Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Horlocker calló de nuevo para escuchar. Con el rabillo del ojo, Margo vio a Pendergast sentado en el borde de una silla, apoyado contra una unidad de radio móvil, al parecer absorto en la lectura de un ejemplar del periódico
Policeman's Gazette.
—Control antidisturbios, gases lacrimógenos, me importa un carajo el método que… ¿Los manifestantes? ¿Cómo que están luchando con los manifestantes? —Apartó la radio, la observó con incredulidad y volvió a acercársela al oído—. No, por Dios, no use el gas cerca de los manifestantes. Mire, tenemos a la Veinte y la Veintidós bajo tierra; la Veintiuno está en los puestos de control; la parte alta se encuentra… En fin, déjelo. Dígale a Perillo que convoque a todos los subjefes a una reunión relámpago dentro de cinco minutos. Haga venir gente de fuera de Manhattan, movilice a los agentes que no están de servicio, traiga guardia urbana, lo que sea. Necesitamos más hombres en ese punto, ¿me ha oído?
Cortó la comunicación con un golpe furioso y descolgó el auricular de un teléfono.
—Curtis, póngame con la oficina del gobernador. La evacuación se ha desplazado hacia el sur, y parte de los mendigos que hemos desalojado de los túneles en la zona del parque están causando disturbios. Se han tropezado con la manifestación en Central Park South. Tendrá que intervenir la Guardia Nacional. Luego póngase en contacto con Masters; vamos a necesitar un helicóptero de la Unidad de Respuesta Táctica por si acaso. Dígale que saque los vehículos de asalto del arsenal de Lexington Avenue. No, esto último olvídelo; ni siquiera conseguirían llegar. Mejor avise a la subcomisaría del parque. Yo mismo telefonearé al alcalde.
Colgó, esta vez con mayor suavidad. Un única gota de sudor descendía con lentitud por su frente, que en cuestión de segundos había pasado de un encendido color rojo a un gris ceniciento. Horlocker miró alrededor, aparentemente sin ver a los policías que corrían de un lado a otro del centro de control, ni los transmisores que crepitaban en innumerables bandas de frecuencia. A ojos de Margo, parecía un hombre cuyo mundo acabase de hundirse de repente.
Pendergast plegó cuidadosamente el periódico y lo dejó en la mesa. Luego se inclinó y se atusó el claro cabello con la mano derecha.
—He estado dando vueltas a este asunto —comentó casi con despreocupación.
Ajá, pensó Margo.
Pendergast se aproximó despacio hasta situarse frente a Horlocker.
—Me parece que esta situación es demasiado peligrosa para dejarla en manos de un solo hombre.
Horlocker cerró los ojos. Al cabo de un momento, volvió a abrirlos y, como si realizase un colosal esfuerzo, dirigió la mirada hacia el rostro plácido de Pendergast.
—¿De qué demonios me habla? —preguntó.
—Dependemos de que nuestro amigo Waxie cierre manualmente las válvulas del Reservoir y detenga el proceso de desagüe.
Pendergast se llevó un dedo a los labios como si estuviese a punto de revelar un secreto.
—Sin querer pecar de indiscreto, opino que el capitán Waxie ha demostrado no ser… digamos, el más fiable de los recaderos. Si fracasa, se producirá una catástrofe de proporciones inimaginables. La planta de Mbwun será arrastrada por el agua hasta los túneles Astor y de ahí saldrá al mar abierto. Una vez expuesto a la salinidad, el retrovirus quedará fuera de control. Podría alterar la ecología marina de manera sustancial.
—Peor aún —se oyó decir Margo—, puede que se introduzca en la cadena alimentaria, y a partir de ahí… —Se interrumpió.
—Esa historia ya la he oído antes —repuso Horlocker—. Y la segunda vez no mejora en absoluto. Hable claro.
—Propongo lo que en el FBI llamamos una solución redundante —dijo Pendergast.
