—Gracias por venir —susurró Mads Gilstrup en tono compungido mientras le estrechaba la mano a Harry con tal sentimiento que a este se le ocurrió que tal vez creyese que quien había ido a verlo era un pastor y no la policía.
—No hay de qué —contestó Harry—. Habríamos querido hablar contigo, de todas formas.
Albert Gilstrup se aclaró la garganta y abrió la boca mínimamente, como una grieta en un rostro de madera.
—Mads quiere agradeceros que hayáis atendido nuestra petición de venir aquí… Pensamos que quizás habríais preferido la comisaría.
—Y yo pensaba que, siendo tan tarde, tal vez habrías preferido celebrar esta reunión en tu casa —contestó Harry dirigiéndose al hijo.
Mads miró, inseguro, a su padre y, al ver que este asentía con un gesto apenas perceptible, contestó:
—Ahora no soporto estar allí. Está tan… vacío. Esta noche duermo en casa.
—En nuestra casa —añadió el padre a modo de explicación, al tiempo que lanzaba a Mads una mirada que Harry interpretó como compasiva. Aunque, en realidad, denotaba desprecio.
Tomaron asiento y padre e hijo pasaron sus tarjetas de visita por encima de la mesa hacia Harry y Halvorsen. Halvorsen correspondió con dos de las suyas. Gilstrup padre miró inquisitivamente a Harry.
—Yo aún no he mandado hacer las mías —se disculpó Harry. Algo que, en cierto modo, era verdad, y siempre lo había sido—. Pero Halvorsen y yo somos un equipo, así que podéis llamarle a él.
Halvorsen carraspeó.
—Tenemos algunas preguntas.
Las preguntas de Halvorsen pretendían contrastar los movimientos de Ragnhild antes de lo ocurrido, averiguar qué hacía en el apartamento de Jon Karlsen y descubrir a posibles enemigos. A todas ellas respondió del mismo modo, negando con un gesto…
Harry buscaba un poco de leche para el café. Había empezado a tomarlo con leche. Seguramente, era señal de que se estaba haciendo viejo. Unas semanas atrás, mientras oía la indiscutible obra maestra de los Beatles
Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band
, quedó algo decepcionado. También había envejecido.
Halvorsen fue leyendo las preguntas que llevaba garabateadas en el bloc y fue tomando nota sin establecer contacto visual. Pidió a Mads Gilstrup que explicase dónde había estado entre las nueve y las diez de esa misma mañana, que era la hora de la muerte estimada por el forense.
—Estaba aquí —repuso Albert Gilstrup—. Llevamos todo el día trabajando en el despacho. Nos encontramos en medio de una importante operación de cambio. —Se dirigió a Harry y añadió—: Sabíamos que preguntaríais eso. He leído que el marido siempre es el primer sospechoso de la policía en casos de asesinato.
—Y con razón —dijo Harry—. Es lo que dicen las estadísticas.
—Bien —asintió Albert Gilstrup—. Pero esto no es estadística, amigo. Esto es la realidad.
Harry se encontró con la chispeante mirada azul de Albert Gilstrup. Halvorsen observaba a Harry como temiéndose algo.
—Entonces, ciñámonos a la realidad —propuso Harry—. Vamos a negar menos con la cabeza y a contar más cosas y con más detalle. ¿Mads?
Mads Gilstrup levantó la vista de repente, como si hubiese estado echando una cabezada. Harry esperó hasta que pudo establecer contacto visual.
—¿Qué sabías sobre la relación entre Jon Karlsen y tu mujer?
—¡Basta! —profirió vociferando Albert Gilstrup, con aquella boca como de muñeco de madera—. Es posible que esa clase de insolencias tengan cabida entre la clientela con la que estáis acostumbrados a tratar, pero aquí no la permito.
Harry dejó escapar un suspiro.
—Tu padre puede quedarse aquí si quieres, Mads. Pero si no me queda otro remedio, lo echaré.
Albert Gilstrup se rió con la risa de una persona acostumbrada a ganar, la de alguien que, por fin, ha encontrado un adversario digno.
—Dime, comisario, ¿me veré obligado a llamar a mi amigo el comisario jefe de la policía judicial para contarle cómo trata su gente a un hombre que acaba de perder a su esposa?
Harry estaba a punto de contestar, pero Mads lo interrumpió levantando la mano con un movimiento extrañamente bello y lento.
—Debemos intentar encontrarlo, padre. Tenemos que ayudarnos mutuamente.
Esperaron a que continuase, pero Mads volvió la vista a la pared acristalada y no añadió nada más.
—
All right
—accedió Albert Gilstrup con acento británico—. Hablaremos, pero con una condición. Trataremos solo contigo, Hole. Tu ayudante deberá esperar fuera.
—No trabajamos así —contestó Harry.
—Estamos intentando colaborar, Hole, pero no es una condición negociable. La alternativa es hablar con nosotros a través de nuestro abogado. ¿Entendido?
Harry aguardó a que la ira hiciera acto de presencia. Al ver que no se presentaba, tuvo la certeza, sin lugar a dudas. Se estaba haciendo viejo. Hizo un gesto a Halvorsen, que, aunque sorprendido, se levantó dispuesto a salir. Albert Gilstrup esperó a que el policía hubiera cerrado la puerta tras de sí.
