El redentor (7 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—¿Tú qué crees? Droga, una dosis de heroína y una bolsa de plástico con tabaco. Ya sabes, sacan el tabaco de las colillas que encuentran. Y ni una miserable corona, claro.

—¿Y la Beretta?

—El número de serie está borrado, pero las marcas del pulido son conocidas. Arma de contrabando de los días del Príncipe.

Harry se dio cuenta de que Beate evitaba mencionar el nombre de Tom Waaler.

—Ya. ¿Han llegado los resultados de los análisis de sangre?

—Sí —dijo ella—. Por extraño que parezca, estaba limpio; al menos no se había chutado recientemente. Así que estaba consciente y era perfectamente capaz de suicidarse. ¿Por qué lo preguntas?

—Tuve el placer de comunicárselo a los padres.

—Vaya —exclamaron Lønn y Halvorsen al unísono. Esto ocurría cada vez más a menudo, a pesar de que solo llevaban un año y medio saliendo.

El comisario jefe superior carraspeó, y los asistentes guardaron silencio y dirigieron la mirada a la mesa de los regalos.

—Bjarne ha pedido la palabra —dijo el comisario jefe de la policía judicial balanceándose sobre los talones y haciendo una pausa calculada—. Y se la hemos concedido.

La gente rio entre dientes. Harry pudo ver la sonrisa recatada que Bjarne Møller le dedicó a su superior.

—Gracias, Torleif. Y gracias a ti y al comisario jefe superior por el regalo de despedida. Y gracias especialmente por el cuadro tan bonito que me habéis regalado entre todos.

Señaló hacia la mesa llena de regalos.

—¿Todos? —susurró Harry a Beate.

—Sí. Skarre y algunos más recaudaron el dinero.

—Yo no me he enterado de eso.

—Quizá se olvidaron de preguntarte.

—Ahora me toca repartir regalos a mí —anunció Møller—. Los dejo en herencia, se podría decir. Para empezar, esto de aquí es una lupa.

La sostuvo delante de la cara y los demás estallaron en carcajadas al reparar en los rasgos ópticamente distorsionados del ex comisario.

—Es para una chica que es tan buena investigadora y policía como lo fue su padre. Alguien que se niega a aceptar un cumplido por el trabajo que realiza y que prefiere dejar que nosotros, todos los del grupo de Delitos Violentos, quedemos como los buenos. Como sabéis, ha sido objeto de investigación por parte de neurólogos especialistas ya que es uno de los pocos casos de personas con
gyrus fusiforme
, que le permite recordar todos los rostros que ve.

Harry vio que Beate se sonrojaba. No le gustaba ser el centro de atención, y menos aún si tenía que ver con ese don tan poco corriente que hacía que la siguieran utilizando para reconocer fotos granuladas de delincuentes ya condenados en vídeos de atracos.

—Espero —prosiguió Møller—, que tampoco te olvides de esta cara pese a que pasarás una temporada sin verla. Y si tienes dudas, te vendrá bien utilizar esto.

Halvorsen dio a Beate un pequeño empujón en la espalda. Cuando Møller, además de la lupa, le dio un abrazo y la gente aplaudió, se arreboló hasta la frente.

—La siguiente pieza que dejo en herencia es mi silla de escritorio —dijo Bjarne—. La verdad es que me he enterado de que mi sucesor, Gunnar Hagen, ha pedido una nueva de piel negra, respaldo alto y esas cosas.

Møller sonrió a Gunnar Hagen quien no le devolvió la sonrisa, solo inclinó ligeramente la cabeza.

—La silla es para un policía de Steinkjer que desde que llegó, se vio obligado a compartir oficina con el mayor follonero de la casa. En una silla defectuosa.
Junior
, creo que ya iba siendo hora.

—¡Yupi! —vitoreó Halvorsen.

Todo el mundo se volvió hacia él, entre las risas que Halvorsen secundó.

—Y para terminar. Una herramienta de trabajo para una persona que es muy especial para mí. Ha sido mi mejor investigador y mi peor pesadilla. Para el hombre que siempre sigue su propio instinto, su propia agenda y, desgraciadamente para los que intentamos que os presentéis puntuales a las reuniones matutinas, su propio reloj. —Møller sacó un reloj de pulsera del bolsillo de la chaqueta—. Esperemos que este te ayude a seguir el mismo horario que al resto de los colegas de Delitos Violentos. Y sí, Harry, hay mucho entre líneas.

Hubo algunos aplausos cuando Harry se acercó y recogió el reloj de una marca que le era desconocida y que lucía una sencilla correa de piel negra.

—Gracias —dijo Harry.

Los dos hombres altos se abrazaron.

—Lo he adelantado dos minutos para que llegues a tiempo a lo que creas que te has perdido —susurró Møller—. Ningún consejo más, tú haz lo que tengas que hacer.

—Gracias —repitió Harry, pensando que Møller lo sujetaba demasiado fuerte y durante demasiado tiempo. Se recordó que debía darle el regalo que había traído de casa. Suerte que no le dio tiempo de quitarle el plástico a
Eva al desnudo
.

