El redentor (26 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Lanzó la oferta de una recompensa personal de dos millones entre el plato principal y el postre. No tuvo que mirarlo a los ojos porque él estaba observando el interior de la copa de vino sin pronunciar palabra, cuando, de repente, lo vio palidecer.

Al final, preguntó:

—¿Ha sido idea tuya?

—Mía y de mi suegro. —Se dio cuenta de que le costaba respirar.

—¿Albert Gilstrup?

—Sí. Aparte de nosotros dos y de mi marido, nadie más sabrá jamás nada de esto. Si esto sale a la luz, nosotros tenemos tanto que perder como vosotros… quiero decir, como tú.

—¿Es algo de lo que he dicho o hecho?

—¿Cómo dices?

—¿Qué es lo que os ha inducido a pensar que diría que sí por unas cuantas monedas de plata?

Levantó la vista y Ragnhild notó que se sonrojaba. No recordaba haberse sonrojado desde el instituto.

—¿Pasamos del postre? —Él levantó la servilleta del regazo y la dejó en el bajoplato.

—Tómate tu tiempo y reflexiona antes de contestar, Jon —le advirtió ella—. Por ti. Esto puede brindarte la oportunidad de cumplir algunos sueños.

Sus palabras resonaron falsas y mezquinas incluso a sus propios oídos. Jon le indicó al camarero que les trajera la cuenta.

—¿Y qué sueños son esos? ¿Los de convertirme en un servidor corrupto, un desertor miserable? ¿El sueño de conducir un buen coche mientras todo lo que uno intenta ser como persona se desmorona a su alrededor?

La rabia hizo que le temblara la voz.

—¿Esos son los sueños que tú tienes, Ragnhild Gilstrup?

Ella era incapaz de contestar.

—Debo de estar ciego —dijo él—. Porque, ¿sabes qué? Cuando te miré creí ver… a una persona totalmente diferente.

—Me viste a mí —susurró ella notando que volvía el temblor, el mismo que sufrió en el ascensor.

—¿Qué?

Se aclaró la voz.

—Me viste a mí. Y te he ofendido. Lo siento mucho.

Durante el silencio que siguió, ella tuvo la sensación de estar hundiéndose, de estar atravesando capas de agua frías y calientes.

—Vamos a olvidarnos de todo esto —le rogó Ragnhild cuando el camarero se acercó para coger la tarjeta que ella le ofrecía—. No es importante. Para ninguno de nosotros. ¿Me acompañas al Frognerparken?

—Yo…

—Por favor.

La miró sorprendido.

¿Seguro que estaba sorprendido?

¿Cómo podía sorprenderse aquella mirada que todo lo veía?

Ragnhild Gilstrup contemplaba desde su ventana en Holmenkollen el oscuro cuadrilátero que se extendía allá abajo. Frognerparken. Allí fue donde comenzó la locura.

El reloj marcaba la medianoche, el autobús del reparto de sopa estaba aparcado en el garaje y Martine se sentía agradablemente agotada, pero también bendecida. Se encontraba en la acera, delante del Heimen, en la angosta y oscura calle Heimdalsgata, esperando a que Rikard volviese con el coche, cuando oyó unas pisadas en la nieve a su espalda.

—Hola.

Se volvió y sintió que se le paraba el corazón cuando reparó en la silueta de una figura contra la farola solitaria.

—¿No me reconoces?

El corazón dio un latido. Dos. Luego tres y cuatro. Había reconocido la voz.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella esperando que su voz no delatase el miedo que sentía.

—Me he enterado de que trabajabas en el autobús y de que aparcaba aquí a medianoche. Se ha registrado cierto progreso en el asunto, por así decirlo. He estado pensando un poco. —Él se adelantó y la luz le iluminó el rostro. Estaba más curtido y avejentado de lo que recordaba. Curioso, lo mucho que se puede olvidar en solo veinticuatro horas—. Y tengo algunas preguntas.

—¿Que no podían esperar? —preguntó ella, sonriente, comprobando que su pregunta suavizaba los rasgos del policía.

—¿Estás esperando a alguien? —preguntó Harry.

—Sí. Rikard me va a llevar a casa.

Vio la bolsa que el policía llevaba colgada al hombro. En un lado se leía «J
ette
», pero parecía demasiado vieja y desgastada para ser una variante retro, tan de moda últimamente.

—Deberías comprar unas plantillas nuevas para las zapatillas que llevas ahí dentro —dijo ella señalando la bolsa.

La miró sorprendido.

—No hay que ser Jean-Baptiste Grenouille para percibir el olor —dijo ella.

—Patrick Süskind —dijo él—.
El perfume
.

—Un policía que lee —celebró ella.

—Una soldado del Ejército de Salvación que lee sobre asesinatos —replicó él—. Lo cual, me temo, nos lleva al asunto que me ocupa.