Cuando Horlocker se disponía a hablar, un policía uniformado le hizo una seña desde una mesa de comunicaciones.
—El capitán Waxie para usted, señor —anunció—. Se lo paso por la línea abierta.
Horlocker cogió de nuevo el auricular.
—Waxie, informe de su situación. —Calló para escuchar—. Hable más alto; no oigo nada. ¿Qué? ¿Cómo que no está seguro? ¡Pues resuélvalo, maldita sea! A ver, póngame con Duffy. Waxie, ¿me oye? Se está cortando. ¿Waxie? ¡Waxie!
Dejó el auricular en su horquilla con un ruidoso golpe.
—¡Comuníqueme otra vez con Waxie! —bramó.
—¿Me permite que continúe? —preguntó Pendergast—. Si lo que acabo de oír es indicio de algo, nos queda poco tiempo, así que seré breve. Si Waxie fracasa y el Reservoir se desagua, debemos tener a punto un plan alternativo para impedir que las plantas lleguen al Hudson.
—¿Y cómo demonios vamos a hacerlo? —preguntó D'Agosta—. Son casi las diez. La operación de desagüe está programada para dentro de poco más de dos horas.
—¿No habría alguna manera de evitar sólo el paso de las plantas? —sugirió Margo— ¿Colocando filtros en las tuberías de desagüe o algo así?
—Una idea interesante, doctora Green —dijo Pendergast, mirándola con sus ojos claros. Guardó silencio por un instante—. Imagino que servirían unos filtros de cinco micras. Pero ¿dónde encontraríamos filtros de las dimensiones necesarias ya fabricados? ¿Y cómo calcularíamos las tolerancias requeridas para resistir la enorme presión del agua? ¿Y cómo podríamos asegurarnos de que habíamos obstruido todas las salidas ? —Negó con la cabeza—. Me temo que la única solución que tenemos, dada la limitación de tiempo, es cerrar las salidas de los túneles Astor con explosivos. He estudiado los planos. Bastaría con una docena de cargas de C-4 colocadas en los lugares precisos.
Horlocker se volvió hacia Pendergast.
—Está loco —dijo con calma.
En la puerta del centro de control se produjo un repentino alboroto, y Margo, al dirigir hacia allí la mirada, vio entrar atropelladamente a varios policías. Llevaban los uniformes rotos y enlodados, y uno de ellos tenía una aparatosa brecha en la frente. En medio del grupo, forcejeaba ferozmente un hombre en extremo sucio con un andrajoso traje de pana. Manchas de sangre veteaban su apelmazada cabellera gris. Rodeaba su cuello un gran collar de turquesas, y las puntas de una barba mugrienta le rozaban los puños esposados.
—Hemos cogido al cabecilla —informó con voz entrecortada uno de los policías, arrastrando al hombre hasta Horlocker.
D'Agosta lo miró con expresión de incredulidad.
—¡Es Mephisto! —exclamó.
—¡Vaya! —comentó Horlocker con tono sarcástico—. ¿Un amigo suyo?
—Simplemente un conocido —respondió Pendergast.
Margo observó al hombre llamado Mephisto, que escrutó alternativamente a D'Agosta y Pendergast. De pronto, al reconocerlos, apareció un brillo en su penetrante mirada y su rostro enrojeció.
—¡Vosotros! —acusó con voz sibilante—. ¡Whitey! Erais espías. ¡Traidores! ¡Cerdos!
Se revolvió con furia y consiguió zafarse de los agentes, pero de inmediato lo derribaron y sujetaron de nuevo. Se resistió y pugnó, alzando las manos esposadas.
—¡Judas! —prorrumpió, mirando a Pendergast.
—Es un jodido lunático —comentó Horlocker, observando el forcejeo del grupo en el suelo embaldosado.
—Lo dudo —repuso Pendergast—. ¿Acaso actuaría usted de otra manera si acabasen de gasear su casa para desalojarlo por la fuerza?
