Harry salió del contenedor y se dirigió hacia la valla. Se sujetó a ella con ambas manos. Entonces llegó uno de esos extraños momentos de calma súbita y absoluta en que el viento aguanta la respiración para aguzar el oído o reflexionar acerca de algo, y todo lo que se oye es el murmullo reconfortante de la ciudad en la oscuridad del invierno. Eso, y el sonido de un papel que el viento arrastra sobre el asfalto. Pero el viento había dejado de soplar. Papeles no, eran pasos. Pasos rápidos y ligeros. Más ligeros que los pasos de pies.
Patas.
El corazón le latía descontrolado. Dobló rápidamente las rodillas y las pegó a la valla. Se enderezó. Harry no recordaría qué era lo que le había asustado tanto hasta más tarde. Fue el silencio y que, en ese silencio, no se oyera nada, ningún gruñido, ninguna señal de agresión. Como si lo que estaba detrás de él, en la oscuridad, no quisiera asustarlo. Todo lo contrario. Lo estaba acechando. Y si Harry hubiese sabido algo más sobre perros, seguro que habría reconocido la única raza de perro que nunca gruñe, ni cuando tiene miedo ni cuando ataca. Un macho de metzner negro. Harry estiró los brazos y volvió a doblar las piernas cuando se dio cuenta de que el ritmo se interrumpía. Entonces, se hizo el silencio y él supo que el animal había saltado. Tomó impulso y saltó.
La afirmación de que no se siente dolor cuando el miedo bombea adrenalina en la sangre es imprecisa, en el mejor de los casos. Harry soltó un grito cuando los dientes de aquel perro grande y delgado dieron con la carne de la pantorrilla derecha y se hundieron más y más, hasta cerrarse alrededor de la sensible membrana que recubre el hueso. La valla resonó, la fuerza de gravedad los atrajo a ambos hacia el suelo, pero, por pura desesperación, Harry logró mantenerse agarrado. En realidad, debería estar asustado. Cualquier otro perro con el peso corporal de un metzner negro adulto habría tenido que soltarse. Pero se trataba de un metzner negro con unos dientes y una musculatura mandibular pensados para machacar huesos, de ahí el rumor sobre su parentesco con la hiena manchada, devoradora de huesos. Por eso se quedó colgando, aferrado a la pantorrilla de Harry con los dos colmillos de la mandíbula superior arqueados ligeramente hacia dentro, y uno de la mandíbula inferior que se encargaba de estabilizar la mordedura. El otro colmillo de la mandíbula inferior se lo había roto a los tres meses de edad al arremeter contra una prótesis de acero.
Harry logró subir el codo izquierdo por encima de la valla e intentó tirar de ambos, pero al perro se le había quedado una pata atrapada en la valla. Tanteó con la mano derecha intentando dar con el bolsillo del abrigo, lo encontró y agarró el mango de goma de la linterna. Entonces miró hacia abajo y vio al animal por primera vez. Atisbo un brillo débil en los ojos negros de una cabeza también negra. Harry blandió la linterna. Le asestó tal golpe entre las orejas que pudo oír cómo se quebraba. Levantó la linterna y arremetió otra vez. Le dio en el morro, una zona sensible. Después, se cebó a la desesperada con aquellos ojos que no habían parpadeado ni una sola vez. Se le cayó la linterna al suelo. El perro seguía agarrado. A Harry apenas le quedaban fuerzas para seguir sujetándose a la valla. No quería ni pensar en lo que podría venir a continuación, pero no podía evitarlo.
—¡Socorro!
El viento, que ya arreciaba, engulló su débil grito. Apoyó el peso en la otra mano y sintió una necesidad súbita de reír. ¿Era así como acabaría? ¿Lo hallarían en un puerto de contenedores con la garganta desgarrada por un perro guardián? Harry tomó aire. Las púas de la valla se le clavaban en la axila, los dedos perdían fuerza. Tendría que soltarse al cabo de unos segundos. Si hubiera tenido un arma… Si hubiera tenido una botella en vez de una petaca, podría haberla roto y habérsela clavado al perro.
¡La petaca!
Con un último esfuerzo, Harry consiguió meter la mano en el bolsillo interior y sacar la petaca. Se llevó el cuello a la boca, agarró el corcho de metal entre los dientes y giró. El corcho cedió y, sin soltarlo, el alcohol le llenó la boca. Sintió como una descarga por todo el cuerpo. Dios mío. Apretó la cara contra la valla de forma que los ojos quedaron casi cerrados y las luces lejanas de Plaza y el Hotel Opera se convirtieron en líneas blancas sobre un fondo negro. Con la mano derecha bajó la petaca hasta colocarla justo encima de la boca ensangrentada del perro. Escupió el corcho y el alcohol, murmuró «salud», y le dio la vuelta a la petaca. Durante dos largos segundos los ojos negros del perro se clavaron en Harry llenos de desconcierto mientras el líquido dorado salía a borbotones y le resbalaba por la pantorrilla hasta llegar a las fauces abiertas. Y el animal se soltó. Harry reconoció el chasquido de la carne contra el asfalto. Siguió al ruido una especie de estertor y un gemido tenue, antes de que las patas rascaran el suelo y lo engullese la oscuridad de la que había salido.
