El redentor (35 page)

Read El redentor Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
2.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Había dicho al jefe del Biscuit que le dolía la cabeza y se marchó pronto. Christo, o Mike, como decía que se llamaba, le esperaba en un banco de la plaza de Vestkanttorget, tal como habían acordado. Era evidente que a Christo le había gustado su pizza «Grandiosa», que devoró con fruición sin reparar en el sabor que le aportaban los quince miligramos de píldoras machacadas de Stesolid.

Tore Bjørgen contempló a Christo, que ahora dormía boca abajo y desnudo en la cama. Respiraba de forma regular y profunda, a pesar de la mordaza con bola que le había puesto. Mientras Tore montaba su pequeño arreglo, no dio señales de despertar. Tore compró los tranquilizantes, por quince coronas cada uno, a un drogadicto febril que trabajaba en la calle, justo en frente del Biscuit. El resto tampoco resultó tan caro. Tanto las esposas como las cadenas para los tobillos, la mordaza con bola y las flamantes bolas anales, venían de un paquete para principiantes que adquirió a través de Internet en Leksho.com por tan solo 599 coronas.

El edredón estaba en el suelo y la piel de Christo parecía candente bajo la luz de las velas que Tore había encendido por toda la habitación. Sobre la sábana blanca, su cuerpo formaba una «Y». Tenía las manos atadas al cabecero de la sólida cama de latón y los pies separados y atados cada uno a un poste, a los pies de la cama. Tore le había colocado una almohada debajo del abdomen para levantarle el trasero.

Quitó la tapa de la caja de vaselina, cogió un poco con el dedo índice y con la otra mano le separó las nalgas a Christo. Y volvió a pasársele por la cabeza. Aquello era violación. Difícilmente se podía considerar otra cosa. Y solo de pensar en la palabra «violación» se ponía cachondo.

En rigor, no estaba seguro de si a Christo le molestaría demasiado que juguetease un poco con él. Las señales habían sido confusas. En cualquier caso, resultaba peligroso jugar con un asesino. Deliciosamente peligroso. Pero no insensato. Al fin y al cabo, el hombre que tenía debajo iba a ser encarcelado de por vida.

Contempló su propia erección. Sacó las bolas anales de la caja y tiró fuertemente de ambas puntas del hilo de nailon fino pero sólido que las ensartaba como en un collar de perlas. Las primeras bolas eran pequeñas, pero iban aumentando de tamaño conforme bajaban. La más grande era del tamaño de una pelota de golf. Según las instrucciones, las bolas debían introducirse en el ano y luego había que extraerlas muy lentamente para lograr la máxima estimulación de los nervios que había dentro y alrededor de la sensible apertura anal. Tenían diferentes colores y quien no supiera que se trataba de bolas anales, pensaría que era algo completamente distinto. Tore sonrió al ver su propia imagen distorsionada en la bola más grande. Su padre tal vez se hubiese sorprendido un poco al abrir el regalo navideño que Tore le envió para felicitarlo desde Ciudad del Cabo con la esperanza de que lo utilizaran para adornar el árbol de Navidad. Pero nadie de la familia de Vegårdshei tendría la menor idea de qué bolas eran aquellas que tanto brillaban mientras ellos, siguiendo la tradición, bailaban en corro alrededor del árbol. Ni sabrían de dónde habían salido esas bolas.

Harry condujo a Beate y a sus dos ayudantes por la escalera que iba al sótano, donde el portero les abrió la puerta del cuarto de la basura para que entrasen. Uno de los ayudantes era una chica nueva cuyo nombre Harry retuvo exactamente durante tres segundos.

—Allí arriba —dijo Harry.

