El redentor (34 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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La sargento mayor Rue lo escuchó, le respondió y actuó. Una mujer muy eficaz, pudo confirmar Harry cuando, dos minutos más tarde, colgó y volvió a carraspear.

—Era un serbio, uno de sus chicos del párrafo doce, quien se acordaba de la chica. Cree que se llama Sofia, pero no está seguro. En cambio, sí que recuerda que es de Vukovar.

Harry encontró a Jon tumbado en la cama del apartamento de Robert, con una Biblia abierta sobre el vientre. Se le veía angustiado, con falta de sueño. Harry encendió un cigarrillo, se sentó en la frágil silla de cocina y le preguntó qué creía que habría ido a hacer Robert en Zagreb.

—No tengo ni idea, no me contó nada. Quizá tuviera algo que ver con ese proyecto secreto para el que le presté dinero.

—Vale. ¿Sabes si tenía novia, una joven croata llamada Sofia?

—¿Sofia Miholjec? ¡Estarás de broma!

—Pues no. ¿Quiere eso decir que la conoces?

—Sofia vive en una de nuestras fincas, en la calle Jacob Aall. Su familia estaba entre los refugiados croatas de Vukovar que el comisionado logró traer aquí. Pero Sofia… Sofia tiene quince años.

—Cabe la posibilidad de que estuviese enamorada de Robert. Chica joven. Hombre adulto y atractivo. No es tan raro, ¿sabes?

Jon hizo amago de decir algo, pero se calló.

—Tú mismo dijiste que a Robert le gustaban las chicas jóvenes —añadió Harry.

Jon miró al suelo.

—Te daré la dirección de la familia, así podrás preguntárselo personalmente.

—De acuerdo. —Harry miró el reloj—. ¿Necesitas algo?

Jon echó una ojeada a su alrededor.

—Debería darme una vuelta por mi apartamento. Recoger algo de ropa y artículos de higiene.

—Vale, te llevaré. Ponte una chaqueta y una gorra, hoy hace más frío que de costumbre.

Tardaron veinte minutos en llegar. De camino pasaron junto al viejo estadio deteriorado de Bislett, que iban a demoler, y también frente al restaurante Schrøder, ante cuya puerta había una persona con gorro y abrigo grueso de lana, que Harry reconoció enseguida. Estacionó en lugar prohibido, ante la entrada de la calle Gøteborggata 4, frente a la puerta del ascensor. En la pantalla roja que había sobre la puerta del ascensor vio que se había detenido en la cuarta planta, donde estaba el apartamento de Jon. Aún no habían pulsado el botón de llamada cuando se dieron cuenta de que el ascensor se ponía en movimiento y, una vez más, la pantalla les indicó que bajaba. Harry se frotó las palmas de las manos contra los muslos.

—No te gustan los ascensores —observó Jon.

Harry lo miró sorprendido.

—¿Tanto se me nota?

Jon sonrió.

—A mi padre tampoco le gustan. Ven, utilicemos la escalera.

Subieron, y al cabo de un rato, Harry oyó que la puerta del ascensor se abría en la planta baja.

Entraron en el apartamento y Harry se quedó esperando mientras Jon entraba en el baño para recoger la bolsa de aseo.

—Qué extraño —dijo Jon frunciendo el ceño—. Da la impresión de que alguien ha estado aquí.

—Los técnicos examinaron el apartamento y encontraron las balas —repuso Harry.

Jon se fue al dormitorio y volvió con una bolsa.

—Huele raro —dijo.

Harry echó un vistazo a su alrededor. En la encimera del fregadero había dos vasos, pero sin rastro de leche ni otra bebida en los bordes que pudiera mostrar algo. Ninguna marca de humedad o nieve derretida en el suelo, solo unas astillas delante del escritorio que probablemente venían de la parte delantera de uno de los cajones, que parecía estar rajado.

—Vámonos —dijo Harry.

—¿Qué hace ahí la aspiradora? —preguntó Jon—. ¿La habrá utilizado tu gente?

Harry conocía los procedimientos de criminalística y ninguno implicaba utilizar la aspiradora de la escena del crimen.

—¿Hay alguien más que tenga llaves, aparte de ti? —preguntó Harry.

Jon vaciló.

—Thea, mi novia. Pero ella nunca pasaría la aspiradora por iniciativa propia.

Harry miró las astillas que había delante del escritorio y que serían lo primero que se tragaría una aspiradora. Se acercó al aparato. Habían quitado la boquilla del tubo que conectaba con el extremo de la manguera. En el otro había un tirador de plástico. Sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Tiró del tirador y miró al interior de la redonda boca negra. Pasó el dedo índice por el borde y se observó la yema del dedo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jon.

—Sangre —dijo Harry—. Comprueba que la puerta esté cerrada con llave.

Harry ya lo sabía. Que ahora se hallaba en el umbral de aquel espacio que tanto odiaba y que, pese a todo, no lograba evitar. Retiró la tapa de plástico de la aspiradora. Soltó la bolsa amarilla y la sacó mientras pensaba que allí se encontraba la auténtica morada del dolor. El lugar donde siempre debía recurrir a su capacidad para compenetrarse con la maldad. Una capacidad que, cada día con mayor frecuencia y convicción, pensaba que había desarrollado demasiado.

