El redentor (41 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Jon Karlsen seguía sin aparecer. Se levantó anquilosado de la acera junto al Sofienbergparken. Era como si el frío surgiera del interior de la tierra para inyectársele en el cuerpo. La sangre empezó a circularle por las piernas en cuanto se puso a andar, pero entonces tuvo que dar la bienvenida a los dolores. No había contado las horas que pasó allí sentado con las piernas cruzadas y el vaso de papel delante, mientras observaba a cuantos entraban y salían del edificio de la calle Gøteborggata, pero ya empezaba a disiparse la luz del día. Metió la mano en el bolsillo.

Las limosnas cosechadas seguramente le alcanzarían para un café, para algo de comer y quizá para un paquete de cigarrillos.

Se fue rápidamente hacia el cruce, en dirección a la cafetería donde le habían dado el vaso de papel. Había visto un teléfono colgado en la pared, pero descartó la idea. Se detuvo frente a la cafetería, bajó la capucha azul y contempló su reflejo en la ventana. No era de extrañar que la gente creyera que era un pobre necesitado. La barba le crecía rápidamente y en la cara tenía las marcas del hollín del fuego que había encendido en el contenedor.

En el reflejo vio el semáforo cambiar a rojo y un coche que se detenía a su lado. Echó un vistazo al interior del vehículo mientras sujetaba el pomo de la puerta de la cafetería. Y se quedó de piedra. El dragón. El tanque serbio. Jon Karlsen. En el asiento del acompañante. A tan solo dos metros de él.

Entró en la cafetería y se fue rápidamente hasta la ventana para observar el coche desde dentro. Creyó reconocer al hombre que conducía, pero no se acordaba de dónde lo había visto. En Heimen. Sí, era uno de los agentes que acompañaban a Harry Hole. En el asiento trasero iba una mujer.

El semáforo cambió a verde. Salió corriendo justo a tiempo de ver el humo blanco del tubo de escape del coche, que aceleraba calle arriba siguiendo la orilla del parque. Y echó a correr detrás. Al fondo, a lo lejos, vio que el coche giraba hacia la calle Gøteborggata. Comprobó los bolsillos. Notó el trozo de cristal de la ventana de la cabaña en sus dedos casi insensibles. Las piernas no le obedecían, eran como prótesis muertas, y pensó que, si daba un mal paso, se le quebrarían como témpanos.

El parque, con los árboles y el jardín de infancia, y las lápidas del cementerio, todo temblaba ante su vista como reflejado en una pantalla saltarina. Rozó la pistolacon la mano. Debía de haberse cortado con el trozo de cristal porque la culata estaba pegajosa.

Halvorsen aparcó justo enfrente del número 4 de la calle Gøteborggata y Jon y él salieron del coche para estirar las piernas mientras Thea entraba a buscar su insulina.

Halvorsen miró a un lado y a otro de la calle desolada. Jon también parecía inquieto mientras daba pataditas para entrar en calor. A través de la ventanilla del coche, Halvorsen veía el salpicadero y la funda con el arma reglamentaria, que se había quitado porque se le clavaba en el costado mientras conducía. Si algo sucedía, podría alcanzarla en dos segundos. Encendió el móvil y vio que había recibido un mensaje durante el trayecto. Pulsó un botón y una voz conocida le dijo que tenía un mensaje. Halvorsen escuchó con atención, su sorpresa iba en aumento. Vio que Jon se percataba de la voz del teléfono y que se le acercaba. La sorpresa de Halvorsen se convirtió en incredulidad.

Cuando colgó, Jon lo miró inquisitivamente, pero Halvorsen no dijo nada, sino que marcó rápidamente un número.

—¿Qué pasa? —preguntó Jon.

—Era una confesión —declaró Halvorsen.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Informar a Harry.

Halvorsen levantó la vista y constató que Jon tenía la cara distorsionada, que tenía los ojos desorbitados y sombríos y que parecían estar viendo a través de él, más allá de él.

—¿Pasa algo? —preguntó Halvorsen.

Harry cruzó la aduana y entró en el modesto edificio de la terminal de Pleso, donde metió su Visa en un cajero que, sin protestar, le dio kunas por valor de mil coronas. Metió la mitad en un sobre marrón antes de salir fuera y sentarse en un Mercedes con la placa azul de los taxis.

—International Hotel.

El taxista metió la marcha y empezó a conducir sin mediar palabra.

Una capa de nubes bajas derramaba su lluvia sobre los campos ocres, que, salpicados de manchas de nieve gris, flanqueaban la autovía que conducía hacia el noroeste a través del paisaje cambiante que formaba el camino a Zagreb.

Al cabo de un cuarto de hora, vio que Zagreb cobraba la forma de bloques de hormigón y campanarios que se recortaban contra el horizonte. Pasaron junto a un río tranquilo y negro que Harry supuso era el Sava. Entraron en la ciudad por una avenida ancha que parecía sobredimensionada para el escaso tráfico que circulaba por ella, dejaron atrás la estación de ferrocarril y un parque grande y abierto sin gente, con un gran pabellón acristalado. Unos árboles desnudos extendían sus tenebrosos dedos invernales.