Los otros tres, cuya indumentaria se parecía a los monos blancos que llevan los apicultores, se adelantaron con cautela hasta quedar situados bajo la abertura del vertedero, y, un segundo después, los haces de luz de sus linternas desaparecieron en la oscuridad del interior del conducto. Harry observó a la nueva ayudante, esperando verle la reacción en la cara. Cuando se produjo, evocó en Harry la imagen de un coral que se encoge al contacto con los dedos de los submarinistas. Beate negó con la cabeza, en un gesto casi imperceptible, como un fontanero que contempla una avería normal como consecuencia de la helada.

—Enucleación ocular —dijo, y la voz resonó en el vertedero—. ¿Tomas nota, Margaret?

La asistente resopló mientras se tanteaba el interior del traje de apicultor en busca de papel y lápiz.

—¿Perdón?

—Le han extirpado el globo ocular izquierdo. ¿Margaret?

—Estoy en ello —confirmó la ayudante mientras tomaba nota.

—La mujer parece estar colgada cabeza abajo, probablemente encajada en el vertedero. Le gotea un poco de sangre de la cuenca del ojo y en la parte interior distingo unas líneas blancas que deben de ser el interior del cráneo visto a través del tejido. La sangre presenta un rojo muy oscuro, lo que indica que coaguló hace un buen rato. Cuando llegue el forense, comprobará la temperatura y la rigidez. ¿Demasiado rápido?

—No, va bien —dijo Margaret.

—Hemos encontrado rastros de sangre en la portezuela de la cuarta planta, la misma donde hallamos el ojo, así que lo más probable es que hayan introducido ahí el cadáver a la fuerza. La abertura es bastante estrecha y, desde aquí, parece que el hombro derecho esté dislocado. Pudo ocurrir cuando la metieron en el conducto, o al detenerse en la caída, cuando llegó a la parte más estrecha… No es fácil determinarlo desde este ángulo, pero creo advertir en el cuello unos cardenales que podrían indicar estrangulamiento. El forense examinará el hombro y determinará la causa de la muerte. Y aquí ya no podemos hacer mucho más. Adelante, Gilbert.

Beate se hizo a un lado y el ayudante masculino tomó varias fotografías del vertedero.

—¿Qué es esa masa de color amarillento que se aprecia en la cuenca del ojo? —preguntó.

—Grasa —contestó Beate—. Echa un vistazo al contenedor y busca objetos que puedan pertenecer a la víctima o a la persona que la asesinó. Después, ayuda a los agentes que están fuera a bajarla. Margaret, ven conmigo.

Salieron al pasillo y Margaret se acercó a la puerta del ascensor y pulsó el botón de llamada.

—Mejor subimos a pie —sugirió Beate. Margaret la miró sorprendida antes de seguir a sus dos colegas de más edad.

—Pronto vendrán otros tres de los míos —dijo Beate a modo de respuesta a la pregunta no formulada por Harry. Las largas piernas de Harry subían los peldaños de dos en dos, pero ella le seguía el ritmo pese a su baja estatura—. ¿Testigos?

—De momento, ninguno —contestó Harry—. Pero seguimos comprobándolo. Tres agentes visitan en estos momentos a los vecinos del edificio. Luego probarán suerte en los edificios colindantes.

—¿Y llevan alguna foto de Stankic?

Harry la miró para comprobar si había ironía en su pregunta. No era fácil averiguarlo.

—¿Cuál es tu primera impresión? —preguntó Harry.

—Es un hombre —dijo Beate.

—¿Porque quien la haya metido por la puertezuela debe de ser alguien muy fuerte?

—Tal vez.

—¿Algo más?

—Harry, ¿tenemos alguna duda sobre quién es el responsable? —suspiró ella.

—Sí, Beate, tenemos dudas. Es una cuestión de principios, dudamos hasta no estar completamente seguros.

Harry se volvió hacia Margaret, que iba ya sin aliento.

—¿Y tu primera impresión?

—¿Cómo?

Llegaron al pasillo de la cuarta planta. Ante la puerta del apartamento de Jon Karlsen había un hombre corpulento vestido con un traje de
tweed
debajo de un abrigo de la misma tela. Al parecer, los estaba esperando.

