El redentor (31 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Las siete y media y aún era de noche fuera, delante de la habitación diecinueve de la sección de neurocirugía, donde el agente de policía Stranden contemplaba la cama vacía que Jon Karlsen había ocupado momentos antes. Pronto lo sustituiría otro paciente. Era un pensamiento extraño. Lo que él necesitaba en aquellos momentos era una cama donde descansar. Un buen rato. Bostezó y se aseguró de que no había dejado nada en la mesita de noche, cogió el periódico que estaba en la silla y se volvió para salir.

Había un hombre en la puerta. Era el comisario Hole.

—¿Dónde está?

—Se lo llevaron hace un cuarto de hora. En un coche.

—Ah. ¿Y quién lo ha ordenado?

—El médico jefe que está de guardia. No querían que estuviese aquí más tiempo.

—Me gustaría saber quién lo llevó. Y adonde.

—Llamó ese nuevo jefe tuyo del grupo de Delitos Violentos.

—¿Hagen? ¿En persona?

—Sí. Han llevado a Jon Karlsen al apartamento de su hermano.

Hole negó lentamente con la cabeza. Y se fue.

Despuntaba el sol por el este cuando Harry subía la escalera del edificio de ladrillos arenosos de la calle Gørbitzgate, una porción de asfalto llena de baches entre las calles Kirkeveien y Fagerborggata. Se detuvo en el segundo piso, como le habían indicado por el telefonillo de la entrada. En la tira de plástico azul claro que había en la puerta entreabierta se leía el nombre en letras blancas: Robert Karlsen.

Harry entró y miró a su alrededor. Era un apartamento pequeño de una sola habitación, donde el desorden confirmaba la primera impresión que uno se llevaba al ver la oficina de Robert Karlsen. Ahora bien, no podía asegurar que Li y Li no hubiesen contribuido al jaleo cuando estuvieron buscando cartas y otros documentos que pudiesen arrojar algo de luz. Una impresión en color de Jesús dominaba una de las paredes y a Harry se le ocurrió que, si le cambiaban la corona de espinas por una boina, se parecería a Che Guevara.

—Así que Gunnar Hagen ha decidido que te trajeran aquí —dijo Harry dirigiéndose a la espalda que había sentada al escritorio, delante de la ventana.

—Sí —contestó Jon Karlsen dándose la vuelta—. Como el asesino conoce la dirección de mi apartamento, dijo que aquí estaría más seguro.

—Ya —dijo Harry mirando a su alrededor—. ¿Has dormido bien?

—No demasiado. —Jon Karlsen sonrió algo avergonzado—. Me he pasado la noche oyendo sonidos inexistentes. Y cuando finalmente logré conciliar el sueño, apareció ese guardia, Stranden, y me dio un susto de muerte.

Harry apartó un montón de tebeos de una silla y tomó asiento.

—Comprendo que tengas miedo, Jon. ¿Has pensado algo más sobre quién podría desear tu muerte?

Jon lanzó un suspiro.

—No he pensado en otra cosa durante los últimos días. Pero la respuesta es la misma, no tengo ni idea.

—¿Has estado alguna vez en Zagreb? —preguntó Harry—. ¿O en Croacia?

Jon negó con la cabeza.

—Lo más lejos que he viajado fuera de Noruega es a Suecia y Dinamarca. Y entonces era un niño.

—¿Conoces a algún croata?

—Solo a los refugiados que cobijamos.

—Ya. ¿Dijeron algo los policías de por qué te instalaron aquí?

Jon se encogió de hombros.

—Yo les conté que tenía una llave de este apartamento. Y está vacío, así que…

Harry se pasó la mano por la cara.

—Aquí había un ordenador —dijo Jon señalando el escritorio.

—Nos lo hemos llevado —contestó Harry y se volvió a levantar.

—¿Ya te vas?

—Tengo que coger un avión para Bergen.

—Bien —respondió Jon mirando al vacío.

Harry sintió deseos de ponerle la mano en el hombro a aquel joven escuálido.

El tren del aeropuerto llevaba retraso. Por tercera vez consecutiva. «Debido a las paradas», era la explicación abreviada y poco concisa. Øystein Eikeland, taxista y el único amigo que Harry conservaba de la infancia, le había explicado que el electromotor de un tren era lo más sencillo que existía, que su hermana pequeña podría hacerlo funcionar, que si los operarios técnicos de las aerolíneas SAS y los ferrocarriles noruegos NSB intercambiasen los puestos de trabajo por un día, todos los trenes cumplirían su horario, y todos los aviones aterrizarían a su hora. Harry prefería que continuara como estaba.

En cuanto salieron del túnel, antes de llegar a Lillestrøm, llamó al número personal de Gunnar Hagen.

—Soy Hole.

—Ya.

—He ordenado que Jon Karlsen cuente con protección las veinticuatro horas. Y que lo saquen de Ullevål.

—Lo último ya lo había decidido el hospital —dijo Hagen—. Y lo primero lo decido yo.

Harry contó tres casas en el campo blanco, afuera, antes de contestar:

—Fuiste tú quien me nombró responsable de esta investigación, Hagen.