5

L
UNES, 14 DE DICIEMBRE

F
YRLYSET

Jon encontró a Robert en el patio trasero de Fretex, la tienda de artículos de segunda mano del Ejército de Salvación, situada en la calle Kirkeveien.

Estaba apoyado en el marco de la puerta, de brazos cruzados, observando a los hombres que cargaban grandes bolsas negras de basura desde el camión hasta el almacén de la tienda. De los hombres salían bocadillos de viñeta que se llenaban de palabrotas en diferentes dialectos e idiomas.

—¿Buena cosecha? —preguntó Jon.

Robert se encogió de hombros.

—La gente dona con gusto toda la ropa de verano para comprar más el año que viene. Pero lo que ahora necesitamos es ropa de invierno.

—Tus chicos tienen un lenguaje muy vivo. ¿Están aquí por el párrafo doce, pagando con trabajos comunitarios?

—Ayer estuve contándolos. Los que están aquí por el párrafo doce son ahora el doble de los que han abrazado la fe en Jesús.

Jon sonrió.

—Un terreno virgen para los misioneros. Solo hay que ponerse manos a la obra.

Robert interpeló a uno de los chicos, que le lanzó un paquete de cigarrillos. Se colocó entre los labios un «palillo letal» sin filtro.

—Deja eso —dijo Jon—. Es promesa de soldado. Pueden despedirte.

—No lo voy a encender, hermano. ¿Qué quieres?

Jon se encogió de hombros.

—Solo charlar un poco.

—¿De qué?

Jon rio.

—Es bastante normal que los hermanos hablen de vez en cuando.

Robert asintió con la cabeza mientras se quitaba las briznas de tabaco de la lengua.

—Siempre que quieres hablar, acabas diciéndome cómo he de vivir mi vida.

—Qué exagerado.

—Bueno, ¿qué quieres?

—¡Nada! Solo quería saber qué tal estás.

Robert se quitó el cigarrillo de la boca y escupió en la nieve. Miró con los ojos entornados hacia la capa de nubes que colgaba alta y blanca en el cielo.

—Estoy hartísimo de este trabajo. Estoy hasta las narices del apartamento. Estoy hasta las narices de esa mayor tan mustia e hipócrita que lleva la batuta aquí. Si no fuera tan fea, me… —Robert esbozó una mueca— … me follaría ahora mismo a ese pellejo, como castigo.

—Tengo frío —dijo Jon—. ¿Entramos?

Robert entró en la minúscula oficina y se sentó en una silla que apenas cabía entre un escritorio atestado de papeles, una ventana estrecha con vistas al patio interior y una bandera roja y amarilla con el escudo del Ejército de Salvación que proclamaba el lema «Fuego y Sangre». Jon bajó una pila de papeles —algunos eran tan viejos que ya amarilleaban— de la silla de madera que, según sabía, Robert había robado del local contiguo, que ocupaba la banda de música de Majorstua.

—Dice que te ausentas —dijo Jon.

—¿Quién?

—La mayor Rue. —Jon esbozó una sonrisa irónica—. Ese pellejo.

—Vaya, ¿así que te llamó? ¿Hasta ese punto ha llegado? —Robert hurgó en el escritorio con la navaja antes de exclamar—: ¡Claro, lo había olvidado! Eres el nuevo jefe de administración, el jefe de toda la panda.

—Todavía no han elegido a nadie. Puede que sea Rikard.


Whatever
. —Robert trazó dos semicírculos en el escritorio formando un corazón—. Ya has dicho lo que querías decir. Pero antes de que te vayas, ¿me puedes dar las quinientas de la guardia de pasado mañana?

Jon sacó el dinero de la cartera y lo dejó delante de su hermano, encima del escritorio. Robert se pasó el filo de la navaja por el mentón, rascándose la barba rala.

—Y quiero recordarte otra cosa.

Jon tragó saliva; sabía lo que iba a decirle.

—¿Qué?

Vio por encima del hombro de Robert que había empezado a nevar, pero el calor que ascendía de las casas que rodeaban el patio hacía que los copos de nieve tenues y blancos se quedaran suspendidos en el aire, al otro lado de la ventana, como si estuvieran escuchándolos.

Robert se puso la punta de la navaja en el centro del corazón.

—Si me entero de que vuelves a andar cerca de la chica que tú ya sabes… —rodeó el extremo del mango del cuchillo con la mano, y se inclinó hacia delante. El peso del cuerpo hizo que la hoja penetrara en la madera seca emitiendo un crujido—. Acabaré contigo, Jon, lo juro.

—¿Molesto? —interrumpió una voz desde la puerta.

—En absoluto, señora Rue —dijo Robert—. Mi hermano ya se iba.

El comisario jefe de la policía judicial y el nuevo jefe de grupo, el comisario Gunnar Hagen, dejaron de hablar en cuanto Bjarne Møller irrumpió en su despacho. Que, en realidad, ya no era suyo.

—Bueno, ¿te gustan las vistas? —preguntó Møller con lo que confiaba fuese un tono alegre, y añadió—: ¿Gunnar?

El nombre le producía una extraña sensación en la boca.