—International Hotel —anunció el taxista deteniéndose frente a un impresionante coloso de hormigón gris del tipo que los países comunistas solían edificar para la clase gobernante que viajaba.

Harry pagó el taxi. Uno de los porteros del hotel, disfrazado de almirante, ya había abierto la puerta del coche y lo esperaba con un paraguas y una sonrisa de oreja a oreja.


Welcome, sir. This way, sir
.

Harry puso el pie en la acera en el mismo momento en que dos huéspedes del hotel salían por la puerta giratoria y entraban en un Mercedes que había ido a recogerlos. Detrás de la puerta giratoria centelleaba una gran lámpara de cristal. Harry se detuvo.


Refugees
?


Sorry, sir
?

—Refugiados —repitió Harry—. Vukovar.

Harry notó las gotas de lluvia en la cabeza, ya que el paraguas y la amplia sonrisa desaparecieron de repente, y el dedo índice enguantado del almirante señaló a una puerta más abajo en la fachada.

Lo primero que Harry pensó al cruzar el umbral y verse en una recepción grande y desnuda de alto techo abovedado fue que allí olía a hospital. Y que las cuarenta o cincuenta personas que había de pie o sentadas junto a las dos largas mesas dispuestas en el centro de la recepción —o que hacían cola delante del mostrador para recibir su ración de sopa— parecían pacientes. Quizá tuviese algo que ver con la ropa. Ropa deportiva amorfa, jerséis desgastados y zapatillas con agujeros que indicaban una dejadez absoluta por lo que se refería al aspecto físico. O tal vez fueran las cabezas gachas sobre los platos de sopa y las miradas cansinas y abatidas que apenas le prestaban atención.

Echó un vistazo al local y se detuvo en el bar. Parecía un puesto de salchichas que, de momento, no tenía clientes, solo un camarero que hacía tres cosas a la vez: sacar brillo a un vaso; comentar el partido de la tele que colgaba del techo con los hombres de la mesa más cercana, y vigilar a Harry hasta en el más mínimo movimiento.

Harry intuía que había llegado al lugar correcto y se encaminó a la barra. El camarero se pasó la mano hacia atrás por el pelo engominado.


Da
?

Harry intentaba hacer caso omiso de las botellas alineadas en la repisa, al fondo del puesto de salchichas. Pero hacía rato que había reconocido a su viejo amigo y enemigo Jim Beam. El camarero siguió la mirada de Harry y señaló, interrogante, la botella cuadrada llena de líquido dorado.

Harry negó con un gesto. Y tomó aire. No había razón alguna para complicar las cosas.


Mali spasitelj
.—Lo dijo tan bajito que, debido al ruido de la tele, solo pudo oírlo el camarero—. Estoy buscando al pequeño redentor.

El camarero miró a Harry con atención antes de contestarle en inglés con un fuerte acento alemán.

—No conozco a ningún redentor.

—Me ha dicho un amigo de Vukovar que
mali spasitelj
puede ayudarme. —Harry sacó el sobre marrón de la chaqueta y lo dejó en la barra.

El camarero miró el sobre sin tocarlo.

—Eres policía —dijo.

Harry negó con la cabeza.

—Mientes —dijo el camarero—. Lo vi en cuanto entraste.

—Lo que viste es a alguien que ha sido policía durante doce años, pero que ya no lo es. Lo dejé hace dos años. —Harry miró al camarero a los ojos. Y se preguntó por qué tipo de delito lo habrían condenado. El tamaño de los músculos y los tatuajes indicaban que, fuese lo que fuese, tuvo que cumplir condena bastante tiempo.

—Aquí no vive nadie al que llamen el redentor. Y yo los conozco a todos.

El camarero estaba a punto de darse la vuelta cuando Harry se inclinó sobre la barra y lo sujetó por el antebrazo. El camarero miró la mano de Harry, y este pudo notar cómo se hinchaban los bíceps del hombre. Harry lo soltó.

—Un traficante que vendía droga delante de su colegio le pegó un tiro a mi hijo porque le dijo al tipo que, si continuaba, se chivaría al director.

El camarero no contestó.

—Tenía once años —añadió Harry.

—Señor, no tengo ni idea de por qué me cuenta esto.

—Para que entiendas por qué voy a seguir aquí sentado hasta que venga alguien que me pueda ayudar.

El camarero asintió lentamente con la cabeza. La pregunta llegó como un rayo:

—¿Cómo se llamaba tu hijo?

—Oleg —dijo Harry.

Se miraron. El camarero guiñó un ojo. Harry notó el móvil vibrando silenciosamente en el bolsillo, pero lo dejó sonar.

El camarero puso la mano encima del sobre marrón y lo empujó hacia Harry.

—No es necesario. ¿Cómo te llamas y en qué hotel te hospedas?

—Vengo directamente del aeropuerto.