—De la investigación, sí, no de los presupuestos para las horas extras. Que, por cierto, deberías saber que hace tiempo que son muy limitados.

—El chico está muerto de miedo —explicó Harry—. Y tú lo metes en el apartamento de la víctima anterior, su propio hermano. Para ahorrar unos cientos de coronas en una habitación de hotel.

El altavoz informó de la próxima parada.

—¿Lillestrøm? —Hagen sonaba sorprendido—. ¿Estás en el tren del aeropuerto?

Harry maldijo para sus adentros.

—Un viaje rápido a Bergen.

—¿Ahora?

Harry tragó saliva.

—Estaré de vuelta esta tarde.

—¿Estás loco o qué? Este caso nos tiene en el punto de mira. La prensa…

—Viene un túnel —anunció Harry antes de pulsar el botón de apagado.

Ragnhild Gilstrup se despertó pausadamente de un sueño. La habitación estaba a oscuras. Sabía que ya era de día, pero no lograba identificar aquel sonido. Parecía un reloj grande y mecánico. Claro que en el dormitorio no tenían ningún reloj de ese tipo. Se dio la vuelta en la cama y se llevó un susto. En la penumbra de la habitación entrevió una figura que la observaba inmóvil a los pies de la cama.

—Buenos días, mi amor —dijo él.

—¡Mads! Me has asustado.

—¿Y eso?

Mads acababa de ducharse, era obvio. A su espalda se veía abierta la puerta del baño y le caían del cuerpo pequeñas gotas que impactaban contra el parqué con un sonido suave y profundo.

—¿Llevas mucho tiempo ahí? —preguntó ella arropándose con el edredón.

—¿Por qué lo preguntas?

Ella se encogió de hombros, pero se quedó pensativa. Notó algo raro en el modo en que hizo aquella pregunta. Un tono alegre, casi burlón. Y la sonrisita. Él no solía comportarse de ese modo. Ragnhild se estiró y bostezó. Pensó que estaba fingiendo.

—¿A qué hora llegaste anoche? —preguntó ella—. No me desperté.

—Supongo que dormías el sueño de los inocentes. —Otra vez esa sonrisita.

Lo miró más detenidamente. Había cambiado mucho durante los últimos meses. Siempre había sido delgado, pero ahora se lo veía más fuerte y mejor entrenado. Y había algo en su postura, como si estuviese más erguido. Por supuesto, ella ya había contemplado la posibilidad de que tuviera una amante, pero dicha posibilidad no la atormentaba. O eso creía.

—¿Dónde estuviste? —preguntó.

—Cené con Jan Petter Sissener.

—¿El corredor de bolsa?

—Sí. Cree que las perspectivas del mercado son buenas. También para el sector inmobiliario.

—¿No es mi trabajo hablar con él? —preguntó ella.

—Me gusta mantenerme informado.

—¿Tienes la impresión de que no te mantengo informado, querido?

Él la miró. Y le sostuvo la mirada hasta que Ragnhild reparó en algo que no le había ocurrido nunca cuando hablaba con Mads: se le estaban subiendo los colores.

—Estoy seguro de que me cuentas todo lo que debo saber, tesoro.

Se dio la vuelta y entró en el baño donde ella le oyó abrir el grifo.

—He visto un par de propiedades muy interesantes —gritó ella, más que nada por decir algo, algo que pudiera romper el extraño silencio que había seguido tras sus últimas palabras.

—Yo también —gritó Mads a su vez—. Ayer fui a ver una finca en la calle Gøteborggata. La que pertenece al Ejército de Salvación. ¿Te acuerdas?

Ella se puso rígida. El apartamento de Jon.

—Buena finca. Pero ¿sabes qué?, una cinta policial precintaba la puerta de uno de los apartamentos. Uno de los inquilinos me dijo que hubo disparos. ¿No te parece increíble?

—No —gritó ella—. ¿Para qué era la cinta policial?

—Es lo que hace la policía. Cierran el apartamento mientras buscan huellas dactilares y ADN y recogen pistas para determinar quién ha estado allí. En fin, puede que el Ejército de Salvación quiera bajar el precio, ya que ha habido disparos en la casa, ¿no crees?

—No quieren vender, te lo he dicho.

—No
querían
vender, tesoro.

De repente, se le ocurrió algo.

—¿Por qué la policía quiere examinar el apartamento si dispararon desde el pasillo?

Oyó que Mads cerraba el grifo y levantaba la vista. Estaba en el umbral de la puerta, mostrando al sonreír una hilera de dientes que parecían amarillos al contraste con la espuma de afeitar blanca, y con la navaja en la mano. No tardaría en ponerse esa loción para después del afeitado que ella tanto detestaba.

—¿De qué estás hablando? —preguntó él—. Yo no he dicho nada de ningún pasillo. ¿Y por qué te has puesto tan pálida de repente, tesoro?