Mephisto arremetió de nuevo.
—¡Agárrenlo, por Dios! —ordenó Horlocker, alejándose a una distancia prudencial. A continuación se volvió hacia Pendergast y con insultante delicadeza, como parodiando a un padre que sigue la corriente a un hijo tonto, dijo—: Y ahora veamos si he entendido bien. Propone usted volar los túneles Astor, ¿no es así?
—Más que los túneles, las salidas —contestó Pendergast, indiferente al sarcasmo—. Es vital impedir que el agua del Reservoir llegue al mar. Pero quizá así podríamos resolver los dos problemas: acabar con los habitantes de los túneles Astor y, a la vez, impedir que se propague el retrovirus. Sólo tenemos que retener el agua durante cuarenta y ocho horas, hasta que el herbicida cumpla su función.
De reojo, Margo advirtió que Mephisto se había quedado inmóvil.
—Podemos enviar un equipo de submarinistas por los canales de desagüe del río —continuó Pendergast—. El trayecto hasta el sumidero de los túneles Astor es relativamente sencillo.
Horlocker movió la cabeza en un gesto de negación.
—He estudiado detenidamente el sistema —aseguró Pendergast—. Al llenarse los túneles Astor, el agua se encauza hacia el colector lateral del West Side. Eso es lo que debemos tapar.
—Esto es increíble —dijo Horlocker, inclinando la cabeza y apoyándola en los nudillos de una mano.
—Pero cabe la posibilidad de que no baste con eso —prosiguió Pendergast, pensando en voz alta sin prestar atención a Horlocker—. Para asegurarnos, debemos cerrar la Buhardilla del Diablo también desde arriba. Según los planos, el Cuello de Botella y sus tuberías de desagüe son un sistema cerrado hasta el Reservoir, así que para mantener el agua embalsada sólo hay que cerrar cualquier vía de salida situada inmediatamente debajo. Eso impedirá asimismo que esas criaturas encuentren refugio en alguna bolsa de aire.
Horlocker no salía de su asombro. Pendergast cogió un papel y dibujó rápidamente un diagrama.
—¿Ve? —dijo—. El agua descenderá por el Cuello de Botella, aquí. El segundo equipo bajará desde la superficie y cerrará cualquier canal de salida situado justo debajo del Cuello de Botella. Varios niveles más abajo se encuentra la Buhardilla del Diablo y los canales de desagüe que derivan el agua hacia el río. El equipo de submarinistas de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina colocará las cargas en las bocas de esos canales. —Alzó la vista—. El agua se embalsará en los túneles Astor, y los rugosos no tendrán escapatoria.
Un ronco resuello surgió de la garganta del hombre esposado, y a Margo se le erizó el vello de la nuca.
—Yo acompañaré al segundo equipo, naturalmente —continuó Pendergast con calma—. Necesitarán un guía, y ya he estado allí una vez. Tengo un plano rudimentario de esa área y he estudiado la documentación existente sobre las obras subterráneas más cercanas a la superficie. Iría yo solo, pero harán falta varios hombres para transportar el explosivo plástico.
—No dará resultado, Judas —advirtió Mephisto con aspereza—. No llegará a la Buhardilla del Diablo a tiempo.
Horlocker alzó de pronto la vista y dio un puñetazo en la mesa.
—Ya he oído bastante —espetó—. Se acabó el recreo. Pendergast, tengo una situación de crisis entre manos, así que lárguese.
—Sólo
yo
conozco los túneles lo suficiente para llevarlo de ida y vuelta antes de las doce —afirmó Mephisto, mirando fijamente a Pendergast.
Pendergast sostuvo su mirada con expresión pensativa.
—Puede que tenga razón —contestó por fin.
—Ya basta —bramó Horlocker al grupo de policías que custodiaban a Mephisto—. Llévenselo. Nos ocuparemos de él cuando las cosas vuelvan a la normalidad.