—Lo cierto es que Oslo es deprimente en diciembre —dijo Gunnar Hagen—. Pero vamos a ver si también podemos arreglar eso.

A Møller le entraron ganas de preguntar qué quería decir con ese «también», pero se mordió la lengua cuando vio que el comisario jefe de la policía judicial asentía con aprobación.

—Le estaba contando a Gunnar un par de detalles sobre las personas que hay aquí. En confianza.

—Es cierto, vosotros dos ya os conocéis.

—Sí —dijo el comisario jefe de la policía judicial—. Gunnar y yo nos conocemos desde que éramos cadetes en lo que entonces llamaban «Escuela de Policía».

—En la circular decía que sueles participar todos los años en la carrera de esquí de Birkebeineren —dijo Møller dirigiéndose a Gunnar Hagen—. ¿Sabías que el comisario jefe también participa?

—Claro que sí. —Hagen le sonrió al comisario jefe—. Incluso hemos esquiado juntos en algunas ocasiones. Y cuando llega el
sprint
final vemos quién machaca a quién.

—Vaya —exclamó con tono jovial—. Si el comisario jefe de la policía judicial formara parte del consejo de nombramientos, podríamos acusarlo de haber colocado a un amigo.

El comisario jefe rio entre dientes y lanzó una mirada de advertencia a Bjarne Møller.

—Acabo de hablar a Gunnar del hombre al que tan generosamente le hiciste ese regalo.

—¿Harry Hole?

—Sí —respondió Gunnar Hagen—. Me he enterado de que ese hombre mató a un comisario relacionado con ese lamentable caso de contrabando. Me han dicho que le arrancó un brazo en el ascensor. Y que sospechan que fue él quien filtró información a la prensa. Poco acertado por su parte.

—En primer lugar, eso que llamas «lamentable caso de contrabando» era, en realidad, una banda profesional con ramificaciones en la policía que, durante años, estuvo inundando Oslo de armas baratas —dijo Bjarne Møller intentando en vano disimular el tono de irritación en la voz—. Un asunto que Hole, mal que le pese a más de uno en esta casa, resolvió él solito tras varios años de trabajo policial concienzudo. En segundo lugar, mató a Waaler en defensa propia y fue el ascensor el que le arrancó el brazo. Y en tercer lugar, no sabemos absolutamente nada sobre quién filtró qué.

Gunnar Hagen y el comisario jefe de la policía judicial intercambiaron una mirada.

—De todos modos —dijo el comisario jefe—, es alguien a quien debes vigilar, Gunnar. Según tengo entendido, acaba de dejarle la novia. Y ya sabemos que algo así hace que los hombres que tienen las malas costumbres de Harry, sean aún más vulnerables. Algo que, por supuesto, no podemos tolerar, aunque haya resuelto bastantes casos en este grupo.

—Lo mantendré a raya —aseguró Hagen.

—Es comisario —dijo Møller cerrando los ojos—. No soldado raso. Y tampoco le hace mucha gracia que le marquen la raya por la que tiene que ir.Gunnar Hagen asintió despacio con la cabeza mientras se pasaba la mano por la corona de tupido cabello.

—¿Cuándo empezabas en Bergen… —Hagen bajó la mano— … Bjarne?

Møller apostaba a que su nombre también sonaría raro en boca de otro.

Al bajar por la calle Urtegata, Harry se fijó en los zapatos que calzaban los que se cruzaban con él de camino a Fyrlyset. Los chicos del grupo de Estupefacientes solían decir que nadie hacía más por la identificación de drogadictos que el almacén de excedentes del Ejército. Porque, por medio del Ejército de Salvación, el calzado militar terminaba antes o después en los pies de un drogadicto. En verano eran zapatillas azules, ahora, en invierno, botas militares negras que, junto con la bolsa de plástico verde que el Ejército de Salvación entregaba con la comida, formaban parte del uniforme del yonqui callejero.

Harry entró por la puerta y saludó con la mano al guarda que llevaba la sudadera con capucha del Ejército de Salvación.

—¿Nada? —preguntó el guarda.

Harry se dio unos golpecitos en los bolsillos.

—Nada.

Un cartel en la pared anunciaba que el alcohol se entregaba a la entrada y se recogía a la salida. Harry sabía que habían renunciado a que les entregasen la droga y los artilugios necesarios, ningún drogadicto lo haría.

Entró, se sirvió una taza de café y se sentó en el banco que había pegado a la pared. Fyrlyset era la cafetería del Ejército de Salvación, el comedor social del nuevo milenio, donde daban rebanadas de pan y café gratis a los necesitados. Un local acogedor y luminoso cuya única diferencia con una cafetería corriente y moliente en la que sirvieran capuchinos era la clientela que la frecuentaba. El noventa por ciento eran drogadictos masculinos; el resto, drogadictas femeninas. Comían rebanadas de pan blanco con queso, leían el periódico y mantenían conversaciones apacibles alrededor de las mesas. Era un espacio de libertad, una posibilidad de descongelarse y respirar antes de salir en busca del primer chute del día. A pesar de que la policía se pasaba de vez en cuando, existía un acuerdo tácito de no detener a nadie allí dentro.

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