Había tardado en llegar el día y una fría capa de niebla transparente seguía cubriendo el parque Sofienbergparken. Ragnhild atravesaba rauda la calle Helgesen mientras respiraba protegiéndose la boca con su pañuelo beige de Bottega Veneta. Ni siquiera una prenda de lana comprada en Milán por nueve mil coronas podía resguardarla del frío aunque, al menos, podía llevar la cara a cubierto.

Huellas dactilares. ADN. Determinar quién había estado allí. Eso no podía pasar; las consecuencias serían catastróficas.

Dobló la esquina de la calle Gøteborggata. Por suerte, no había ningún coche de policía.

La llave entró en la cerradura, ella se coló rápidamente y se dirigió al ascensor. No había estado allí desde hacía mucho. Y la primera vez que lo hizo se presentó sin avisar, naturalmente.

El corazón le latía con fuerza mientras subía el ascensor. No podía dejar de pensar en que habría cabellos suyos en el desagüe de la ducha, fibras de ropa en la alfombra, huellas dactilares por todas partes.

El pasillo estaba desierto. La cinta adhesiva de color naranja que había pegada al marco de la puerta indicaba que no había nadie en casa, pero ella llamó a la puerta de todos modos. Y esperó. Luego sacó la llave y la llevó hacia la cerradura. Se resistía a entrar. Lo intentó otra vez, pero solo logró meter la punta. Dios mío, ¿habría cambiado Jon la cerradura? Tomó aire, giró la llave y rezó.

La llave entró e hizo un suave clic al abrir.

Aspiró el olor del apartamento que tan bien conocía y se acercó al armario ropero donde sabía que él guardaba la aspiradora. Una Siemens VS
08
G
2040
de color negro, el mismo modelo que ellos tenían en casa, de 2000 vatios, la más potente del mercado. A Jon le gustaba la limpieza. La aspiradora emitió un rugido ronco cuando la enchufó. Eran las diez. Una hora debería ser suficiente para pasar la aspiradora por todo el apartamento y un trapo por las paredes y demás superficies. Miró la puerta cerrada del dormitorio y se preguntó si no sería conveniente empezar por allí. Donde los recuerdos eran más fuertes, las huellas más abundantes. No. Se aplicó la boquilla de la aspiradora en el brazo. Sintió como una mordedura. La retiró y comprobó que ya empezaba a formarse un hematoma.

No llevaba más de unos minutos pasando la aspiradora cuando cayó en la cuenta. ¡Las cartas! Dios mío, casi había olvidado que podían encontrar las cartas que le había escrito. Tanto las primeras —donde había pormenorizado sus sueños y sus deseos más íntimos— como las últimas, más desesperadas y sinceras, donde le imploraba que se pusiera en contacto con ella. Dejó la aspiradora encendida puso el tubo encima de una silla, corrió hasta el escritorio de Jon y empezó a vaciar los cajones. En el primero había bolígrafos, cinta adhesiva, una perforadora de papel. En el otro, guías de teléfono. El tercero estaba cerrado con llave. Naturalmente.

Cogió el abrecartas que había en el escritorio, lo colocó justo encima de la cerradura y presionó el tirador con todas sus fuerzas. Resonó el crujir de la madera vieja y seca. Y cuando ya pensaba que el abrecartas se rompería en dos, la parte delantera del cajón se rajó a lo ancho. Lo sacó de un tirón, quitó las astillas y vio los sobres. Pilas de sobres. Los fue pasando rápidamente con los dedos. Hafslund Energi. DnB. If. El Ejército de Salvación. Un sobre sin remitente. Lo abrió. «Querido hijo», se leía en el encabezamiento. Siguió pasándolos. ¡Allí estaba! El sobre mostraba el nombre del remitente, Gilstrup Invest, en azul claro, en la esquina inferior derecha.

Aliviada, sacó la carta.

Cuando acabó de leerla, la dejó a un lado y notó que las lágrimas le corrían por las mejillas. Como si acabase de abrir los ojos por primera vez, como si hubiese estado ciega y hubiese recobrado la vista y nada hubiera cambiado. Como si todo aquello en lo que un día creyó para luego rechazar se hubiese vuelto realidad. Era una carta breve y, aun así, tras su lectura, todo era diferente.

La aspiradora aullaba insistentemente acallándolo todo menos las frases sencillas y claras de la carta, lo absurdo y lo evidentemente lógico que encerraban. No oía el tráfico de la calle, ni tampoco advirtió el ruido de la puerta ni la persona que se plantó justo detrás de su silla. Pero en cuanto percibió su olor, se le erizó el vello de la nuca.

El avión de SAS aterrizó en Flesland azotado por las ráfagas del viento del oeste. En el taxi, de camino a Bergen, los limpiaparabrisas silbaban a los neumáticos de clavos que crujían contra el asfalto negro y mojado que discurría por colinas de brizna húmeda y árboles desnudos. Invierno del Oeste.

Cuando llegaron al valle Fyllingsdalen, Skarre lo llamó.

—Hemos encontrado algo.

—Desembucha.

—Hemos comprobado el disco duro de Robert Karlsen. Lo único de carácter dudoso son unas
cookies
a unas páginas de pornografía en Internet.

—Eso también lo habríamos encontrado en tu ordenador, Skarre. Al grano.

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