Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—El Reservoir —intervino Pendergast, avanzando un paso— está infestado de estas peligrosas plantas. Es la especie que Mbwun necesitaba para vivir, la planta de la que Kawakita extraía su droga. Y está granando. —Arrojó sobre la mesa la planta lodosa que llevaba al hombro—. Ahí la tiene. Llena a rebosar de esmalte. Ahora sabemos dónde la cultivaban.
—¿Qué demonios hace? —protestó Horlocker—. ¡Quite esa mierda de mi mesa!
—Eh, D'Agosta —dijo Waxie—, hace un rato nos has convencido de que debíamos sacar a esos monstruos verdes tuyos de las cloacas, y eso nos proponemos. ¿Qué pasa? ¿Ahora quieres echarte atrás? Pues ni hablar.
D'Agosta contempló con repugnancia la sudorosa papada de Waxie.
—Pedazo de gilipollas —respondió—. Para empezar, la idea de desaguar el Reservoir ha sido tuya.
—Mucho cuidado…
—Caballeros, por favor —terció Pendergast, levantando las manos. Se volvió hacia Horlocker—. Tendremos reproches de sobra que hacernos en otro momento. Ahora el problema más urgente es que cuando esas semillas entren en contacto con el agua salada, se activará el retrovirus portador de la droga. —Sus labios se contrajeron por un instante— Los experimentos de la doctora Green han demostrado que la droga afecta a muy diversas formas de vida, desde organismos unicelulares hasta el hombre, pasando por toda la cadena alimentaria. ¿Querría usted cargar con la responsabilidad de un cataclismo ecológico a nivel mundial?
—Eso no son más que… —empezó a balbucear Waxie.
Horlocker le apoyó una mano en el brazo y echó un vistazo a la enorme planta que empapaba los papeles esparcidos sobre la mesa de mando.
—A mí no me parece tan peligrosa —dijo.
—No existe la menor duda de que es una
Liliceae mbwunensis
—intervino Margo—. Y contiene una versión manipulada genéticamente del retrovirus de Mbwun.
Horlocker miró a Margo y luego contempló de nuevo la planta.
—Comprendo su incertidumbre —dijo Pendergast con calma—. Han ocurrido muchas cosas desde la reunión de esta mañana. Sólo le pido veinticuatro horas. En ese tiempo la doctora Green realizará las pruebas necesarias. Le demostraremos que esa planta alberga la droga, y que el retrovirus, en contacto con el agua salada, invadiría el ecosistema. Sé que es así; pero si estamos equivocados, me retiraré del caso y podrá usted desaguar el Reservoir cuando quiera.
—Debería haberse retirado ya el primer día —repuso Waxie con desdén—. Usted es del FBI. No tiene jurisdicción sobre esto.
—Ahora que sabemos que existe un delito de fabricación y distribución de droga, la investigación podría pasar a manos del FBI —contestó Pendergast sin inmutarse—. Y de manera inmediata. ¿Eso es lo que quiere?
—Un momento —saltó Horlocker, lanzando una fría mirada a Waxie—. No hay necesidad de llegar a ese extremo. Pero ¿por qué no echamos una buena cantidad de herbicida?
—En este momento no se me ocurre ningún herbicida capaz de matar a todas las plantas sin poner en peligro a los millones de habitantes de Manhattan que consumen ese agua —contestó Pendergast—. ¿Conoce usted alguno, doctora Green?
—Sólo el thyoxin —dijo Margo pensativamente—. Pero tardaría veinticuatro horas, quizá cuarenta y ocho, en matarlas. Es un herbicida de acción lenta.
Margo frunció el entrecejo. Thyoxin, pensó. Yo he oído esa palabra recientemente, estoy segura. Pero ¿dónde? De pronto lo recordó: era una de las palabras que aparecían en las notas fragmentarias del cuaderno quemado de Kawakita.
—Bien, en todo caso será mejor que lo echemos. —Horlocker alzó la vista en un gesto de desesperación—. Tendré que avisar a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. ¡Dios, esto se está convirtiendo en un lío de mil demonios!
Margo vio que Horlocker se volvía hacia el hombre de aspecto asustado que trabajaba en el ordenador cercano, encorvado todavía ante el monitor con exagerada concentración.
—¡Stan!
El hombre se sobresaltó.
—Stan, mejor será que suspenda la secuencia de desagüe —dijo Horlocker con un suspiro—. Al menos hasta que aclaremos este asunto. Waxie, póngase en contacto con Masters. Dígale que continúe con el desalojo de los túneles, pero adviértale que deberemos tener a los mendigos apartados de la circulación otras veinticuatro horas más.
Margo vio que el hombre sentado ante el ordenador palidecía.
Horlocker lo miró de nuevo y preguntó:
—¿Me ha oído, Duffy?
—No puedo suspenderla —contestó el hombre llamado Duffy con voz casi inaudible.
Se produjo un silencio.
—¿Cómo? —preguntó Pendergast.
Al ver la expresión en el rostro de Pendergast, Margo sintió una punzada de miedo. Ella había supuesto que el problema se reducía a convencer a Horlocker.
