—Nos vimos una vez. El verano pasado. En una fiesta en casa de Rakel.
Harry se encogió al oír el sonido de su nombre en labios de otro.
—¿Ajá?
—Soy yo —se apresuró a decir Mathias Lund-Helgesen en voz baja.
—Muy bien —asintió lentamente Harry—. Estoy sangrando.
—Ya veo. —Lund-Helgesen frunció el ceño con gesto compasivo.
Harry se subió el dobladillo del pantalón.
—Aquí.
—Ya, sí. —Mathias Lund-Helgesen sonrió, ligeramente confuso—. ¿Cómo te lo has hecho?
—Me ha mordido un perro. ¿Puedes hacer algo?
—No hay mucho que hacer. Dejará de sangrar. Voy a limpiar la herida y a ponerte algo. —Se inclinó—. Veo tres heridas de dientes. Voy a ponerte la antitetánica.
—Llegó hasta el hueso.
—Sí, es la sensación que se suele tener.
—No, quiero decir que llegó de verdad… —Harry enmudeció y respiró por la nariz. Acababa de darse cuenta de que Mathias Lund-Helgesen creía que estaba borracho. ¿Y por qué creer lo contrario? Un policía con el abrigo desgarrado, mordedura de perro, mala reputación y con un aliento que sugería que acababa de beber alcohol. ¿Sería esa la descripción que le haría a Rakel cuando le contara que su ex había vuelto a recaer?
—Con fuerza —terminó Harry.
L
UNES, 14 DE DICIEMBRE
D
ESPEDIDA
—
Trka
!
Se desplomó en la cama y oyó el eco de su propia voz entre las paredes del hotel, blancas y desnudas. El teléfono sonó en la mesilla de noche. Cogió el auricular.
—
This is your wake-up call
…
—
Hvala
—dio las gracias aun sabiendo que se trataba de una voz grabada en una cinta.
Se encontraba en Zagreb. Hoy iría a Oslo para realizar el trabajo más importante. El último.
Cerró los ojos. Había vuelto a soñar. No con París, no con los otros trabajos, nunca soñaba con ellos. Siempre era con Vukovar, siempre con aquel otoño, con aquel asedio.
Aquella noche soñó que corría. Como siempre, corría bajo la lluvia y, también como siempre, era la misma noche que le amputaron el brazo a su padre, en la sala de neonatología. Cuatro horas más tarde, su padre moría súbitamente, pese a que los médicos aseguraron que la operación había sido un éxito. Había dejado de latirle el corazón, según ellos. Entonces él salió corriendo, dejó atrás a su madre; corrió hacia la oscuridad y hacia la lluvia, hacia el río, con la pistola del padre en la mano, hacia donde se encontraban los serbios. Ellos lanzaban destellos y abrían fuego contra él, pero a él no le importaba, oía el suave impacto de las balas contra el suelo, que desaparecía de repente desvelando el gran cráter, vestigio de una bomba, en cuyo interior él caía durante su carrera. Y el agua se lo tragaba, se tragaba todos los sonidos y se hacía el silencio, y él seguía corriendo bajo el agua, sin llegar a ninguna parte. Y mientras notaba que se le entumecían las articulaciones y que el sueño lo anestesiaba, divisaba algo rojo que se movía sobre el fondo negro cual pájaro que bate las alas a cámara lenta. Y cuando recobró la conciencia, se vio envuelto en una manta y, sobre él, se balanceaba una simple bombilla mientras tronaba la artillería de los serbios y le caían pequeños cascotes en los ojos y en la boca. Escupió, y alguien se inclinó sobre él diciendo que era Bobo, el capitán en persona, quien lo había sacado del cráter empantanado. Señaló a un hombre calvo que estaba al lado de la escalera que arrancaba desde el bunker. Llevaba uniforme y una bufanda roja alrededor del cuello.
Volvió a abrir los ojos y miró el termómetro que había dejado encima de la mesilla. La temperatura de la habitación no había pasado de dieciséis grados desde noviembre a pesar de que en recepción insistían en que la calefacción estaba a tope. Se levantó. Tenía que darse prisa, el autobús del aeropuerto estaría delante del hotel dentro de media hora.
Se miró en el espejo del lavabo e intentó imaginar el rostro de Bobo. Pero al igual que la aurora boreal, la imagen se desvaneció imperceptiblemente mientras la contemplaba. El teléfono volvió a sonar.
—
Da, majka
.
Después de afeitarse se secó y se vistió apresuradamente. Sacó una de las dos cajas negras de metal que guardaba en la caja fuerte y la abrió. Una Llama MiniMax Sub Compact de siete balas, seis en el cargador y una en la recámara. Desmontó el arma y repartió las piezas entre los cuatro compartimentos diminutos expresamente dispuestos bajo los refuerzos de las esquinas de la maleta. Si le paraban en la aduana y escaneaban la maleta, el metal de los refuerzos de las esquinas ocultaría las piezas del arma. Antes de salir, se aseguró de que llevaba el pasaporte y el sobre con el billete de avión que ella le había dado, la foto del objetivo y la información que necesitaba sobre el lugar y el momento. Debía hacerlo a las siete de la tarde del día siguiente, en un lugar público. Ella le había advertido que aquel trabajo era más arriesgado que el anterior. Aun así, no tenía miedo. A veces pensaba que había perdido el don, que se lo habían amputado aquella noche junto con el brazo de su padre. Bobo decía que, sin miedo, uno no puede sobrevivir mucho tiempo.
