El redentor (3 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—¿Tiene arreglo? —preguntó al joven que había al otro lado del mostrador y que, a modo de respuesta, abrió el reloj con movimientos rápidos y precisos.

—No merece la pena.

—¿Cómo que no merece la pena?

—Cualquier anticuario puede venderte un reloj de estos que funcione, por menos dinero del que te costará poner este en marcha.

—Inténtalo de todas formas —insistió Harry.

—Vale —contestó el joven que ya había empezado a escrutar las entrañas del reloj y parecía bastante contento con la decisión de Harry—. Vuelve el miércoles de la semana que viene.

Al salir de la tienda, Harry oyó el tenue sonido de una sola cuerda a través de un amplificador. El tono subió cuando el guitarrista, un chico de barba rala y con mitones, giró una de las clavijas. Había llegado el momento de uno de los conciertos típicos de Navidad, en los que una serie de artistas conocidos actuaban gratis para el Ejército de Salvación en la plaza de Egertorget. La gente ya había empezado a agolparse frente al grupo que se había colocado tras la negra olla navideña del Ejército de Salvación, que colgaba de un soporte en mitad de la plaza.

—¿Eres tú?

Harry se dio la vuelta. Era la mujer con mirada de drogadicta.

—Eres tú, ¿verdad? ¿Vienes de parte de Snoopy? Necesito un cero-uno inmediatamente, tengo…


Sorry
—la interrumpió Harry—. Te confundes.

Ella lo miró. Ladeó la cabeza entornando los ojos, como tratando de averiguar si le mentía.

—Sí, yo a ti te he visto antes.

—Soy policía.

La mujer enmudeció de repente. Harry tomó aire. La reacción de la mujer llegó con retraso, como si el mensaje tuviera que dar varios rodeos por unos nervios chamuscados y por sinapsis neuronales arruinadas, y, tal y como Harry esperaba, la luz mate del odio terminó por aflorarle a los ojos.

—¿Madero?

—Creí que habíamos acordado que os quedaríais en la zona de Plata —dijo Harry mirando al vocalista.

—Ya —espetó la mujer que se había colocado justo delante de él—. Tú no eres de los Estupas. Eres ese tipo de la tele, el que mató a…

—Delitos Violentos. —Harry la cogió por el brazo—. Oye, encontrarás lo que quieres en Plata. No me obligues a llevarte a comisaría.

—No puedo. —Ella se soltó.

Harry se arrepintió enseguida y levantó ambas manos.

—Al menos dime que no vas a comprar nada aquí y ahora, para que pueda irme. ¿De acuerdo?

Ella ladeó la cabeza. Se le tensaron ligeramente los labios finos y exangües, como si la situación tuviese su punto de gracia.

—¿Quieres que te diga por qué no puedo bajar hasta ese lugar?

Harry esperó.

—Porque mi chaval suele dejarse caer por allí.

Harry sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—No quiero que me vea así. ¿Lo comprendes, madero?

Harry observó su expresión desafiante mientras intentaba formar una frase.

—Feliz Navidad —dijo ella dándole la espalda.

Harry dejó caer el cigarrillo en la nieve marrón y pulverizada, y echó a andar. Quería terminar aquel trabajo. Caminaba sin mirar a las personas con las que se cruzaba, y ellas tampoco lo miraban a él, sino que avanzaban con la vista clavada en el hielo, como si tuvieran remordimientos, como si a pesar de ser ciudadanos de la socialdemocracia más generosa del mundo, se sintiesen avergonzados. «Porque mi chaval suele dejarse caer por allí».

Harry se detuvo en la calle Fredensborgveien, junto a la biblioteca Deichmanske, frente al número que figuraba en el sobre que llevaba consigo. Miró hacia arriba. La fachada era de color gris y negro, recién renovada. El sueño erótico de cualquier grafitero. En algunas ventanas ya colgaban adornos de Navidad, como siluetas bajo la luz amarilla y cálida que emanaba de lo que parecían hogares acogedores y seguros. Y Harry se obligó a pensar que tal vez lo fuesen. Se esforzó, porque resulta imposible ser policía durante doce años y no contagiarse de la misantropía inherente a ese trabajo. Pero él se resistía, había que reconocerle el mérito.

Encontró el nombre junto al timbre, cerró los ojos e intentó dar con el modo correcto de expresar lo que debía decir. No lo consiguió. La voz de la mujer seguía interfiriendo:

«No quiero que me vea así…»

Harry se dio por vencido. ¿Hay algún modo de expresar lo imposible?

Presionó el frío botón de metal con el pulgar y, en algún lugar de la casa, sonó el timbre.

El capitán Jon Karlsen soltó el timbre, dejó las pesadas bolsas de plástico en la acera y echó un vistazo a la fachada. El edificio parecía haber sufrido un ataque de la artillería ligera. Se veían grandes trozos de cemento desconchados y, en la segunda planta, las ventanas de uno de los pisos, alcanzadas por el fuego, estaban cubiertas con tablones. Se le había pasado el edificio azul de Fredriksen, como si el frío hubiese absorbido todo el color haciendo que las fachadas de la calle Hausmannsgate parecieran iguales. No se dio cuenta de que se lo había pasado hasta que no reparó en el edificio ocupado, en cuya fachada alguien había escrito «Cisjordania». Una fisura en la puerta de entrada trazaba una V. La señal de la victoria.