—¿Qué haces? —preguntó Jon.

La bolsa se veía abombada de tanta basura. Harry cogió un pliegue del grueso papel satinado y tiró hacia atrás. La bolsa reventó y una fina nube de polvo negro se elevó en el aire como el genio de la lámpara. Ascendía ingrávido hacia el techo mientras Jon y Harry observaban el contenido que ahora estaba sobre el parqué.

—Que Dios nos ayude —susurró Jon.

18

V
IERNES, 18 DE DICIEMBRE

E
L VERTEDERO

—Dios bendito —suspiró Jon buscando una silla a tientas—. ¿Qué ha pasado aquí? Es… es…

—Sí —dijo Harry, quien, acuclillado junto a la aspiradora, se concentraba en respirar pausadamente—. Es un ojo.

El globo ocular parecía una medusa sangrienta naufragada. El polvo se había adherido a la superficie blanca. Harry pudo distinguir las sujeciones de músculos en el reverso ensangrentado y el rabito grueso y blanco que, más que el nervio óptico, parecía una culebra.

—Lo que me pregunto es cómo ha pasado por el filtro y ha caído dentro de la bolsa de polvo, sin sufrir daño alguno. Si es que ha sido succionado…

—Quité el filtro —explicó Jon con voz temblorosa—. Así aspira mucho mejor.

Harry sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y lo utilizó para dar la vuelta al ojo con sumo cuidado. Parecía de consistencia blanda, aunque había un núcleo duro. Se apartó un poco para que la luz de la lámpara del techo iluminara la pupila. Era grande, negra y de forma irregular, puesto que la musculatura del ojo ya no la mantenía redonda. El iris claro, casi turquesa, que enmarcaba la pupila, brillaba como los matices de una canica opaca. Harry oyó la respiración acelerada de Jon a su espalda.

—Un iris azul inusualmente claro —ratificó Harry—. ¿Alguien que conozcas?

—No, yo… No sé.

—Verás, Jon —dijo Harry sin volverse—. No sé si tienes práctica en esto de las mentiras, pero el caso es que se te dan fatal. No puedo obligarte a que me cuentes detalles íntimos de tu hermano, pero esto… —Harry señaló el globo ocular ensangrentado—. No me queda otra que obligarte a contarme qué es.

Se volvió. Jon estaba sentado en una de las dos sillas de la cocina con la cabeza gacha.

—Yo… Ella… —balbució con la voz ahogada por el llanto.

—Así que ella —repitió Harry animándolo.

Jon asintió con la cabeza que aún mantenía hundida.

—Se llama Ragnhild Gilstrup. Nadie más tiene unos ojos así.

—¿Y cómo habrá llegado su ojo hasta tu aspiradora?

—No tengo ni idea. Ella… Nosotros… Solíamos vernos aquí. Ella tenía una llave. ¿Qué he hecho, Harry? ¿Por qué ha sucedido esto?

—No lo sé, Jon. Pero yo tengo trabajo aquí y antes tenemos que dejarte a ti en algún lugar seguro.

—Volveré a la calle Ullevålsveien.

—¡No! —exclamó Harry—. ¿Tienes la llave del apartamento de Thea?

Jon asintió.

—De acuerdo, vete allí. Mantén la puerta cerrada y no abras a nadie que no sea yo.

Jon se encaminó a la salida, pero se detuvo.

—¿Harry?

—¿Sí?

—¿Es preciso que lo mío con Ragnhild trascienda? Dejé de verla cuando Thea y yo empezamos a salir.

—Entonces, no será tan grave.

—No lo entiendes —dijo Jon—. Ragnhild Gilstrup estaba casada.

Harry asintió lentamente con la cabeza.

—¿El octavo mandamiento?

—El décimo —corrigió Jon.

—No puedo mantenerlo en secreto, Jon.

Jon miró a Harry, asombrado. Luego meneó la cabeza lentamente.

—¿Qué ocurre?

—No puedo creer lo que acabo de decir —confesó Jon—. Ragnhild está muerta y todo lo que me preocupa es salvar mi propio pellejo.

Los ojos de Jon se anegaron en llanto. Y, en un momento de debilidad, Harry sintió compasión por él. No la clase de compasión que podía sentir por la víctima o por sus familiares, sino la que nos inspira ese momento desgarrador en el que uno es consciente de la miseria de su propia humanidad.

Había ocasiones en que Sverre Hasvold se arrepentía de haber abandonado la vida de marinero de navegación internacional para convertirse en portero de la nueva finca de la calle Gøteborggata 4. Especialmente cuando, en días gélidos como aquel, llamaban para avisar de que el vertedero de basura había vuelto a atascarse. Solía ocurrir una vez al mes y la razón era obvia: el vano de la portezuela existente en cada planta tenía las mismas dimensiones que el propio vertedero. Las fincas antiguas eran mucho mejores. Incluso en la década de 1930, cuando aparecieron los primeros vertederos de basura, los arquitectos tuvieron el suficiente sentido común como para diseñar el vano con un diámetro más pequeño, de modo que la gente no pudiera, empujando, colar por él bolsas y objetos que luego se atascaban más abajo en el vertedero. En la actualidad solo se tenía en cuenta el estilo y la luminosidad.