—¿Qué quiere decir con eso? —prorrumpió Horlocker—. Vaya al ordenador e introduzca la orden.
—No funciona así —respondió Duffy—. Como le expliqué al capitán Waxie, una vez iniciada la secuencia el sistema se alimenta por gravedad. Toneladas de agua vienen en este momento hacia aquí. Los dispositivos hidráulicos son todos automáticos y…
Horlocker dio un puñetazo en la mesa.
—¿De qué demonios me habla?
—No puedo detener el proceso con el ordenador —contestó Duffy con voz entrecortada.
—A mí no me había dicho nada de eso —gimoteó Waxie—. Lo juro…
Horlocker lo obligó a callar con una mirada feroz. Bajando la voz, se dirigió de nuevo al ingeniero.
—No quiero saber lo que
no
puede hacer. Sólo dígame qué
puede
hacer.
—Bueno —masculló Duffy—, alguien podría acceder al desagüe principal desde debajo del Reservoir y cerrar las válvulas manualmente. Pero sería una operación arriesgada. Dudo que los mecanismos manuales de esas válvulas se hayan utilizado desde que se automatizó el sistema. De eso hace al menos doce años. En cuanto al caudal de entrada, es imposible detenerlo. Millones de litros de agua bajan hacia aquí desde las montañas a través de tuberías de dos metros y medio de diámetro. Aunque consigamos cerrar esas válvulas a mano, no hay manera de detener el agua. Cuando entre en el Reservoir desde el norte, subirá el nivel. El agua se desbordará en el Central Park y…
—Da igual que el parque se convierta en un lago. Llévese a Waxie y tantos hombres como necesite y hágalo.
—Pero, señor—dijo Waxie con los ojos desorbitados—, creo que sería mejor… —Su voz se fue apagando.
Duffy movía nerviosamente las manos.
—Es muy difícil acceder a esos mecanismos —balbuceó—. Están justo debajo del Reservoir, suspendidos bajo el sistema de válvulas, y sale mucha agua. Alguien podría resultar herido…
—Duffy —lo interrumpió Horlocker—, lárguese de aquí ahora mismo y cierre esas válvulas. ¿Entendido?
—Sí —respondió Duffy, lívido.
Horlocker se volvió hacia Waxie.
—Usted puso esto en marcha, y usted lo detendrá. ¿Alguna pregunta?
—Sí, señor —contestó Waxie.
—¿Qué?
—Quería decir no, señor.
Se produjo un silencio. Nadie se movió.
—¿A qué esperan, pues? —bramó Horlocker.
Margo se hizo a un lado para dejar pasar a Waxie cuando éste, de mala gana, se puso en pie y siguió a Duffy hacia la puerta.
La entrada del Whine Cellar —uno de los muchos sótanos rehabilitados como locales nocturnos que habían aparecido por todo Manhattan en el último año— era poco más que una estrecha puerta art déco, colocada como por casualidad en el ángulo inferior izquierdo de la fachada de la Hampshire House. Desde su privilegiaba posición junto a la entrada, Smithback veía un mar de cabezas que se extendía a uno y otro lado de la avenida, sobresaliendo sólo las copas de los ginkgos alineados ante el Central Park. Muchos de los manifestantes mantenían la vista baja en reverente silencio; otros —en su mayoría jóvenes con camisas blancas arremangadas y corbatas aflojadas— bebían cerveza y chocaban las palmas de las manos unos con otros. En la segunda fila, una muchacha sostenía en alto una pancarta que rezaba: PAMELA, NUNCA TE OLVIDAREMOS; una lágrima resbalaba lentamente por su mejilla. Smithback no pudo menos que notar que en la otra mano llevaba un ejemplar del
Post
con su reciente artículo. Cuando la gente de las primeras filas calló, Smithback oyó claramente los gritos de los manifestantes, mezclados con las advertencias de la policía a través de los megáfonos —cada vez más lejanas—, los ululatos de las sirenas y los bocinazos de los coches.
Junto a él, la señora Wisher colocó una vela ante un gran retrato de su hija. Tenía el pulso firme, pero la llama oscilaba incesantemente agitada por la fresca brisa nocturna. El silencio se hizo más profundo cuando se arrodilló para orar. Al cabo de un momento volvió a ponerse en pie y se aproximó a un alto montón de flores, permitiendo a varios amigos adelantarse por turno y depositar sus velas junto a la de ella. Pasaron los minutos. Finalmente la señora Wisher dirigió una última mirada a la fotografía, ahora rodeada de velas. Por un instante pareció tambalearse, y Smithback se apresuró a cogerla del brazo. Ella lo miró, como si de pronto hubiese olvidado sus propósitos. Sin embargo la mirada distante desapareció de sus ojos; dio a Smithback un fuerte apretón en el brazo, casi doloroso, y se soltó de él para volverse hacia la multitud.
—Quiero expresar mi dolor —dijo con voz clara— a todas las madres que han perdido a sus hijos a causa de la delincuencia, de los asesinatos, de la enfermedad que se ha apoderado de esta ciudad y este país. Eso es todo.