—Me pregunto cuál ha sido tu sensación al entrar en el apartamento —dijo Harry—. Y al ver el cadáver en el vertedero.

—¿Mi sensación? —sonrió Margaret, desconcertada.

—¡Sí! ¡Tu sensación! —repitió Ståle Aune tendiendo una mano que Harry estrechó enseguida—. Pongan atención y aprendan, amigos, porque este es el famoso evangelio de Harry Hole. Antes de entrar en la escena del crimen, debes vaciar la cabeza de todo pensamiento, transformarte en un recién nacido, sin lenguaje, y abrirte a la primera impresión, que es sagrada. Los primeros segundos son importantísimos, tu gran oportunidad, una oportunidad única de ver lo que ha pasado sin conocer los hechos. Suena a conjuro de espíritus, ¿verdad? Bonito traje, Beate. ¿Y quién es tu encantadora colega?

—Te presento a Margaret Svendsen.

—Ståle Aune —dijo el hombre agarrando la mano enguantada de Margaret y plantándole un beso—. Vaya. Sabes a látex, querida.

—Aune es psicólogo —explicó Beate—. Suele echarnos una mano.

—«Suele
intentar
echaros una mano» —matizó Aune—. Por desgracia, la psicología es una ciencia que todavía lleva pantalones cortos y no debería atribuírsele valor categórico hasta dentro de cincuenta o cien años. ¿Y cuál es tu respuesta a la pregunta del comisario Hole, querida?

Margaret miró a Beate en busca de ayuda.

—Yo… No lo sé —repuso—. Lo del ojo fue un poco desagradable, claro.

Harry abrió la puerta.

—Sabes que no aguanto la sangre —le advirtió Aune.

—Tú imagina que es un ojo de cristal —sugirió Harry antes de abrir y apartarse—. Camina sobre el plástico y no toques nada.

Aune pisó con cuidado el sendero de plástico negro que cruzaba el suelo. Se puso en cuclillas junto al ojo que seguía sobre el montón de polvo que se apilaba al lado de la aspiradora pero había adquirido una película gris.

—Por lo visto se llama enucleación —explicó Harry.

Aune enarcó una ceja.

—Realizada con una aspiradora pegada al ojo.

—No se puede extraer un ojo de la cabeza únicamente con una aspiradora —rebatió Harry—. Quien haya hecho esto habrá succionado un poco hasta que haya podido colar los dedos por detrás. Los músculos y los nervios ópticos son sólidos.

—Cuánto sabes, Harry.

—Una vez detuve a una mujer que había ahogado a su hijo en la bañera. Mientras estaba en prisión preventiva, se sacó el ojo. El médico me explicó algo de la técnica.

Todos oyeron cómo Margaret tomaba aire detrás de ellos.

—Extirparle un ojo a alguien no tiene por qué ser mortal —dijo Harry—. Beate sospecha que la estrangularon. ¿Qué te dice tu primera impresión?

—Es obvio, esto solo ha podido llevarlo a cabo una persona con un fuerte desequilibrio emocional o intelectual —sentenció Aune—. La mutilación indica una ira incontrolada. Por supuesto, el hecho de que haya optado por arrojar el cadáver a la basura puede deberse a razones de tipo práctico.

—Lo dudo —dijo Harry—. Si lo que pretendía era que no hallasen el cadáver enseguida, habría sido más inteligente dejarlo en el apartamento.

—En muchos casos, se trata de actos más o menos simbólicos.

—¿Extirpar un ojo y tratar el resto como si fuera basura?

—Sí.

Harry miró a Beate.

—No me parece propio de un asesino profesional —dijo.

Aune se encogió de hombros.

—Quizá se trate de un asesino profesional enfadado.

—Los profesionales suelen seguir su método. Y hasta ahora, el método de Christo Stankic ha sido disparar a sus víctimas.

