Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Smithback se lamió los labios.
—Sí, señora —contestó.
D'Agosta siguió a Margo por una sala polvorienta y mal iluminada de la primera planta del museo. Integrada en otro tiempo a una antigua exposición, la sala llevaba años cerrada al público y en la actualidad se usaba básicamente para almacenar piezas sobrantes de la colección de mamíferos. Alineados a ambos lados de la estrecha sala, había animales disecados en posturas de defensa o ataque. A D'Agosta casi se le enganchó la chaqueta en una garra de un oso alzado sobre las patas traseras, y a partir de ese punto mantuvo los brazos pegados a los costados para no rozarse con los enmohecidos especímenes.
Al doblar la esquina de un pasillo aparentemente sin salida, D'Agosta vio enfrente un gran elefante, su escamosa y ajada piel gris llena de remiendos. Bajo el enorme vientre, oculta en las sombras, vio la puerta metálica de un montacargas.
—Tendremos que darnos prisa —dijo cuando Margo pulsó el botón del montacargas—. En jefatura llevan toda la tarde movilizando efectivos. Parece que estén preparándose para el desembarco de Normandía. Además, la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad ha organizado una manifestación sorpresa en la Quinta Avenida.
En el aire flotaba un olor que le recordaba a los escenarios de ciertos crímenes que había visitado en pleno verano.
—El laboratorio de taxidermia está aquí al lado —explicó Margo al ver que D'Agosta arrugaba la nariz—. Deben de estar macerando un espécimen.
—Comprendo —dijo D'Agosta. Alzó la vista y contempló el enorme elefante—. ¿Qué ha sido de los colmillos?
—Ése es
Jumbo,
la joya de P. T. Barnum. Lo atropelló un tren en Ontario y le rompió los colmillos. Barnum los molió, preparó una gelatina con el polvo y la sirvió de postre en la cena en memoria de
Jumbo
.
—Un hombre de recursos —comentó D'Agosta, y se llevó un cigarro a la boca. Con semejante olor, nadie podía quejarse por un poco de humo.
—Lo siento, pero está prohibido fumar —dijo Margo, sonriendo tímidamente—. Puede haber metano en el aire.
D'Agosta volvió a guardarse el cigarro en el momento en que se abría la puerta del montacargas. Metano. Ésa si era una buena razón para no fumar.
Salieron a un sofocante pasillo del sótano con tuberías de calefacción y grandes cajas contra las paredes. Una de las cajas estaba abierta, dejando a la vista el extremo nudoso de un hueso negro del grosor de una rama de árbol. Debe de ser de dinosaurio, pensó D'Agosta. Tuvo que esforzarse por controlar la aprensión al recordar la última vez que había estado en el sótano del museo.
—Hemos probado la droga en varios organismos —explicó Margo al entrar en una sala cuyas intensas luces de neón contrastaban con la oscuridad del pasillo. En un rincón había una empleada de laboratorio inclinada sobre un osciloscopio—. Ratones, bacterias
E. coli,
algas azules y varios organismos unicelulares. Los ratones están aquí.
D'Agosta echó un vistazo a la columna de jaulas que Margo le indicaba y retrocedió de inmediato.
—¡Dios santo! —exclamó.
Las paredes blancas de las jaulas estaban salpicadas de sangre. En el suelo de cada jaula había cuerpos desgarrados de ratones envueltos en sus propias entrañas.
Margo contempló las jaulas.
—Como ve, sólo sigue con vida uno de los cuatro ratones de cada jaula.
—¿Por qué no los puso a todos en jaulas separadas? —preguntó D'Agosta.
Margo se volvió hacia él.
—Colocarlos juntos era la clave del experimento. Quería observar su comportamiento, además de los cambios físicos.
—Parece que se han descontrolado un poco.
Margo asintió.
—Todos esos ratones se han alimentado con la planta de Mbwun, quedando infectados por el retrovirus. No es frecuente que un virus que afecta a los humanos afecte también a los ratones. Por lo general, cada virus se ceba en un huésped específico. Y ahora fíjese en esto.
Cuando Margo se acercó a la jaula más alta, el ratón superviviente saltó hacia ella y se aferró a la tela metálica, silbando y lanzando dentelladas al aire con sus incisivos largos y amarillos.
—Encantador —dijo D'Agosta—. Se han matado entre sí, ¿verdad?
Margo asintió con la cabeza.
—Y lo más sorprendente es que este ratón quedó malherido durante la lucha. Observe que, sin embargo, las heridas han cicatrizado por completo. En las otras jaulas se ha producido el mismo fenómeno. Según parece, la droga posee poderosas propiedades rejuvenecedoras o curativas. Probablemente tienen fotofobia, pero ya sabíamos que la droga aumentaba la sensibilidad a la luz. De hecho, Jen se dejó una luz encendida anoche, y por la mañana la colonia de protozoos situada justo debajo había muerto. —Miró las jaulas por un momento—. Quiero enseñarle otra cosa —dijo por fin—. Jen, ¿me echas una mano?
