Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—¡Hable, Alfa! —Donovan se volvió hacia Snow—. Aún se recibe por este canal. ¡Comandante, aquí Delta! ¡Conteste!
Se oyó un borboteo de estática, después algo parecido a un chapoteo en el barro, y más estática.
Donovan intentó en vano ajustar la frecuencia. Miró a Snow.
—Vamos —dijo, preparando su arma.
—¿Adónde? —preguntó Snow con la boca áspera como el papel de lija a causa del miedo.
—Aún tenemos que colocar las cargas de Gamma.
—¿Está loco? —susurró Snow con furia—. ¿Es que no ha oído eso? Tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo.
Donovan le lanzó una severa mirada.
—Amigo, vamos a colocar las cargas de Gamma. —En su voz, aunque serena, se advertía una inquebrantable determinación, quizá incluso una tácita amenaza—. Vamos a completar la operación.
Snow tragó saliva.
—Pero ¿y el comandante?
Donovan no apartaba la vista de él.
—Primero terminamos la operación —repitió.
Snow comprendió que no servía de nada discutir. Agarrando con firmeza el M-16, siguió a Donovan en la oscuridad. Poco más adelante había un recodo en el túnel, y un resplandor trémulo procedente del otro lado se reflejaba en la pared de ladrillo.
—Tenga el fusil a punto —advirtió Donovan en un susurro.
Snow dobló con cautela el recodo y paró en seco. El túnel terminaba allí mismo. En la pared del fondo, una escalerilla de hierro ascendía hacia la boca de una gran tubería vertical.
—¡Dios santo! —gimió Donovan.
En un rincón, entre la inmundicia, crepitaba una única bengala, iluminando tenuemente el espacio. Snow miró alrededor con desesperación, absorto en los aterradores detalles. Numerosas marcas de balazos salpicaban las paredes. En una de ellas había saltado parte del paramento, quedando los contornos del orificio quemados y ennegrecidos. Dos formas oscuras yacían desmadejadas en el barro junto a la bengala, las mochilas y armas desperdigadas alrededor. Restos de cordita flotaban en el aire quieto.
Donovan se había acercado ya a la figura más cercana, como para despertarla. Pero retrocedió de inmediato, y Snow, al observar al hombre caído, vio que tenía el traje de neopreno rasgado desde el cuello hasta la cintura, y un sanguinolento muñón donde había estado la cabeza.
—Y Campion también —dijo Donovan consternado, mirando al otro cadáver—. Dios, ¿quién puede haber hecho esto?
Snow cerró los ojos y respiró entrecortadamente, intentando mantener un mínimo control.
—Quienquiera que haya sido, debe de haberse marchado por ahí —añadió Donovan, señalando la tubería del techo—. Snow, coja esa bolsa de cargadores.
Snow se agachó y cogió la bolsa. Casi se le resbaló, vio que estaba cubierta de sangre y sustancia blanca.
—Colocaré las cargas aquí —explicó Donovan mientras extraía bloques de C-4 de su propia mochila—. Cubra la salida.
Alzando el cañón del fusil, Snow volvió la espalda a Donovan y permaneció atento al recodo del túnel, que aparecía y desaparecía ante sus ojos en el parpadeante resplandor de la bengala casi apagada. A través del equipo de comunicaciones oyó un susurro de estática, ¿o era quizá el ruido de algo pesado arrastrado por el barro? ¿Era un débil y húmedo balbuceo lo que oía bajo los chirridos y chasquidos eléctricos?
La comunicación volvió a cortarse. De reojo vio a Donovan acoplar el temporizador al explosivo y fijar la hora.
—Veintitrés horas cincuenta y cinco minutos —dijo—. Eso nos deja casi media hora para buscar al comandante y largarnos de aquí. —Se inclinó y quitó las placas de identificación de los cuellos sin cabeza de sus dos compañeros muertos. Cogiendo su arma y guardándose las placas en el chaleco de goma, añadió—: Vámonos.
Cuando empezaban a avanzar, Snow oyó un repentino golpeteo y algo parecido a una tos. Al volverse, vio varias figuras que bajaban por la tubería y saltaban al barro junto a los soldados muertos. Con una extraña sensación de irrealidad, Snow advirtió que iban encapuchadas y envueltas en capas.
—¡Vámonos! —exclamó Donovan, y echó a correr hacia el recodo del túnel.
Snow lo siguió, impulsado por el pánico. Se alejaron de la horrible escena por el viejo túnel de ladrillo. Cuando doblaban el recodo, Donovan resbaló y cayó, rodando en la densa oscuridad.
—¡Opongamos resistencia! —gritó, alzando el fusil y encendiendo simultáneamente una bengala.
