tan solo por la mortecina luz de una vela. Como plan de escape, estaba sorprendentemente bien ejecutado. La lluvia había sido una ventaja añadida.
Hawkwood advirtió que Grubb se estaba cansando. Los ojos del celador reflejaban una mirada vacía y su respiración era cada vez más dificultosa e irregular. Con una inclinación de cabeza le indicó a Locke que había llegado la hora de marcharse. El boticario se inclinó y le subió la manta al celador hasta cubrirle la cintura.
—Tenemos que hablar, doctor —anunció Hawkwood cuando volvieron al pasillo—. Creo que es hora de que me lo cuente todo sobre el coronel Hyde.
El boticario respiró hondo como para recomponer sus pensamientos.
—Dígame la verdad ¿ha visto alguna vez
algo
así?
—No —admitió Hawkwood. «Nadie ha visto nada igual».
Cierto era que había investigado muertes y numerosas víctimas de asesinatos, generalmente producto de broncas entre borrachos, robos que habían acabado mal, o pleitos familiares que se habían ido de la mano; incluso crímenes pasionales, pero esto era diferente, era una experiencia nueva. No era tanto el tipo de muerte sino la mutilación de la víctima lo que diferenciaba este crimen de los demás. La extirpación de la cara del párroco no había sido el resultado de un ataque sanguinario y desesperado. Le habían arrancado la piel con gran precisión. Como si se tratara de una máscara, había dicho el boticario. Eso era efectivamente lo que había ocurrido: se la habían quitado específica y deliberadamente con el propósito de ayudar al coronel a salir del hospital; lo cual indicaba que la huida no había sido un acto espontáneo, sino la culminación de una estrategia muy bien tramada. Y Hawkwood sabía que aquello abría un mar de posibilidades, todas ellas igualmente desagradables.
—¿Por qué estaba el coronel aquí? —preguntó Hawkwood.
Habían regresado al despacho del boticario. Locke se había sentado en su escritorio. Hawkwood permanecía de pie junto a la ventana. Afortunadamente no había barrotes ni ilustraciones de ningún tipo en la pared. Incluso la vista del pisoteado campo de Moor Fields era todo un consuelo después de la claustrofóbica celda del coronel.
El rostro del boticario se ensombreció.
—Los combatientes sobreviven al campo de batalla con muchas cicatrices, no todas provocadas por lesiones corporales. Hay otro tipo de heridas que dejan secuelas más profundas. El efecto de la guerra en la mente humana es un concepto fascinante que me ha tenido ocupado durante bastante tiempo. No es un interés compartido por la mayoría de mis colegas, a pesar de que el número de pobres almas internadas en sanatorios por la oficina de Transporte y la de Enfermos y Heridos de la Armada se incrementa cada año.
El boticario hizo una pausa y después añadió:
—¿Estaría en lo cierto si afirmara que tiene conocimiento directo de estos asuntos? Cuando nos vimos por primera vez se me antojó que tenía usted aspecto de tenerlo: esa cicatriz bajo el ojo, por ejemplo, y la inconfundible marca de una quemadura de pólvora que lleva grabada sobre la mejilla derecha. ¿Era usted militar? ¿Del ejército quizá? ¿Me equivoco?
Hawkwood miró fijamente a su inquisidor. La marca de la quemadura era uno de los legados que les quedaba en herencia a la mayoría de los mosqueteros y fusileros; un rito de paso causado por la deflagración de la pólvora al impactar en la cara en el momento de descargar el arma.
—Fui soldado —dijo Hawkwood.
—¿Puedo preguntarle en qué regimiento?
—En el
95.
—¡Los fusileros! He oído magníficas historias de sus hazañas —Locke ladeó la cabeza y asintió pensativo—. Aunque sospecho que no era un soldado raso. ¿Era un oficial? ¿Tenía hombres a su mando en las contiendas?
—Sí.
—¿Y vio morir a muchos de sus compañeros?
—A demasiados —admitió Hawkwood con sinceridad.
—Así pues, usted conoce la naturaleza de la guerra y sus horrores —se trataba de una afirmación, no de una pregunta.
Hawkwood pensó en las veces que se había despertado en plena noche, bañado en sudor, con olor a muerte en las fosas nasales, y los gritos de los hombres y el estruendo del fuego de cañón zumbándole en los oídos; el sonido era tan real que creía haber vuelto a un pasado de sangre, barro y llamas.
La guerra no era algo glorioso a pesar del boato, el colorido de los uniformes, los pífanos y los tambores. La guerra, sin excepción alguna, no era más que una especie de infierno en la tierra. Tenía momentos de valentía extraordinaria y triunfos embriagadores, dulces como el sabor de la miel en los labios, pero ante todo era miedo, un miedo descomunal, que revuelve las tripas y afloja las piernas. Miedo de que te maten, te hieran o te dejen lisiado; miedo de que tus compañeros crean que eres un mísero cobarde; miedo de morir solo en la inhóspita ladera de un cerro extranjero olvidado de Dios sin tener a nadie en tu país que llore tu muerte. Ese era el verdadero horror. Esa era la verdad de la guerra.
No tenía los sueños desde hacía tiempo, pero eso no significaba que no estuvieran ahí, acechando para aparecerse a su antojo, como demonios en la oscuridad»—Le pido disculpas —dijo Locke. Sus ojos, tras las lentes, lanzaron un destello de perspicacia—. No era mi intención remover recuerdos desagradables. En respuesta a su pregunta, el coronel Hyde ingresó en el hospital hace algo más de dos años. Según el doctor Monro, el ingreso del coronel no fue debido a la manía, como podría usted suponer, sino a un estado agudo de melancolía.
—¿Melancolía?
—En efecto. Me figuro que habrá visto las tallas que hay encima de la entrada —Hawkwood recordó las dos figuras desnudas de piedra y asintió—. Se las conoce como la Locura de la Manía y la Melancolía. Estoy seguro de que puede adivinar cuál es cuál. —Hawkwood no dijo nada. Se estaba acordando de las esposas y del grito ahogado. Locke prosiguió—: Hubo un tiempo en se pensaba que el diagnóstico era así de sencillo: si el paciente no mostraba signos evidentes de padecer una de ellas, inevitablemente era víctima de la otra. Sin embargo, como habrá podido deducir de mi explicación, no es así de simple. La melancolía se presenta de muchas formas diferentes. Tenemos el ejemplo de los desdichados encerrados entre estas paredes. Por cada diez pacientes enfermos por los efectos de la bebida y la intoxicación, podría mostrarle veinte que padecen exceso de celos. Por cada quince afligidos por la religión y el metodismo, puedo listarle treinta cuyas mentes han quedado trastornadas por la sífilis o la viruela. El orgullo, el miedo, la fiebre, incluso el amor; las causas de la demencia (la melancolía en concreto) son numerosas, agente Hawkwood. Pero la más común de todas ellas con diferencia son la desgracia, los problemas, las decepciones y la pena.