Fuera, Zagreb acababa de despertar sin nieve, gris, con niebla y con la cara cansada. Se quedó frente a la entrada del hotel y pensó que, al cabo de un par de días, partirían rumbo al mar Adriático, hacia un lugar pequeño y un hotel pequeño, con precio de temporada baja y un poquito de sol. Y hablarían de la casa nueva.
El autobús del aeropuerto ya debía de estar allí. Miró fijamente al corazón de la niebla. Miró tan fijamente como aquel otoño en que, acurrucado al lado de Bobo, intentaba en vano vislumbrar algo más allá del humo blanco. Su trabajo consistía en ir corriendo a entregar mensajes que nadie se atrevía a enviar a través del enlace radiofónico, ya que los serbios podían oír todo el espectro de frecuencias y se enteraban de todo. Y como él era tan pequeño, era capaz de atravesar las trincheras a toda velocidad sin tener que agacharse. Le dijo a Bobo que quería aniquilar tanques.
Bobo negó con la cabeza.
—Eres mensajero. Estos mensajes son importantes, hijo. Ya tengo hombres que se encargan de los tanques.
—Pero ellos tienen miedo. Yo no tengo miedo.
Bobo enarcó una ceja.
—No eres más que un crío.
—No me haré mayor porque las balas me alcancen aquí en lugar de ahí fuera. Y tú mismo has dicho que si no logramos detener los carros de combate, tomarán el control de la ciudad.
Bobo se quedó mirándolo un buen rato.
—Déjame pensar —dijo al final. Estuvieron sentados en silencio contemplando el fondo blanco, sin saber distinguir la niebla otoñal del humo que emanaban las ruinas de la ciudad en llamas. Al cabo de un rato, Bobo carraspeó—. Esta noche he enviado a Franjo y a Mirko a la abertura de la empalizada por donde salen los carros de combate. Su misión era esconderse para colocar minas en los carros a su paso. ¿Sabes qué ha ocurrido?
Asintió otra vez con la cabeza. Había visto los cadáveres de Franjo y Mirko gracias a los prismáticos.
—Si hubiesen sido más pequeños, habrían podido esconderse en una zanja —prosiguió Bobo.
El chico se limpió los mocos con la mano.
—¿Cómo sujeto las minas a los tanques?
Al amanecer de la mañana siguiente, volvió arrastrándose a sus propias filas, tiritando de frío y cubierto de fango. A su espalda, sobre la cima de la empalizada, dos carros de combate serbios humeaban destrozados por las escotillas abiertas. Bobo lo bajó a la trinchera gritando triunfalmente:
—¡Nos ha nacido un pequeño redentor!
Y aquel mismo día, cuando Bobo dictó el mensaje que había de enviarse por radio al cuartel general del centro, él recibió el nombre en clave que luego mantendría hasta que los serbios ocuparon y arrasaron su ciudad natal, mataron a Bobo, masacraron a médicos y pacientes en el hospital, y encarcelaron y torturaron a cuantos opusieron resistencia. Qué paradoja tan amarga. El nombre que le puso uno de todos aquellos a los que no pudo salvar.
Mali spasitelj
. El pequeño redentor.
Y el autobús rojo surgió del mar de niebla.
La sala de reuniones de la zona roja de la sexta planta bullía de conversaciones susurrantes y de risas contenidas cuando Harry llegó y pudo confirmar que había calculado correctamente el momento de su aparición. Demasiado tarde para la toma de contacto inicial, la degustación de pasteles y el intercambio de sarcasmos corporativos y de las bromas a las que suelen recurrir los hombres cuando van a despedirse de alguien a quien aprecian. A tiempo para el reparto de regalos y los discursos prolijos y altisonantes que los hombres se atreven a soltar cuando se encuentran delante de un público nutrido y no de una sola persona.
Harry recorrió la sala con la mirada y encontró tres caras que sí que eran amistosas. La de su jefe, Bjarne Møller. La del agente Halvorsen. La de Beate Lønn, la joven responsable de la policía científica. No intercambió miradas con nadie más. Y nadie más las intercambió con él. Harry sabía muy bien que no era muy apreciado entre los del grupo de Delitos Violentos. Møller dijo una vez que si hay algo que a la gente le disgusta más que un alcohólico arisco, es un alcohólico arisco que, además, es grande. Harry era un alcohólico arisco de un metro noventa y tres de estatura, y tampoco jugaba a su favor el hecho de que, además, fuera un investigador brillante. Todo el mundo sabía que, de no haber sido por la mano protectora de Bjarne Møller, a Harry lo habrían apartado de las filas del Cuerpo hacía mucho tiempo. Y ahora que Møller se marchaba, todo el mundo tenía claro que los de jefatura esperaban la próxima metedura de pata de Harry. Por paradójico que pudiera parecer, lo que ahora le servía de protección era precisamente lo que en su día le valió la fama de eterno disidente: el haber acabado con un compañero.