Con la ayuda de la otra mujer, deslizó un pequeño tabique divisorio en la jaula más alta, arrinconando al ratón vivo a un lado. A continuación, con gran destreza, extrajo los cuerpos de los ratones muertos valiéndose de unas pinzas largas y los depositó en un recipiente de Pyrex.
—Echemos un vistazo rápido —dijo mientras llevaba los restos al laboratorio principal y los colocaba en el portaobjetos de un estereomicroscopio de gran campo visual. Acercando los ojos al visor, hurgó los restos de un ratón con un escalpelo. Ante la mirada de D'Agosta, realizó una incisión en la parte posterior de la cabeza, retiró la piel del cráneo y lo examinó con detenimiento. Con otro corte, dejó a la vista la médula espinal y observó atentamente las vértebras. Irguiéndose, concluyó—: Como ve, parece normal. Salvo por las cualidades rejuvenecedoras, da la impresión de que los principales cambios son conductuales, no morfológicos. Al menos, así ocurre con esta especie. Aún es pronto para tener la total certeza, pero quizá al final Kawakita consiguió dominar la droga.
—Sí, cuando era ya demasiado tarde —añadió D'Agosta.
—Eso es lo que me desconcierta. Kawakita debió de consumir la droga antes de que alcanzase esta etapa de desarrollo. ¿Por qué correría semejante riesgo? Ni siquiera después de probarla en otra gente, podía estar totalmente seguro del resultado. No era propio de él actuar de manera tan irreflexiva.
—Arrogancia —aventuró D'Agosta.
—La arrogancia no explica que una persona se utilice a sí misma como cobaya. Kawakita era un científico muy meticuloso, casi en exceso. Eso no encaja con su modo de ser.
—Hay casos de adicción incluso en la gente a priori menos propensa —aseguró D'Agosta—. Lo he visto docenas de veces. Médicos, enfermeras. Hasta policías.
—Puede ser. —Margo no parecía muy convencida—. En cualquier caso, ahí tenemos a las bacterias y protozoos a los que inoculamos el retrovirus. Curiosamente, la prueba ha dado negativo en todos…, amebas, paramecios, rotíferos…, en todos menos en éste. —Abrió una incubadora que contenía varias hileras de cápsulas de Petri cubiertas de agar violeta. En cada cápsula, un círculo brillante del tamaño de una moneda indicaba la presencia de una colonia de protozoos. Extrajo una cápsula—. Esto es
B. meresgerii,
un organismo unicelular marino que vive en aguas poco profundas, alojado sobre el kelp y otras algas. Por lo general, se alimenta de plancton. Lo utilizo con frecuencia, porque es relativamente dócil y muy sensible a las sustancias químicas.
Con sumo cuidado, recogió mediante una pequeña espátula metálica una muestra del organismo unicelular e impregnó con ella una laminilla de cristal. A continuación colocó la laminilla en el portaobjetos del microscopio, ajustó el objetivo y se apartó para que D'Agosta echase un vistazo.
En un primer momento D'Agosta no vio nada. Luego distinguió claramente, contra el fondo reticulado, numerosas formas redondas que agitaban sus cilios con furia.
—¿No ha dicho que eran dóciles? —preguntó D'Agosta sin retirarse del visor.
—Normalmente lo son.
De pronto D'Agosta advirtió que sus frenéticos movimientos no eran en absoluto fortuitos. Las diminutas criaturas se atacaban mutuamente, rasgándose las membranas externas y penetrando en las brechas abiertas.
—También ha dicho que comían plancton.
—Por lo general, sí —respondió Margo—. Escalofriante, ¿no?
—Sí, ésa es la palabra —convino D'Agosta, y se apartó del microscopio, sorprendido por la sensación de inquietud que le había causado la ferocidad de aquellas minúsculas criaturas.
—Suponía que le interesaría verlo. —Margo se aproximó de nuevo al microscopio y echó otra ojeada—. Porque si planean… —Se interrumpió de pronto, quedándose inmóvil, como adherida al microscopio.
—¿Qué ocurre? —preguntó D'Agosta.
Margo tardó más de un minuto en contestar.
—Es extraño —murmuró por fin. Se volvió hacia su ayudante—. Jen, ¿puedes teñir parte de la muestra con eosina? Y necesito también un trazador radiactivo para averiguar cuáles son los miembros originales de la colonia.
Indicándole a D'Agosta que esperase, Margo preparó el trazador con su ayudante y colocó la colonia de nuevo bajo el estereomicroscopio. Permaneció con la vista fija en el visor durante lo que a D'Agosta se le antojó una eternidad. Finalmente se irguió, garabateó unas ecuaciones en su cuaderno y volvió a mirar por el microscopio. D'Agosta oyó que calculaba algo en susurros.
—Estos protozoos —explicó al cabo de un rato— tienen una vida media de dieciséis horas. Llevan aquí treinta y seis. El
B. meresgerii,
incubado a treinta y siete grados se divide una vez cada ocho horas. Así que —concluyó, señalando una ecuación diferencial en su cuaderno— después de treinta y seis horas debería darse una proporción de siete protozoos muertos por cada nueve vivos.