Snow se volvió. Las figuras avanzaban hacia ellos, corriendo agachadas y con paso extrañamente firme. El intenso brillo de la bengala pareció detenerlas por un momento. Luego siguieron adelante. Se advertía en sus movimientos algo animal que helaba la sangre. Desplazó el dedo índice bajo el cañón del fusil, buscando el guardamonte. Un zumbido ensordecedor sonó junto a él, y comprendió que Donovan había disparado el lanzagranadas. Se produjo un fogonazo y al instante el túnel se sacudió con el estallido. El M-16 se agitó en las manos de Snow, y se dio cuenta de que también él había abierto fuego, rociando el túnel de balas. Se apresuró a retirar el dedo del gatillo. Otra figura dobló el recodo y surgió entre el humo de la granada, colocándose en la línea de tiro de Snow. Apuntó y apretó el gatillo. La figura echó atrás la cabeza, y por una décima de segundo Snow captó la imagen de un rostro increíblemente arrugado y nudoso, sus facciones ocultas bajo grandes pliegues de piel. Se oyó otro zumbido, y la horrenda imagen desapareció entre las llamas y el humo de la segunda granada de Donovan.
Snow siguió apretando el gatillo con el cargador vacío. Retiró el dedo, expulsó el cargador gastado y encajó otro. Aguardaron en posición de fuego. Los ecos se desvanecieron gradualmente. Ninguna otra figura salió del humo y las sombras.
Donovan respiró hondo.
—Volvamos al punto de encuentro —dijo.
Se dieron media vuelta y avanzaron por el túnel. Donovan encendió su linterna, y un delgado haz de luz roja perforó la oscuridad. Snow, con la respiración entrecortada, tragó saliva. Más adelante, a corta distancia, se hallaba Tres Puntos, y el equipo, y la salida. Descubrió que no dejaba de pensar en sus siguientes acciones, concentrándose sólo en salir del túnel, en llegar a la superficie, porque de lo contrario habría recordado las horribles figuras que los habían atacado, y eso habría supuesto…
De pronto chocó contra la espalda de Donovan. Tambaleándose, miró alrededor, intentando averiguar por qué se había detenido de pronto.
Entonces vio frente a ellos, en el haz de la linterna, un grupo de aquellas mismas criaturas, diez, quizá doce, inmóviles en la densa atmósfera del túnel de desagüe.
Varias sostenían objetos, objetos que pendían al parecer de gran número de apretados hilos. Con una mezcla de terror y fascinación, miró atentamente. En el acto desvió la mirada.
—¡Santo cielo! —susurró—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Abrirnos paso —respondió Donovan con serenidad, alzando el cañón de su arma.
Margo se llevó la mascarilla de oxígeno a la boca y respiró hondo. Luego se la pasó a Smithback. El oxígeno despejaba de inmediato la cabeza. Miró alrededor. Al frente del grupo, Pendergast ponía bloques de explosivo plástico en la base de una escotilla abierta. Cada vez que extraía una carga de la bolsa y la colocaba en su lugar correspondiente, se elevaba del suelo una nube de polvo y esporas de hongos que ocultaban momentáneamente su rostro. Detrás de ella se hallaba D'Agosta, con el arma a punto. Mephisto permanecía a un lado, inmóvil y en silencio, sus ojos ascuas rojas en la oscuridad.
Pendergast hundió los detonadores en el C-4 y fijó la hora con cuidado, consultando simultáneamente su reloj. Por fin recogió la bolsa y se puso en pie con sigilo, indicando que debían continuar hasta la siguiente posición. Desde los círculos de sus gafas de visión nocturna hasta el mentón, su cara era una máscara de fino polvo gris. Su traje negro, por lo general impecable, estaba desgarrado y manchado de barro. En otras circunstancias, su aspecto le habría parecido ridículo a Margo, pero en ese momento no estaba de humor para bromas.
El aire estaba tan viciado que Margo inconscientemente se tapó la nariz y la boca con la mano. Respiró de nuevo por la mascarilla.
—No acapares ese oxígeno —susurró Smithback. Esbozó una débil sonrisa, pero su mirada siguió sombría y distante.
Avanzaron por el estrecho pasadizo, Margo guiando a Smithback en la oscuridad. Cada tres metros aproximadamente, sobresalían del techo grandes pernos de hierro. Al cabo de un par de minutos, volvieron a detenerse mientras Pendergast consultaba los planos. Finalmente sacó unas cargas de la bolsa, que ahora sostenía Margo, y las colocó en un hueco cercano al techo.
—Muy bien —dijo—. Otra serie más, y podemos volver a la superficie. Tendremos que salir deprisa.
Reanudó la marcha por el pasadizo y unos metros más adelante se detuvo en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó Margo, pero Pendergast alzó una mano para hacerla callar.
—¿Ha oído eso? —susurró por fin.
Margo escuchó atentamente, pero no oyó nada. La atmósfera cerrada y fétida era tan densa como el algodón y sofocaba cualquier sonido. Pero de pronto algo llegó a sus oídos: un sonido retumbante, como un eco de truenos a gran profundidad bajo sus pies.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—No estoy seguro —murmuró Pendergast.
—¿No estará detonando sus cargas el equipo de la Compañía de Operaciones Especiales?
Pendergast negó con la cabeza.
—No suena con tanta potencia como para ser explosivo plástico. Además, aún es pronto.