—Escribe tu nombre en esta servilleta y alójate en el Hotel Balkan, al lado de la estación de ferrocarril. Cruza el puente y sigue recto. Espera en la habitación. Alguien se pondrá en contacto contigo.

Harry iba a decir algo, pero el camarero se había vuelto hacia la televisión para volver a comentar el partido.

Ya en la calle, comprobó que tenía una llamada perdida de Halvorsen.


Do vraga
! —suspiró—. ¡Joder!

La nieve de la calle Gøteborggata parecía un sorbete rojo.

Estaba confuso. Todo había pasado tan deprisa… La última bala que había enviado detrás de Jon Karlsen mientras escapaba había dado en la fachada del edificio emitiendo un sonido suave. Karlsen había logrado entrar por la puerta y desaparecer tras ella. Se puso en cuclillas y notó cómo el trozo de cristal sangriento le desgarraba el bolsillo. El policía estaba boca abajo con la cara en la nieve, que absorbía la sangre de los cortes que tenía en el cuello.

El arma, pensó, y cogió al hombre por los hombros para darle la vuelta. Necesitaba algo con lo que disparar. Un golpe de viento le apartó el pelo de la cara, de una palidez anormal. Buscó rápidamente en los bolsillos del abrigo. La sangre manaba sin cesar, espesa y roja. Solo le dio tiempo a notar el sabor a bilis antes de que la boca se le llenase de vómito. Se dio la vuelta y el contenido amarillento del estómago se estampó contra el hielo. Se limpió la boca. Los bolsillos. Encontró una cartera. La cinturilla del pantalón. ¡Joder, agente, deberías haber llevado una pistola si pretendías proteger a alguien!

Un coche dobló la esquina y se acercó a ellos. Cogió la cartera, cruzó la calle y empezó a andar. El coche se detuvo. No tenía que correr. Echó a correr.

Resbaló en la acera, delante de la tienda de la esquina, y aterrizó sobre la cadera, pero se levantó enseguida, sin sentir dolor. Continuó rumbo al parque, el mismo trayecto que hizo a la carrera la otra vez. Era una pesadilla, una pesadilla con acontecimientos sin sentido que no dejaban de repetirse. ¿Estaba volviéndose loco o todo aquello estaba ocurriendo de verdad? El aire frío y la bilis le ardían en la garganta. Había llegado hasta la calle Markveien cuando oyó las primeras sirenas policiales. Y entonces lo sintió. Tenía miedo.

22

S
ÁBADO, 19 DE DICIEMBRE

M
INIATURA

La comisaría central resplandecía como un árbol navideño en la oscuridad de la tarde. Dentro, en la sala de interrogatorios número 2, se encontraba Jon Karlsen con la cabeza apoyada en las manos. Al otro lado de la pequeña mesa redonda que había en la sala se hallaba la agente de policía Toril Li. Entre ellos había dos micrófonos y la copia de la primera declaración. A través de la ventana, Jon podía ver a Thea, que esperaba su turno en la sala contigua.

—¿Así que os atacó? —dijo la agente mientras leía la declaración.

—El hombre de la chaqueta azul vino corriendo hacia nosotros con una pistola.

—¿Y luego?

—Todo sucedió muy rápido. Pasé tanto miedo que solo puedo recordar fragmentos. Tal vez se deba a la conmoción cerebral.

—Comprendo —contestó Toril Li con una expresión que indicaba todo lo contrario. Echó una mirada a la luz roja para comprobar que la máquina siguiese grabando.

—Pero ¿Halvorsen fue corriendo hacia el coche?

—Sí, allí tenía la pistola. Me acuerdo de que la dejó encima del salpicadero antes de salir de Østgård.

—¿Y tú qué hiciste?

—Yo estaba aturdido. Primero pensé en esconderme en el coche, pero cambié de idea y salí corriendo hacia la entrada del edificio.

—¿Y entonces te disparó el agresor?

—Por lo menos, yo oí una detonación.

—Continúa.

—Pude abrir la puerta y cuando miré hacia fuera, el tipo había alcanzado a Halvorsen.

—¿No logró meterse en el coche?

—No. Se quejaba de que la puerta tendía a atascarse por el frío.

—¿Así que atacó a Halvorsen con una navaja, no con una pistola?

—Eso parecía desde donde yo me encontraba. Se le abalanzó por detrás y le pinchó varias veces.

—¿Cuántas veces?

—Cuatro o cinco. No lo sé… Yo…

—¿Y luego?

—Bajé corriendo la escalera del sótano y llamé al número de emergencias.

—Pero ¿el asesino no fue detrás de ti?

—No lo sé, la puerta estaba cerrada con llave.

—Pero él podía haber roto el cristal. Es decir, ya había apuñalado a un policía.

—Sí, tienes razón. No lo sé.

Toril Li echó un vistazo a la copia impresa.

—Encontramos vómito al lado de Halvorsen. Suponemos que procede del agresor, pero ¿podrías confirmarlo?

Jon negó con la cabeza.

—Yo me quedé en la escalera del sótano hasta que llegasteis. Tal vez debería haber ayudado… pero yo…

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