—¿Y? —preguntó D'Agosta.
—Acabo de hacer un cálculo aproximado, y la proporción de protozoos muertos es la mitad de lo que debería ser.
—¿Y eso qué significa?
—Que los
B. meresgerii
están dividiéndose a un ritmo más bajo, o que…
Volvió a mirar por el microscopio, y D'Agosta oyó que calculaba otra vez. Se irguió de nuevo, esta vez más despacio.
—Se dividen a un ritmo normal —dijo en voz baja.
D'Agosta acarició el cigarro que llevaba en el bolsillo superior y preguntó:
—¿Y entonces?
—Ahora su vida media es un cincuenta por ciento más larga —contestó Margo.
D'Agosta la observó por un momento.
—He ahí el motivo de Kawakita —dijo por fin.
Alguien llamó suavemente a la puerta. Cuando Margo se disponía a abrir, entró Pendergast y los saludó a los dos inclinando la cabeza. Vestía de nuevo su impecable traje negro, y su rostro, aunque algo ojeroso, no revelaba indicios de su reciente expedición excepto por un leve arañazo sobre la ceja izquierda.
—¡Pendergast! —exclamó D'Agosta—. Ya era hora.
—Ciertamente —respondió el agente del FBI—. Suponía que lo encontraría aquí, Vincent. Siento haber tardado tanto en dar señales de vida. El viaje era algo más arduo de lo que preveía. Podría haber venido a informarle de mi encuentro media hora antes, pero he considerado que era esencial ducharme y cambiarme de ropa.
—¿Su encuentro? —preguntó Margo con incredulidad—. ¿Los ha visto?
Pendergast asintió con la cabeza.
—Eso, y muchas cosas más. Pero, para empezar, pónganme al corriente sobre la situación aquí arriba. Ya me he enterado de la tragedia del metro, claro está, y he visto a la policía montada preparada como para un desfile. Pero supongo que me he perdido muchas otras cosas.
Escuchó atentamente mientras Margo y D'Agosta le informaban sobre la verdadera naturaleza de la droga, las circunstancias de las muertes de Whittlesey y Kawakita, y el plan de inundar los túneles Astor. No interrumpió más que para formular unas cuantas preguntas cuando Margo resumió los resultados de sus experimentos.
—Fascinante —comentó al final—. Fascinante, y en extremo alarmante. —Tomó asiento junto a una mesa cercana y cruzó las delgadas piernas—. Todo eso presenta inquietantes paralelismos con mis propias investigaciones. Verán, en los túneles Astor existe un punto de reunión. Se halla en los restos de lo que en su día fue el Pabellón de Cristal, la estación de tren privada situada bajo el desaparecido hotel Knickerbocker. En el centro del pabellón, encontré una peculiar cabaña, construida de arriba abajo con cráneos humanos. Innumerables huellas convergían en esa cabaña. Enfrente había algo parecido a una mesa de ofrendas, junto con diversos artefactos. Mientras la examinaba, apareció en la oscuridad una de esas criaturas.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Margo casi a su pesar.
—Es difícil decirlo —respondió Pendergast, arrugando la frente—. No llegué a estar demasiado cerca, y el dispositivo de visión nocturna que llevaba no ofrece una buena resolución a cierta distancia. Parecía humano, o casi humano. Pero su modo de andar… en fin, no era normal. —Por lo visto, el agente del FBI no encontraba palabras para expresarse, cosa poco habitual en él—. Al correr se encorvaba de un modo extraño, sosteniendo algo contra el pecho que probablemente se proponía añadir a la cabaña. Lo cegué con un destello y disparé, pero el resplandor sobrecargó las gafas, y cuando recuperé la visión, la criatura había desaparecido.
—¿Le dio? —preguntó D'Agosta.
—Eso creo. Vi rastros de sangre. Pero en ese punto estaba ya impaciente por volver a la superficie. —Miró a Margo, enarcando una ceja—. Tengo la impresión de que unas criaturas son más deformes que otras. En todo caso, hay tres cosas indudables: son rápidas, ven en la oscuridad y su malevolencia no tiene límites.
—Y viven en los túneles Astor —añadió Margo, estremeciéndose—. Todas bajo la influencia del esmalte. Muerto Kawakita y privadas de las plantas, probablemente las ha enloquecido la necesidad.
—Eso cabría pensar —dijo Pendergast.
—Y esa cabaña que ha descrito debe de ser el lugar donde Kawakita administraba la droga —prosiguió Margo—. Al menos en la etapa final, cuando la situación empezaba a escapar a su control. Pero todo eso hace pensar en un comportamiento casi ceremonial.
—Exactamente —asintió Pendergast—. Sobre la entrada de la cabaña descubrí unos ideogramas japoneses que, traducidos a nuestro idioma, significan más o menos «Morada de lo Asimétrico». Con esa expresión se describe a veces a los salones de té japoneses.
D'Agosta frunció el entrecejo.