Harry consiguió flexionar las piernas y saltó la valla. Dobló el bajo de la pernera. Incluso sin linterna pudo constatar que aquella noche vería
Urgencias
en lugar de
Eva al desnudo
.
Jon estaba tumbado con la cabeza en el regazo de Thea, con los ojos cerrados, disfrutando del zumbido ininterrumpido de la tele. Era una de esas series que a ella tanto le gustaban.
El Rey del Bronx
. ¿O era
Queens
?
—¿Le has preguntado a tu hermano si hará la guardia de la plaza de Egertorget? —quiso saber Thea.
Le había puesto a Jon la mano sobre los ojos y él notó el olor dulzón en su piel, lo que significaba que acababa de ponerse la inyección de insulina.
—¿Qué guardia? —preguntó Jon.
Thea apartó la mano bruscamente y lo miró sin dar crédito.
Jon se echó a reír.
—Tranquila. Hace mucho que hablé con Robert. Dijo que sí.
Ella suspiró un tanto irritada. Jon le cogió la mano y volvió a colocársela sobre los ojos.
—Pero no le he dicho que era tu cumpleaños —añadió—. De lo contrario, no habría aceptado.
—¿Por qué no?
—Porque está loco por ti, y tú lo sabes.
—¡Eso son imaginaciones tuyas!
—Y además él no te gusta.
—¡No es verdad!
—Entonces, ¿por qué te pones tensa cada vez que pronuncio su nombre?
Thea soltó una risita. Tal vez algo que había visto en
Bronx
. O en
Queens
.
—¿Conseguiste mesa en el restaurante? —preguntó ella.
—Sí.
Thea sonrió y le apretó la mano. De pronto, frunció el ceño.
—He estado pensando que es posible que alguien nos vea.
—¿Del Ejército? Imposible.
—¿Y si alguien nos ve?
Jon no contestó.
—Puede que ya vaya siendo hora de que lo anunciemos —dijo ella.
—No sé —contestó él—. ¿No es mejor que esperemos hasta que estemos totalmente seguros de…?
—¿No estás seguro, Jon?
Le apartó la mano y la miró sorprendido.
—Thea, sabes que te quiero más que a nada en el mundo. No es eso.
—Entonces, ¿qué es?
Jon suspiró, se levantó y se sentó a su lado.
—Tú no conoces a Robert, Thea.
Ella esbozó una sonrisa irónica.
—Lo conozco desde que éramos críos, Jon.
Se volvió hacia ella.
—Sí, pero hay cosas que no sabes. No sabes lo furioso que se pone a veces. Es como si se transformara en otra persona. Es algo que ha heredado de nuestro padre. Se vuelve peligroso, Thea.
Ella apoyó la cabeza en la pared y miró fijamente al frente.
—Propongo que lo pospongamos un poco. —Jon se retorció las manos—. También tenemos que pensar en tu hermano.
—¿En Rikard? —preguntó ella sorprendida.
—Sí. ¿Qué diría él si tú, su hermana, anuncia su compromiso conmigo precisamente y precisamente ahora?
—Ah, eso. ¿Es porque ambos habéis solicitado el puesto de nuevo jefe de administración?
—Sabes muy bien que el Consejo Superior valora que los oficiales que ocupan puestos importantes tengan por cónyuge a un oficial reputado. Está claro que sería tácticamente correcto anunciar que me voy a casar con Thea Nilsen, la hija de Frank Nilsen, la mano derecha del comisionado. Pero ¿sería moralmente correcto?
Thea se mordió el labio inferior.
—¿Por qué es ese puesto tan importante para ambos?
Jon se encogió de hombros.
—El Ejército nos ha pagado la Escuela de Oficiales y cuatro años de Económicas en la Facultad de Económicas. A los dos. Supongo que Rikard piensa como yo. Que cuando en el Ejército se ofertan puestos de trabajo para los que se está cualificado, uno ha de presentar su candidatura.
—Tal vez no os lo den a ninguno. Papá dice que nunca nadie menor de treinta y cinco años ha ocupado el puesto de jefe de administración en el Ejército.
—Lo sé —suspiró Jon—. No se lo digas a nadie, pero si le diesen el puesto a Rikard, me alegraría mucho.
—¿Te alegrarías? —repitió Thea—. ¿Tú, el responsable en Oslo de todas las propiedades de alquiler desde hace más de un año?
—Sí, pero el jefe de administración cubre toda Noruega, Islandia y las islas Feroe. ¿Sabías que, solo en Noruega, la empresa inmobiliaria del Ejército posee más de doscientas cincuenta mil propiedades con trescientos edificios? —Jon se dio un ligero golpe en la barriga y miró al techo con ese semblante preocupado tan suyo—. Hoy he visto mi reflejo en un escaparate de una tienda y me he dado cuenta de lo pequeño que soy.
Por lo visto, Thea no lo estaba escuchando.