Hasvold abrió el vertedero de la tercera planta, metió la cabeza dentro y encendió la linterna. Las bolsas de plástico blancas brillaban en el fondo y se dio cuenta de que, como de costumbre, el problema se localizaba entre la primera y la segunda planta, donde el vertedero presentaba un levísimo estrechamiento.

Entró en el cuarto de la basura del sótano y encendió la luz. El frío y la humedad eran tales que se le empañaron las gafas. Con un escalofrío, cogió la barra de hierro de casi tres metros que, precisamente para esas ocasiones, guardaba en el suelo, junto a la pared. Le había encajado una bola de plástico en la punta a fin de no agujerear las bolsas de basura cuando desatascaba el vertedero. Vio que algo goteaba en la abertura del vertedero. Golpeó ligeramente el plástico de las bolsas que se apilaban en el contenedor. Las normas de la comunidad decían bien claro que el vertedero solo debía usarse para basura seca guardada en bolsas bien cerradas, pero la gente hacía caso omiso, incluso aquellos que decían ser cristianos.

Y en efecto, entre el crujir de cáscaras de huevo y cartones de leche, se metió en el contenedor y se acercó a la redonda abertura del techo. Miró hacia arriba, pero solo vio oscuridad. Empujó la barra hacia arriba esperando dar con la habitual masa blanda de bolsas de basura, pero la barra se topó con algo duro. Arremetió con más fuerza. No se movía; obviamente, algo se había atascado.

Cogió la linterna que llevaba colgada del cinturón, y la enfocó hacia el interior del vertedero. Una gota se estampó en el cristal de las gafas. Soltó un improperio y, cegado, se quitó las gafas y frotó la lente con la bata azul mientras sujetaba la linterna bajo el brazo. Se apartó un poco y dirigió la mirada miope hacia arriba. Se quedó perplejo. Apuntó con la linterna y enseguida echó a volar la imaginación. Miró con atención mientras sintió que se le ralentizaba el corazón. Incrédulo, volvió a ponerse las gafas. Entonces el corazón se le detuvo del todo.

La barra de hierro se deslizó raspando la pared de hormigón antes de dar en el suelo con un tintineo. Sverre Hasvold comprobó entonces que se había desplomado en el montón de basura y que la linterna se le había caído entre las bolsas. Una nueva gota se estampó con un chasquido en la bolsa que tenía entre los muslos. Se echó hacia atrás a toda velocidad, como si fuese ácido corrosivo. Se levantó y salió corriendo.

Necesitaba respirar aire fresco. Había visto cosas en el mar, pero nada parecido a aquello, aquello no era… normal. Debía de ser algún loco. Empujó la puerta y salió a la acera tambaleándose sin notar la presencia de los dos hombres altos que allí había, ni tampoco el frío. Se apoyó en la pared, mareado y jadeante, y sacó el móvil. Lo contempló desorientado. Habían cambiado los números de emergencia hacía algunos años con la idea de que resultaran más fáciles de recordar, pero, naturalmente, él solo retenía en la memoria los antiguos. Reparó en los dos hombres. Uno estaba hablando por el móvil y reconoció al otro como uno de los inquilinos.

—Disculpa, ¿sabes cómo se llama a la policía? —preguntó Hasvold, y se dio cuenta de que se había quedado afónico, como si se hubiera pasado un buen rato gritando.

El inquilino miró rápidamente al otro hombre, que observó al portero un momento antes de decir por el móvil:

—Espera, puede que, después de todo, no necesitemos a Ivan y al grupo canino. —El hombre bajó el móvil y se dirigió a Sverre Hasvold.

—Soy el comisario Hole de la policía de Oslo. Deja que adivine…

Tore Bjørgen miraba por la ventana del dormitorio hacia el patio interior de un piso próximo a la plaza de Vestkanttorget. Dentro reinaba el mismo silencio que fuera; no se oía el griterío de niños corriendo o jugando en la nieve. Quizás hiciera demasiado frío, puede que estuviese demasiado oscuro. Por otro lado, hacía varios años que no veía niños jugando fuera en invierno. Desde el salón, oyó que el presentador del telediario pronosticaba temperaturas muy bajas y anunciaba que el ministro de Sanidad y Política Social iba a tomar medidas extraordinarias para dar cobijo a todos los sin techo, y que recomendaba subir la calefacción a todas las personas mayores que vivieran solas. El presentador dijo también que la policía buscaba a un ciudadano croata llamado Christo Stankic. Y que cualquier dato que condujera a su detención sería recompensado. Nada dijo de la cantidad, pero Tore Bjørgen supuso que equivaldría al precio de un billete de avión a Ciudad del Cabo, más tres semanas de alojamiento.

Tore Bjørgen se limpió las fosas nasales y se frotó el resto de cocaína de las encías, lo que anuló el poco sabor a pizza que le quedaba en la boca.

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