Jon se estremeció bajo el anorak y se alegró de que el uniforme del Ejército de Salvación que llevaba debajo fuera de pura lana bien gruesa. Al terminar la formación en la Escuela de Oficiales y llegado el momento de recibir el uniforme nuevo, resultó que no le quedaba bien ninguna de las tallas que tenían en el departamento comercial. Así que tuvo que llevar la tela a un sastre que le echaba el humo en la cara y que, sin que nadie le hubiese preguntado, declaró que había renegado de Jesús como redentor personal. Sin embargo, el hombre hizo un buen trabajo y Jon le dio las gracias de todo corazón, ya que no estaba acostumbrado a que la ropa le sentara bien. Decían que tenía la espalda demasiado encorvada. Quienes lo hubieran visto subir aquella tarde por Hausmannsgate, seguramente habrían pensado que andaba encorvado para resguardarse del gélido viento de diciembre, que barría agujas de hielo y basura congelada de las aceras a lo largo de las cuales el tráfico pesado circulaba estrepitosamente. Pero los que lo conocían decían que Jon Karlsen doblaba la espalda para disimular su estatura. Y también para llegar a quienes se encontraban por debajo de él. Como en aquel momento, precisamente, en que se agachó para encestar la moneda de veinte coronas en el vaso de papel marrón que, a un lado del portal, sujetaba una mano sucia y temblorosa.

—¿Qué tal? —preguntó Jon al bulto humano que había sentado en la acera con las piernas cruzadas sobre un trozo de cartón, en medio de la ventisca.

—Estoy haciendo cola para recibir tratamiento con metadona —contestó el desgraciado con tono neutral y entrecortado, como un salmo mal ensayado, mientras miraba las rodillas del pantalón del uniforme de Jon.

—Deberías darte una vuelta por nuestra cafetería de la calle Urtegata —sugirió Jon—. Calentarte un poco, comer algo y…

El resto se vio acallado por el rugido del tráfico, que se reanudó cuando el semáforo que tenían detrás se puso en verde.

—No tengo tiempo —rebatió el bulto—. ¿No tendrás un billete de cincuenta?

A Jon no dejaba de sorprenderle el punto de mira imperturbable de los drogadictos. Lanzó un suspiro y metió en el vaso un billete de cien.

—Mira a ver si encuentras algo de ropa de abrigo en la tienda Fretex. Si no, en Fyrlyset
1
hemos recibido nuevas chaquetas de invierno. Te vas a morir de frío con esa chaqueta vaquera tan fina.

Lo dijo con la resignación propia del que ya sabe que acabarán comprando droga con su dinero, ¿y qué? Siempre era la misma canción, uno de los muchos dilemas morales imposibles que dominaban sus días.

Jon tocó el timbre otra vez. Vio su propio reflejo en el sucio escaparate de la tienda contigua al portal. Thea le decía que él era grande. No era grande, en absoluto. Era pequeño. Un soldadito. Pero más tarde, el soldadito recorrería Dumpa, en la calle Møllerveien, cruzando el río Akerselva hasta donde empezaba Grünerløkka y el este de la ciudad, pasando por el Sofienbergparken hasta la calle Gøteborggata 4, propiedad del Ejército de Salvación, que alquilaba apartamentos a sus empleados; después, entraría en el portal B, tal vez saludara a alguno de los otros inquilinos que esperaba que dieran por sentado que se dirigía a su apartamento de la cuarta planta. Cuando, en realidad, su intención era coger el ascensor hasta la quinta planta, cruzar el pasillo del desván y llegar a la entrada A, aguzar el oído para comprobar que no hubiese nadie por allí antes de acercarse rápidamente a la puerta de Thea y llamar según el modo convenido. Entonces, ella le abriría la puerta y también los brazos, donde él podría refugiarse para entrar en calor.

Sintió una sacudida.

Primero creyó que se trataba del suelo, de la ciudad, de sus cimientos. Dejó una de las bolsas en el suelo y rebuscó en el bolsillo. El móvil le vibraba en la mano. En la pantalla aparecía el número de Ragnhild. Hoy era la tercera vez. Sabía que no podría aplazarlo más, tenía que decírselo. Decirle que Thea y él iban a comprometerse. Cuando encontrara las palabras adecuadas. Volvió a meter el móvil en el bolsillo y evitó mirar su reflejo. Pero tomó una decisión. Dejaría de comportarse como un cobarde. Sería más valiente. Llegaría a ser un gran soldado. Por Thea, la de la calle Gøteborggata. Por su padre, que vivía en Tailandia. Por el Señor que estaba en el cielo.

—¿Qué pasa? —resonó la pregunta malhumorada por el altavoz del telefonillo.

—Ah, hola. Soy Jon.

—¿Qué?

—Jon, del Ejército de Salvación.

Jon esperó.

—¿Qué quieres? —chisporroteó la voz.