—Alguien le ha dicho a Rikard que la persona designada para el puesto se convertirá en el próximo CT.
—¿El próximo comandante territorial? —dijo Jon en tono jocoso—. Pues, entonces, sí que no me interesa.
—No digas tonterías, Jon.
—No digo tonterías, Thea. Tú y yo somos mucho más importantes. Digo que no me interesa el puesto de jefe de administración y anunciamos nuestro compromiso. Puedo desempeñar otro trabajo importante. En los distintos cuerpos también necesitan economistas.
—No, Jon —dijo Thea horrorizada—. Eres el mejor que tenemos, tienes que ocupar el puesto donde más se te necesita. Rikard es mi hermano, pero no tiene… tu sensatez. Podemos esperar a anunciar nuestro compromiso hasta después del nombramiento.
Jon se encogió de hombros.
Thea miró el reloj.
—Hoy tienes que irte antes de las doce. Ayer, en el ascensor, Emma me dijo que estaba preocupada porque había oído a alguien abrir mi puerta en mitad de la noche.
Jon puso las piernas en el suelo.
—De verdad, no entiendo cómo aguantamos vivir aquí.
Ella le regañó con la mirada.
—Aquí por lo menos nos cuidamos el uno al otro.
—Como tú digas —suspiró él—. Nos cuidamos el uno al otro. Buenas noches.
Ella se le acercó y le metió la mano por debajo de la camisa; Jon notó con sorpresa que tenía la mano húmeda y pegajosa de sudor, como si la hubiese tenido cerrada, sujetando algo. Ella se apretó contra él y empezó a jadear…
—Thea —dijo—. No debemos…
Ella se puso rígida. Lanzó un suspiró y retiró la mano.
Jon estaba sorprendido. Hasta ahora, Thea no se le había insinuado, todo lo contrario, tenía la impresión de que abrigaba cierto temor por el contacto físico. Y él había llegado a apreciar ese pudor. La vio bastante aliviada cuando, después de la primera cita, él le recordó que los estatutos decían: «El Ejército de Salvación declara la abstinencia prematrimonial como modelo cristiano». Y a pesar de que había gente que opinaba que existía una gran diferencia entre «modelo» e «imposición», palabra que utilizaban en los estatutos cuando se referían al tabaco y al alcohol, él no veía en esos matices ninguna razón para romper una promesa hecha a Dios.
Le dio un abrazo, se levantó y se fue al baño. Cerró la puerta y abrió el grifo. Dejó que el agua le corriese por entre las manos mientras miraba la superficie lisa de arena fundida del espejo, que reflejaba las expresiones faciales de una persona que, con toda probabilidad, tenía razones para ser feliz. Debía llamar a Ragnhild. Acabar con esto de una vez. Jon inspiró profundamente. Era
feliz
. Pero algunos días resultaban algo más complicados que otros.
Se secó la cara y volvió con ella.
Una luz blanca y dura inundaba la sala de espera de Urgencias de Oslo, en el número 40 de la calle Storgata. Había allí la selección habitual de la fauna normal a aquellas horas de la noche. Un drogadicto tembloroso se puso de pie y se marchó veinte minutos después de que Harry llegara. Por lo general, no aguantaban quedarse sentados más de diez minutos. Harry lo entendía a la perfección. Aún tenía el sabor del alcohol en la boca, había despertado a los enemigos de antaño, que ahora tironeaban de las cadenas ocultas en lo más profundo. La pantorrilla le dolía a rabiar. Y, como el noventa por ciento de toda investigación, la excursión al puerto de contenedores había resultado infructuosa. Se prometió que la próxima vez respetaría su cita con Bette Davis.
—¿Harry Hole?
Harry miró al hombre de la bata blanca que se le plantó delante.
—¿Sí?
—¿Puedes acompañarme?
—Gracias. Pero creo que le toca a ella —dijo Harry señalando con un gesto a una chica que estaba sentada en la fila de delante, con la cabeza entre las manos.
El hombre se inclinó hacia delante.
—Es la segunda vez que viene esta noche. Se pondrá bien.
Harry siguió a la bata blanca renqueando por el pasillo que conducía hasta una oficina con un escritorio y una estantería sencilla. No vio objetos personales.
—Creía que vosotros, la policía, teníais vuestros propios curanderos —dijo la bata.
—Nones. Normalmente, ni siquiera tenemos prioridad en la cola. ¿Cómo sabes que soy policía?
—Perdona. Soy Mathias. Pasaba por la sala de espera y te he visto.
El médico sonrió y le tendió la mano. Harry vio que tenía los dientes muy rectos, tanto que habría sospechado que eran postizos si no hubiese sido porque el resto de la cara era igualmente simétrico, limpio y de corte perfecto. Tenía los ojos azules, con pequeñas arrugas de expresión alrededor; el apretón de manos, firme y seco. Como sacado de una novela de médicos, pensó Harry. Un médico de manos calientes.
—Mathias Lund-Helgesen —subrayó el hombre, que miraba a Harry inquisitivo.
—Supongo que crees que debería saber quién eres —aventuró Harry.