—Cabe la posibilidad de que tenga un repertorio más extenso —dijo Beate—. O puede que la víctima lo sorprendiera en el interior del apartamento.

—Es posible que no quisiera disparar para no llamar la atención de los vecinos —dijo Margaret.

Los otros tres se volvieron hacia ella.

La joven sonrió asustada.

—Quiero decir… Tal vez necesitara un rato de paz y tranquilidad en el apartamento. Es posible que estuviera buscando algo.

Harry se dio cuenta de que, de repente, Beate, más pálida que de costumbre, empezaba a respirar ansiosamente por la nariz.

—¿A qué te suena todo esto? —preguntó dirigiéndose a Aune.

—A psicología —contestó Aune—. A muchas preguntas. Sin más respuestas que un montón de hipótesis.

Una vez en la calle, Harry le preguntó a Beate si se encontraba mal.

—Solo estoy un poco mareada —dijo ella.

—Ah, ¿sí? Pues te prohíbo que te pongas enferma ahora. ¿Entendido?

Ella le dedicó una sonrisa críptica por respuesta.

Se despertó, abrió los ojos y vio la luz moverse por el techo blanco. Le dolía todo el cuerpo, y la cabeza, y tenía frío. Llevaba algo en la boca. Cuando intentó moverse, notó que estaba encadenado de pies y manos. Levantó la cabeza. En el espejo que había a los pies de la cama, al resplandor de las velas, vio que estaba desnudo. Y tenía algo en la cabeza, algo negro que parecía la cabezada de un caballo. Una correa con una pelota le cruzaba la cara amordazándolo. Tenía las manos esposadas, los pies sujetos con algo negro que parecían grilletes. Miró al espejo. En la sábana, entre las piernas, reparó en el extremo de un hilillo que desaparecía entre las nalgas. Y tenía algo blanco sobre el estómago. Parecía semen. Apoyó de nuevo la cabeza en el almohadón y cerró los ojos. Sentía deseos de gritar, pero era consciente de que la pelota ahogaría cualquier intento con suma eficacia.

Oyó una voz que venía del salón.

—¿Oiga? ¿Policía?

¿Policía?
Polizei? Police
?

Se dio la vuelta en la cama, tironeó angustiado con los brazos y gimió de dolor cuando las esposas le rajaron la piel de los pulgares. Torció las manos de modo que los dedos pudieran agarrar la cadena que unía las esposas. Esposas. Hierro fundido. Su padre le había enseñado que los materiales de construcción solían aguantar la carga en una sola dirección, y el arte de torcer el hierro trataba de saber dónde y en qué dirección opondría menor resistencia. La cadena que unía las esposas estaba hecha de forma que fuese imposible separarlas de un tirón.

Oyó que el tipo seguía hablando por teléfono en el salón, solo un rato más, antes de que todo quedara en silencio.

Colocó el punto donde se unían la cadena y la pulsera de las esposas contra los barrotes del cabecero de la cama, pero, en lugar de tirar, empezó a torcer. Tras un cuarto de vuelta, la cadena se atascó en el barrote. Intentó torcer más, pero la cadena no cedía. Lo intentó de nuevo, pero las manos se le resbalaban contra el hierro.

—¿Oiga? —dijo la voz desde el salón.

Tomó una gran bocanada de aire. Cerró los ojos y evocó la imagen de su padre en la obra, delante de las pilas de hierro fundido, con la camisa de manga corta y aquellos antebrazos enormes, susurrándole al niño que él era entonces: «Descarta la duda. Solo hay lugar para la voluntad. El hierro no tiene voluntad y por eso siempre pierde».

Other books

Wounds by Alton Gansky
Stranded With Her Ex by Jill Sorenson
Motown Showdown by K.S. Adkins
Scoundrel's Honor by Rosemary Rogers
The Third Sin by Aline Templeton
Treva's Children by David L. Burkhead