El príncipe
, Tom Waaler, comisario del grupo de Delitos Violentos, uno de los responsables de un importante caso de tráfico de armas en Oslo, al que habían dedicado los últimos ocho años. Tom Waaler acabó sus días en un charco de sangre en el sótano de un bloque de apartamentos de Kampen, y en la breve ceremonia celebrada en la cantina tres semanas más tarde, el comisario jefe de la policía judicial expresó a regañadientes la gratitud debida a Harry por su contribución al poner orden en sus propias filas. Y Harry dio las gracias.
—Gracias —dijo mirando a los que habían ido solo para comprobar si Harry intercambiaba alguna mirada cómplice con alguien. A priori, había pensado limitar su discurso a esa única palabra, pero al ver las caras que se volvían para ocultar sonrisitas irónicas, nació en él una rabia súbita, así que añadió—: Supongo que ahora será más difícil suspenderme de empleo y sueldo. La prensa podría pensar que quien me eche lo hace por miedo a que también vaya tras él.
Y entonces sí que lo miraron todos. Con la incredulidad en los ojos. Así que prosiguió:
—No hay razón para tanto pasmo. Tom Waaler era comisario aquí, en Delitos Violentos y, gracias a su posición, pudo hacer lo que hizo. Se autodenominaba «El príncipe», y, como sabéis… —Harry hizo una pausa de efecto mientras contemplaba los rostros de todos los asistentes, uno tras otro, hasta que se detuvo en el comisario jefe de la policía judicial—: … donde hay un príncipe suele haber un rey.
—Hola, vejestorio. ¿Dándole al coco?
Harry levantó la vista. Era Halvorsen.
—Bueno, estaba pensando en reyes y cosas por el estilo —murmuró Harry cogiendo la taza de café que le ofrecía el joven agente.
—Ya. Pues ahí tenemos al nuevo —dijo señalando con la mano.
Junto a la mesa de los regalos había un hombre con traje azul que estaba hablando con el comisario jefe de la policía judicial y con Bjarne Møller.
—¿Ese es Gunnar Hagen? —quiso saber Harry, aún con la boca llena de café—. ¿El nuevo jefe de sección?
—Ya no se llama jefe de sección, Harry.
—¿Ah, no?
—Jefe de grupo. Hace más de cuatro meses que cambiaron la denominación del grado.
—¿En serio? Quizás estaba enfermo ese día. ¿Tú sigues siendo oficial?
Halvorsen sonrió.
Al nuevo jefe se le veía muy ágil y joven para tener los cincuenta y tres años que constaban en la circular. Más que alto, de estatura media, constató Harry. Y delgado. La red de músculos faciales bien perfilados alrededor de la mandíbula y a lo largo del cuello apuntaba a un estilo de vida ascético. La boca expresaba rectitud y resolución, y el mentón destacaba de una forma que bien podría llamarse enérgica o quizá prominente. El poco pelo que le quedaba era negro y formaba media corona alrededor de la mollera, pero lo tenía tan espeso y tupido que podría decirse que el nuevo jefe había elegido un peinado un tanto excéntrico. Las cejas pobladas y algo diabólicas indicaban, por lo menos, que el vello corporal gozaba de buenas condiciones de crecimiento.
—Directamente de Defensa —dijo Harry—. Quizá nos impongan toque de diana matutino.
—Se dice que fue un buen policía antes de cambiar de campo.
—¿Si nos atenemos a lo que escribe sobre sí mismo en la circular, quieres decir?
—Me alegra ver que tienes una actitud positiva, Harry.
—¿Yo? Claro. Siempre dispuesto a conceder una oportunidad razonable a la gente nueva.
—Con el acento en «una». —Era Beate, que se les unía en aquel momento. Hizo un gesto para apartarse de la cara el cabello corto y rubio—. Harry, me ha parecido verte cojear cuando has entrado por la puerta.
—Me encontré con un perro guardián algo agresivo en el puerto de contenedores ayer por la noche.
—¿Qué hacías allí?
Harry miró a Beate antes de contestar. El puesto de jefa de la calle Brynsalléen le había sentado bien. Y también le había sentado bien a la sección de la policía científica. Beate siempre había sido una gran profesional, pero Harry tenía que admitir que nunca detectó dotes de mando evidentes en la tímida y hasta abnegada jovencita cuando llegó al grupo de atracos al acabar la Academia de Policía.
—Echar un vistazo al contenedor donde encontraron a Per Holmen. Dime, ¿cómo logró entrar en esa zona?
—Cortó la cerradura con un cincel. Lo hallamos junto al cadáver. ¿Y tú, cómo entraste?
—¿Algo más, aparte del cincel?
—Harry, no hay indicios de que…
—Yo no he dicho eso. ¿Algo más?