—Sí, conocíamos a Jon Karlsen. Mads, Ragnhild y yo lo conocimos cuando era asesor financiero del Ejército de Salvación. Presentamos una oferta que le beneficiaba personalmente, pero la rechazó. Sin duda, era una persona con una moral sólida e íntegra. Claro que, aun así, pudo haber cortejado a Ragnhild, no sería el primero. Parece que las aventuras extramatrimoniales ya no son noticia de primera página. Pero lo que hace que lo que insinúas resulte imposible es la propia Ragnhild. Créeme, conocía a esa mujer desde hacía tiempo. No solo era un miembro muy querido de la familia, sino también, una persona con un carácter muy firme.
—¿Y si te digo que tenía las llaves del apartamento de Jon Karlsen?
—No quiero hablar más del asunto —atajó Albert Gilstrup.
Harry echó un vistazo a la pared acristalada y reparó en el reflejo del rostro de Mads Gilstrup mientras el padre continuaba:
—Te explicaré por qué queríamos reunimos contigo, Hole. Tú eres el responsable de la investigación, y hemos pensado ofrecer una bonificación si atrapas al culpable del asesinato de Ragnhild. Doscientas mil coronas. Discreción total.
—¿Cómo dices?
—
All right
—añadió Gilstrup—. Podemos negociar la cantidad. Lo que queremos es que concedáis la máxima prioridad a este asunto.
—Dime, ¿intentas sobornarme?
Albert Gilstrup esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Cuánto dramatismo, Hole. Medítalo, madura la idea. Si luego transfieres el dinero al fondo para las viudas de la policía, nosotros no nos inmiscuiremos.
Harry no contestó. Albert Gilstrup dio con las palmas de las manos en la mesa.
—Bueno, creo que podemos dar la reunión por concluida. Mantendremos las vías abiertas, comisario.
Halvorsen bostezaba mientras el ascensor de cristal descendía silenciosa y suavemente, como él imaginaba que hacían los ángeles.
—¿Por qué no echaste al padre enseguida? —preguntó.
—Porque es un tipo interesante —contestó Harry.
—¿Qué dijo mientras yo estaba fuera?
—Que Ragnhild era una persona estupenda que no podía haber tenido una aventura con Jon Karlsen.
—¿Eso creen ellos?
Harry se encogió de hombros.
—¿Hablasteis de algo más?
Harry vaciló.
—No —repuso con la mirada en el oasis verde con una fuente que destacaba en aquel desierto de mármol.
—¿En qué estas pensando? —preguntó Halvorsen.
—No estoy seguro. He visto sonreír a Mads Gilstrup.
—¿Cómo?
—Vi su reflejo en el cristal. ¿Te has fijado en que Albert Gilstrup parece un muñeco de madera? ¿Uno de esos que utilizan los ventrílocuos?
Halvorsen negó con un gesto.
Andaban en dirección al auditorio por la calle Munkedamsveien, por cuyas aceras se apresuraba la gente sobrecargada con las compras navideñas.
—Ha refrescado —dijo Harry tiritando—. Es una pena que el frío congele el humo de los tubos de escape a ras del suelo… Ahoga la ciudad.
—Aun así, es mejor que ese cargante olor a loción para después del afeitado que apestaba la sala de reuniones —observó Halvorsen.
En la entrada de personal del auditorio Konserthuset había un cartel que anunciaba el concierto navideño del Ejército de Salvación. Sentado en la acera, bajo el cartel, había un chico con un vaso de papel vacío en la mano.
—Mentiste a Bjørgen —dijo Halvorsen.
—Ah, ¿sí?
—¿Condena de dos años por un Stesolid? No tienes ni idea. Puede que Stankic tenga nueve hermanos sedientos de venganza.
Harry se encogió de hombros y miró el reloj. Llegaba tarde a la reunión de A.A. Decidió que era hora de escuchar la palabra de Dios.
—Pero, cuando Jesús vuelva a la tierra, ¿quién será capaz de reconocerlo? —gritó David Eckhoff, doblegando la llama de la vela que tenía delante.
—¿Quién sabe si el Redentor no está ahora mismo entre nosotros, en esta ciudad?
El murmullo inquieto de los congregados recorrió la gran sala de paredes blancas y decoración sencilla. El altar del templo no tenía retablo ni balaustrada, pero entre los bancos y el podio había un reclinatorio donde uno podía arrodillarse y confesar sus pecados. El comisionado miró a los reunidos e hizo una pausa calculada antes de proseguir:
—Porque, si bien dice Mateo que el Redentor vendrá en su esplendor acompañado por todos los ángeles, también está escrito que «yo era un forastero y no me recibisteis; estaba desnudo y no me vestisteis; estaba enfermo y en la cárcel y no vinisteis a verme». —David Eckhoff tomó aire, pasó la hoja y levantó la vista hacia los congregados. Sin mirar el texto, prosiguió—: «Entonces le dirán: Señor, ¿cuándo te vimos forastero, desnudo, enfermo o encarcelado y no te ayudamos? Y él les responderá: Lo que no hicisteis con uno de estos, tampoco lo habéis hecho por mí. Y estos recibirán el castigo eterno, en cambio, los justos, la vida eterna». —El comisionado golpeó la tribuna con la mano—. ¡Lo que Mateo presenta aquí es un grito de guerra, una declaración de guerra contra el egoísmo y la crueldad! —vociferó—. Y nosotros, los salvacionistas, creemos que cuando llegue el fin del mundo se celebrará un juicio normal y corriente, que los justos serán eternamente bienaventurados, y que los impíos arderán en el fuego del infierno.