—Traigo comida. Tal vez necesitéis…

—¿Tienes cigarrillos?

Jon tragó saliva y pateó la nieve con las botas.

—No, esta vez solo tenía dinero para comida.

—Mierda.

Hubo un silencio.

—¿Hola? —gritó Jon.

—Que sí. Estoy pensando.

—Si quieres, vuelvo más tarde.

Sonó el mecanismo de apertura y Jon se apresuró a empujar la puerta.

En la escalera había papel de periódico, botellas vacías y zonas amarillas de orina congelada. Suerte que, gracias al frío, Jon no tuvo que inhalar la pestilencia penetrante y agridulce que inundaba la entrada en los días cálidos.

Intentó andar a paso ligero, pero lo que hizo fue pisar con fuerza. La mujer, que le estaba esperando en la puerta, tenía la mirada puesta en las bolsas. Para evitar mirarlo directamente a él, pensó Jon. Tenía la piel de la cara hinchada, a consecuencia de muchos años de adicción, sufría sobrepeso y llevaba una camiseta blanca sucia debajo de la bata. Por la puerta salía un hedor empalagoso.

Jon se detuvo en el rellano y dejó las bolsas en el suelo.

—¿Está tu marido en casa?

—Sí, está en casa —respondió ella en francés.

Era guapa. Pómulos salientes, ojos grandes y almendrados. Labios finos y pálidos. Iba bien vestida. Al menos la parte de ella que vislumbraba por la rendija de la puerta estaba bien vestida.

Se ajustó el pañuelo rojo.

El cierre de seguridad que los separaba era de latón sólido y quedaba unido a una puerta pesada de roble sin placa. Mientras esperaba frente al edificio de la avenida Carnot a que la portera le abriese se había fijado en que todo parecía nuevo y caro: las bisagras de las puertas, el timbre, los cilindros de las cerraduras. Y el hecho de que la fachada de color amarillo pálido y las persianas blancas luciesen una sucia capa de contaminación negra, no hacía sino subrayar la solera y la antigüedad de aquel barrio parisino. En la entrada colgaban óleos originales.

—¿De qué se trata?

La mirada y el tono de voz no eran amables ni todo lo contrario, aunque tal vez ocultasen algo de escepticismo, dada su mala pronunciación del francés.

—Un mensaje,
madame
.

Ella vaciló. Pero al final reaccionó del modo esperado.

—De acuerdo. Puede esperar aquí, voy a buscarlo.

Cerró la puerta y la cerradura, bien engrasada, emitió un suave clic. Dio una patada al suelo. Debía mejorar su francés. Su madre le había obligado a practicar el inglés por las tardes, pero jamás llegó a dominar el francés. Clavó la mirada en la puerta. Apertura francesa. Una visita breve. Guapa.

Pensó en Giorgi. Giorgi y su sonrisa blanca. Era un año mayor que él, de modo que ya tendría veinticuatro. ¿Seguiría siendo tan guapo? Rubio, menudo y delicado como una muchacha. Él estuvo enamorado de Giorgi, sin prejuicios e incondicionalmente, como solo pueden enamorarse los niños.

Oyó pasos en el interior. Los pasos de un hombre. Alguien trasteando la cerradura. Un trazo azul entre el trabajo y la libertad, desde este lugar hasta el detergente barato y la orina. Pronto llegaría la nieve. Se preparó.

La cara del hombre apareció en la puerta.

—¿Qué coño quieres?

Jon levantó las bolsas de plástico e intentó sonreír.

—Pan recién hecho. Huele bien, ¿verdad?

Fredriksen puso la mano grande y morena sobre el hombro de la mujer y la apartó.

—Yo solo huelo a sangre de cristiano…

Pronunció aquellas palabras con una dicción clara y sobria, pero el iris aguado en la cara sin afeitar indicaba otra cosa.

Intentó concentrarse en las bolsas de la compra. Parecía un hombre grande y fuerte que se hubiese encogido por dentro. Como si el esqueleto e incluso el cráneo se hubiesen reducido bajo la piel que, con tres tallas de más, le colgaba, pesada, del rostro malicioso. Fredriksen se pasó el dedo sucio por los cortes recientes que le abrían el puente de la nariz.

—¿No me vas a predicar? —preguntó Fredriksen.

—No, en realidad solo quería…

—Vamos, soldado. Tú buscas alguna compensación, ¿no? Mi alma, por ejemplo.

Jon se estremeció dentro del uniforme.

—Yo no me ocupo del alma, Fredriksen. Pero puedo ofrecer un poco de comida, así que…

—¿En serio? Tal vez antes quieras predicar un poco.

—Como ya te he dicho…

—¡Que prediques te digo!

Jon se quedó mirando a Fredriksen.

—¡Predica con esa boca chorreante de mierda que tienes! —gritó Fredriksen—. Predica para que podamos comer con la conciencia tranquila, condescendiente cristiano cabrón. Venga, termina de una vez. ¿Cuál es el mensaje de Dios para hoy?

Jon abrió la boca y volvió a cerrarla. Tragó saliva. Lo intentó de nuevo y, esta vez, logró hacer resonar las cuerdas vocales.

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