Varias cámaras de televisión habían conseguido abrirse paso hasta la primera fila; pero la señora Wisher se limitó a alzar la cabeza en actitud desafiante.
—¡A Central Park West! —anunció a voz en grito—. ¡Y al Great Lawn!
Smithback permaneció cerca de ella mientras la muchedumbre reanudaba la marcha hacia el oeste, impulsada por su propio motor interno. Pese a la abundante bebida que corría entre los manifestantes de menor edad, todo parecía bajo control. Casi parecía que la multitud fuese consciente de estar participando en un acontecimiento memorable. Cruzaron la Séptima Avenida. Casi hasta donde la vista alcanzaba, se divisaban varias filas ininterrumpidas de luces rojas de freno. El sonido de los silbatos y megáfonos de la policía era ahora un continuo gemido, un monótono ruido de fondo procedente de todas direcciones. Smithback se rezagó por un momento para consultar el programa de la manifestación publicado por el
Post.
Se cumplía el horario previsto. Quedaban tres paradas más, todas en Central Park West. Luego entrarían en el parque para la oración final de medianoche.
Cuando rodeaban Columbus Circle, Smithback echó un vistazo hacia Broadway, una ancha brecha gris entre las apretadas filas de edificios. Allí la policía había actuado más deprisa, y la calle estaba cortada y desierta hasta Times Square, ofreciendo un aspecto extraño sin tráfico, reflejándose la luz de incontables farolas sobre el pavimento. Unos cuantos agentes y coches patrulla controlaban el acceso a la calle en el otro extremo; probablemente el resto de la policía seguía movilizado, en un esfuerzo por organizar la circulación e impedir que se sumasen más manifestantes a la marcha. Smithback movió la cabeza en un gesto de asombro, pensando que una mujer diminuta había conseguido paralizar casi por completo el centro de la ciudad. Después de aquello no podían desoír las quejas de la señora Wisher. Y por esa misma razón tampoco podían pasar por alto sus artículos. Lo tenía ya todo planeado. Primero, un artículo en profundidad sobre el acontecimiento, escrito literalmente a la derecha de la señora Wisher, pero por supuesto con su particular enfoque. Luego una serie de perfiles, entrevistas y notas de elogio, con vistas ya al futuro libro. Fácilmente sacaría medio millón de pavos en concepto de derechos por la edición en tapa dura, quizá el doble por la edición en rústica, y eso sólo por las ventas nacionales; si sumaba los derechos de publicación en otros países, que ascenderían al menos a…
Sus cálculos se vieron de pronto interrumpidos por un extraño ruido. Desapareció y volvió a oírse al cabo de un momento, tan grave que parecía más una vibración que un sonido. Smithback notó que alrededor el rumor de las voces perdía intensidad; por lo visto, otros lo habían oído también. De repente en Broadway, a unas dos manzanas de allí, una tapa de alcantarilla se elevó sobre el asfalto y cayó a un lado. Una nube de vapor ascendió hacia el cielo e instantes después salió un hombre increíblemente sucio, estornudando y tosiendo a la luz de las farolas, sus inmundos harapos agitándose en torno a sus miembros. Por un momento Smithback pensó que era el Artillero, el individuo de aspecto abstraído que lo había guiado hasta Mephisto. Al cabo de unos segundos surgió otro hombre de la boca de alcantarilla, sangrando profusamente por un corte abierto en la sien. Lo siguió un tercero, y un cuarto.
Smithback oyó junto a él una profunda inhalación. Al volverse, vio que la señora Wisher caminaba con paso vacilante. De inmediato se aproximó a ella.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella casi en un susurro.
Súbitamente saltó otra tapa de alcantarilla más cerca de los manifestantes, y varias figuras demacradas treparon al exterior, tosiendo y desorientadas. Smithback observó estupefacto al andrajoso grupo, incapaz de adivinar la edad o ni siquiera el sexo de ninguno de ellos bajo el pelo pegoteado y la suciedad incrustada. Algunos blandían trozos de tubería o varillas de acero; otros, bates o porras rotas de policía. Uno llevaba en la cabeza algo que parecía una gorra nueva de policía. Los manifestantes más próximos a Broadway se habían detenido y contemplaban el espectáculo. Smithback oyó un nuevo rumor entre la multitud que lo rodeaba: murmullos de preocupación por parte de las personas de mayor edad y mejor vestidas; silbidos y abucheos procedentes de los jóvenes radicales y los oficinistas. Una neblina verde emanó de la estación de metro de la línea IRT, y más mendigos subieron atropelladamente por la escalera. A medida que salía más gente de las bocas de alcantarilla y el metro, fue formándose un andrajoso ejército, y en sus rostros el inicial desconcierto dio paso a una manifiesta hostilidad.
Uno de los harapientos se acercó y dirigió una mirada furiosa a la primera fila de manifestantes. Abrió la boca y prorrumpió en un inarticulado rugido de rabia y frustración, alzando una varilla de acero sobre la cabeza como si fuese un bastón.