Cuando el comisionado concluyó el sermón, llegó la hora de los testimonios libres. Un hombre mayor habló de la batalla de la plaza de Stortorvet, donde vencieron con la palabra de Dios en el nombre de Jesús y en el nombre del valor. Finalmente, un joven informó de que terminarían la reunión con el himno número 627 del libro. Se puso delante de la orquestra uniformada compuesta por ocho instrumentos de viento, donde Rikard Nilsen tocaba el bombo, y contó hasta tres. Interpretaron unos compases y luego el director se volvió hacia los asistentes, que entraron al unísono. El cántico resonó imponente en la sala.
—«¡Dejad que ondee la bandera de la salvación! ¡En marcha, partiremos a la guerra santa!».
Terminado el himno, David Eckhoff se dirigió a la tribuna.
—Queridos amigos, permitidme que acabe esta reunión con la noticia de que hoy el gabinete del primer ministro ha confirmado que él en persona estará presente en el concierto navideño que celebraremos en el auditorio.
La noticia fue acogida con un aplauso espontáneo. La gente se levantó y se encaminó lentamente a la salida mientras se oía el rumor de las manifestaciones de entusiasmo. Solo Martine Eckhoff parecía tener prisa. Harry estaba en el último banco y la observaba mientras se acercaba por el pasillo. Llevaba una falda de lana, medias negras y botas Doc Martens, como las suyas, y una gorra blanca de punto. Lo miró directamente sin reconocerlo. Hasta que se le iluminó la cara. Harry se levantó.
—Hola —dijo ladeando la cabeza y sonriéndole—. ¿Trabajo o sed espiritual?
—Bueno. Tu padre es todo un orador.
—Si hubiera sido pentecostalista, se habría convertido en una estrella mundial.
A Harry le pareció vislumbrar a Rikard entre la muchedumbre, a su espalda.
—Verás, tengo un par de preguntas. Si te apetece pasear con este frío, puedo acompañarte a casa.
Martine parecía dudar.
—Si es que vas a casa, claro —se apresuró a añadir Harry.
Martine miró a su alrededor antes de contestar.
—Mejor te acompaño yo a ti, ya que tu casa queda de camino.
Fuera soplaba un viento húmedo, denso y con sabor a grasa y al humo salado de los tubos de escape.
—Iré directamente al grano —dijo Harry—. Tú conoces a Robert y a Jon. ¿Es posible que Robert quisiera matar a su hermano?
—¿Qué dices?
—Piensa antes de contestar.
Caminaban de puntillas sobre el hielo de las calles desiertas cuando pasaron por el teatro de revista de Edderkoppen. La temporada de las comidas navideñas estaba a punto de terminar, pero en la calle Pilestredet continuaba el trajín de los taxis cargados de pasajeros que llevaban ropa de fiesta y la mirada empañada de aguardiente noruego.
—Robert era un poco alocado —dijo Martine—. Pero ¿matar?
Negó decididamente con la cabeza.
—Quizá consiguió que alguien lo hiciera por él.
Martine se encogió de hombros.
—Yo no tenía mucha relación con Jon y Robert.
—¿Por qué no? Puede decirse que crecisteis juntos.
—Sí. Pero no soy de las que se relacionan con los demás. Prefiero estar sola. Igual que tú.
—¿Yo? —dijo Harry sorprendido.
—Un lobo estepario reconoce a un semejante, ¿sabes?
Harry la miró por el rabillo del ojo y vislumbró su expresión burlona.
—Seguro que eras de esos chicos que iban a lo suyo. Misterioso e inaccesible.
Harry sonrió y negó con la cabeza. Pasaron junto a los bidones de petróleo que había delante de la fachada deteriorada pero llena de colorido del Blitz. Él señaló.
—¿Te acuerdas de cuando ocuparon el edificio en 1982 y había conciertos de música punk con Kjøtt, The Aller Værste y todos esos grupos?
Martine se echó a reír.
—No. Yo apenas había empezado a ir al colegio por aquel entonces. Y el Blitz no era el sitio adecuado para los miembros del Ejército de Salvación.
Harry lanzó una sonrisa irónica.
—No. Pero yo acudí a esos conciertos alguna que otra vez. Por lo menos al principio, cuando creía que tal vez fuera un lugar para gente como yo, para un
outsider
. Pero ahí tampoco encajaba. Porque, al fin y al cabo, en el Blitz también imperaban la uniformidad de ideas y el pensamiento colectivo. Los demagogos campaban allí exactamente igual que…