—¿Y qué ganaría usted con eso, señor Mephisto? —preguntó Pendergast.
—Espacio para vivir. El fin del acoso. Una compensación para mi gente.
Pendergast observó a Mephisto con rostro inescrutable.
—He dicho que se lo lleven —repitió Horlocker, furioso.
Los policías obligaron a Mephisto a levantarse y empezaron a arrastrarlo hacia la puerta.
—Quédense donde están —dijo Pendergast. Pese a que no había alzado la voz, el tono era tan imperioso que los policías, instintivamente, se detuvieron en seco.
Horlocker se volvió hacia él. Una vena palpitaba en su sien.
—¿Qué se ha creído? —preguntó casi en un susurro.
—Jefe Horlocker, tomo bajo mi custodia a este individuo por la autoridad que me confiere ser agente federal del gobierno de Estados Unidos.
—Eso es un farol —replicó Horlocker.
—Pendergast —susurró Margo—, nos quedan apenas dos horas.
El agente movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Me gustaría quedarme e intercambiar cumplidos, pero por desgracia no tengo tiempo —dijo, dirigiéndose a Horlocker. Volviéndose hacia D'Agosta, añadió—: Vincent, por favor, pida la llave de las esposas a estos caballeros.
Pendergast miró al grupo de policías.
—Ustedes, dejen a ese hombre bajo mi custodia.
—¡No obedezcan! —gritó Horlocker.
—Señor, no puede oponerse a los federales —respondió uno de los policías.
Pendergast se acercó al harapiento, que estaba ya junto a D'Agosta, frotándose las muñecas esposadas.
—Señor Mephisto —dijo Pendergast en voz baja—. Ignoro qué papel ha desempeñado en los sucesos de hoy, y no puedo garantizar su libertad. Pero si me ayuda, quizá podamos librar a esta ciudad de los asesinos que han estado cebándose en su comunidad. Y le prometo que sus reivindicaciones de derechos para la gente sin hogar serán escuchadas. —Tendió su mano. Mephisto entornó los ojos.
—Ya me mintió una vez —reprochó.
—No había otra forma de acceder a usted —contestó Pendergast sin retirar la mano—. Esto no es una lucha entre ricos y pobres. Si antes lo era, ya no lo es. Si fracasamos, todos padeceremos las consecuencias por igual, Park Avenue y la Ruta 666.
Siguió un largo silencio. Por fin Mephisto asintió.
—¡Qué conmovedor! —exclamó Horlocker—. Espero que se ahoguen en la mierda.
Smithback miró a través de la oxidada rejilla del suelo de la pasarela sobre la que se hallaba hacia la vertiginosa oscuridad del pozo revestido de ladrillo. Oía a Waxie y el resto del grupo —a gran profundidad—, pero no los veía. Una vez más esperó fervientemente que aquello no fuese una pérdida de tiempo. Pero al fin y al cabo había seguido a Waxie hasta allí, y bien podía esperar un rato y averiguar qué ocurría.
Avanzó con cautela, intentando ver a los cinco hombres que estaban bajo él. La pasarela podrida colgaba de la cara inferior de un gigantesco cuenco de metal picado, formando un arco largo y suave hacia un pozo que parecía descender al centro mismo de la tierra. La pasarela se combaba cada vez que Smithback se movía. Al llegar a una escalerilla vertical, se asomó al frío espacio y miró hacia abajo. Una batería de reflectores iluminaba el pozo, pero ni siquiera su potente luz conseguía penetrar plenamente en la oscuridad. Un hilillo de agua procedente de una grieta en el techo caía en espiral hacia el vacío, desapareciendo silenciosamente en la negrura. De arriba llegaba un sonido metálico, semejante a los chirridos del casco de un submarino bajo altas presiones. Una continua corriente de aire fresco ascendía del fondo del pozo, agitándole el flequillo.