Pendergast aguzó el oído con expresión ceñuda y, haciendo una seña al resto del grupo, continuó avanzando. Margo lo siguió de cerca, previniendo a Smithback de las subidas y bajadas del pasadizo en su absurdo recorrido a través de la piedra. Se preguntó quién habría construido aquel pasadizo, quizá a cuarenta pisos bajo las calles de Manhattan. Se imaginó a sí misma caminando por Park Avenue, pero el pavimento era sólo una delgada piel de asfalto que cubría una inmensa red de pozos, túneles, galerías y pasillos abiertos en la tierra a gran profundidad, como un avispero infestado de…
Sacudió la cabeza con vehemencia y volvió a respirar oxígeno. Cuando se le aclaró la mente, se dio cuenta de que el ahogado sonido seguía llegando de algún lugar bajo sus pies. Sin embargo ahora era distinto. Tenía una cadencia, como el ronroneo de un motor, ascendiendo y descendiendo.
Pendergast se detuvo de nuevo.
—Hablen sólo en susurros. ¿Entendido? Vincent, tenga el flash a punto.
Enfrente, el túnel terminaba en una gran plancha de hierro remachada. En medio de la pared de metal se abría una única puerta. Pendergast la cruzó con el lanzallamas preparado. La punta llameante osciló, trazando una estela de luz en las gafas de Margo. Al cabo de un momento, Pendergast se asomó a la puerta y les indicó que lo siguiesen.
Cuando entró en el espacio cerrado, Margo se dio cuenta de que el sonido que retumbaba bajo sus pies era un redoble de tambores, mezclado con un canto grave y bisbiseante.
D'Agosta tropezó con Margo al entrar en el compartimiento, y ella saltó adelante con una brusca inhalación de aire. En una de las paredes vio viejos instrumentos y palancas de bronce, con polvo y verdín incrustados en los cuadrantes rotos. En un rincón había un enorme cabrestante y varios generadores oxidados.
Pendergast se dirigió rápidamente al centro de la cámara y se arrodilló junto a una gran trampilla de metal.
—Esto es la sala central de conmutación de los túneles Astor. Si no me equivoco, nos encontramos justo encima del Pabellón de Cristal, en su día la sala de espera privada del hotel Knickerbocker. Desde aquí debería verse el pabellón.
Aguardó hasta que el grupo quedó en absoluto silencio. Entonces descorrió los corroídos fiadores de la trampilla y la deslizó a un lado con sumo cuidado. Margo vio salir un parpadeante resplandor y percibió con mayor claridad el olor a cabra, aquel conocido tufo que impregnaba sus pesadillas. El sonido de los tambores y el ahogado canto aumentaron de volumen. Pendergast se asomó, y el tenue resplandor del Pabellón de Cristal se reflejó trémulamente en su cara. Observó por un largo momento y luego retrocedió despacio.
—Vincent —dijo—, quizá debería echar un vistazo.
D'Agosta se acercó, se levantó las gafas y se inclinó sobre el agujero. En la débil luz, Margo vio brillar gotas de sudor en su frente, y advirtió que echaba mano inconscientemente a la culata de su arma. Se apartó del agujero en silencio.
Margo notó entonces que Smithback se adelantaba. Miró casi sin pestañear, respirando ruidosamente por la nariz.
—¡Vaya, el plumífero se excita! —susurró Mephisto con tono sarcástico.
Pero, por lo que Margo veía, Smithback no parecía disfrutar de la visión. Empezaron a temblarle las manos, primero ligeramente, luego de manera casi incontrolable. Con una expresión de horror fija en el rostro, permitió que D'Agosta lo alejase de la trampilla.
Pendergast hizo una seña a Margo.
—Doctora Green, me gustaría conocer su opinión.
Margo se arrodilló junto al agujero, se levantó las gafas y se asomó al cavernoso espacio. Por unos segundos, su mente fue incapaz de abarcar la imagen que se extendía bajo ella. Se encontró mirando el centro del vasto espacio a través de los destrozados restos de una araña de cristal. Distinguió las ruinas de lo que en otro tiempo había sido una sala de gran elegancia: columnas dóricas, murales gigantescos y cortinas de terciopelo en marcado contraste con el barro y la inmundicia que cubría las paredes. Justo debajo, entre los brazos resquebrajados de la araña y los fragmentos de cristal, vio la cabaña de cráneos que había descrito Pendergast. Al menos un centenar de figuras encapuchadas dispuestas en irregulares filas se balanceaba frente a la cabaña, golpeando el suelo con los pies y entonando aquel canto apagado e ininteligible. A lo lejos, seguía el monótono tamborileo. Entretanto afluían sin cesar otras figuras, que ocupaban sus puestos y se unían al canto. Margo contempló la escena atentamente, parpadeó y volvió a mirar con una mezcla de horror y fascinación. No cabía la menor duda: eran los rugosos.
—Parece un ritual —murmuró Margo.
—Así es —respondió Pendergast junto a ella—. Obviamente ésta es la otra razón por la que nunca se producían asesinatos en noches de luna llena. El ritual sigue realizándose. La cuestión es quién o qué lo dirige ahora que Kawakita está muerto.