Un Saab 900 se detuvo delante de ellos. La ventanilla bajó sin hacer ruido.

—¿Nos vamos, Martine?

—Un momento, Rikard. —Se volvió hacia Harry—. ¿Adónde vas?

—A Bislett. Pero preferiría…

—Rikard, ¿te importa que llevemos a Harry hasta Bislett? Tú también vives allí.

Rikard miró hacia la oscuridad antes de contestar con una entonación plana.

—Por supuesto.

—Vamos —dijo Martine tendiendo la mano a Harry, que la miró sorprendido—. Suelas deslizantes —susurró ella cogiéndole la mano. Sintió la mano cálida y seca de Harry y la apretó automáticamente, como si temiera que se cayese.

Rikard conducía despacio, con la mirada bailando de un espejo a otro, como si temiera un ataque por la espalda.

—¿Y bien? —preguntó Martine desde el asiento delantero.

Harry carraspeó.

—Hoy han intentado disparar a Jon Karlsen.

—¡¿Cómo?! —exclamó Martine.

Harry se encontró con la mirada de Rikard en el espejo.

—¿Estabas al corriente? —preguntó Harry.

—No —contestó Rikard.

—¿Quién…? —comenzó Martine.

—No lo sabemos —repuso Harry.

—Pero… Robert y Jon. ¿Tiene algo que ver con la familia Karlsen?

—Creo que, desde el principio, solo iban a por uno de los dos —explicó Harry.

—¿Qué quieres decir?

—El asesino pospuso su regreso a casa. Creo que se dio cuenta de que había matado al hombre equivocado. No era a Robert a quien querían muerto.

—Robert no…

—Por eso tenía que hablar contigo. Creo que tú puedes darme la respuesta que confirme mi teoría.

—¿Qué teoría?

—Que Robert murió porque, desgraciadamente, se prestó a sustituir a Jon en la guardia de la plaza de Egertorget.

Martine se volvió en el asiento delantero y miró a Harry alarmada.

—Tú controlas las listas de las guardias —prosiguió Harry—. La primera vez que fui a visitaros, me fijé en que esas listas están colgadas en el tablón de anuncios de recepción. De modo que cualquiera podía ver quién haría la guardia en Egertorget esa noche. Todos sabían que la haría Jon Karlsen.

—¿Cómo…?

—Me pasé después de ir al hospital y lo comprobé. El nombre de Jon figuraba en la lista. Pero Robert y Jon cambiaron el turno después de que la hubieran imprimido, ¿verdad?

Rikard subía la calle Stensberggata hacia Bislett.

Martine se mordió el labio inferior.

—Todos andan siempre cambiándose el turno y no siempre me entero.

Rikard entró en la calle Sofie. A Martine se le dilataron las pupilas.

—Claro, ahora lo recuerdo. Robert llamó para decirme que había cambiado el turno con su hermano, así que no tenía que hacer nada. Eso explica que no lo haya recordado. Pero… Pero, eso significa que…

—Jon y Robert se parecen bastante —dijo Harry—. Y de uniforme…

—Y era de noche, y estaba nevando… —añadió Martine quedamente, como hablando para sus adentros.

—Lo que quiero saber es si alguien te llamó y te preguntó por la lista de las guardias. Sobre esa noche en particular.

—No, que yo recuerde —contestó Martine.

—Piénsalo. Te llamaré mañana.

—Claro, por supuesto —dijo Martine.

Harry mantuvo firme la mirada y, a la luz de la farola, reparó otra vez en las irregularidades de las pupilas de la joven.

De repente, Rikard detuvo el coche.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Harry.

—¿Saber qué? —preguntó Martine rápidamente.

—Hablaba con el conductor —explicó Harry—. ¿Cómo sabías que vivo aquí?

—Tú lo has mencionado —contestó Rikard—. Me conozco esto. Como ha dicho Martine, yo también vivo en Bislett.

Harry se quedó en la acera mirando el coche que se alejaba.

Era evidente que el chico estaba enamorado. Había dado un rodeo hasta allí para estar unos minutos a solas con Martine. Para disponer del silencio y de la calma que uno necesita cuando quiere contar algo, mostrar quién es, desnudar su alma, descubrirse y todo eso tan propio de la juventud, algo con lo que él, por suerte, ya había terminado. Cualquier cosa por recibir una palabra amable, por robarle un abrazo y esperar un beso antes de despedirse. Suplicar amor, como hacen los idiotas enamorados. No importa la edad.

Harry se encaminó despacio a la puerta de entrada mientras que, por inercia, buscaba con la mano las llaves en el bolsillo del pantalón, y, mentalmente, un detalle que se le escapaba cada vez que lo rozaba alcanzarlo. Con la mirada buscaba algo que apenas había oído. No era más que un sonido tenue, pero a aquellas horas reinaba una calma absoluta en la calle Sofie. Harry contempló los montones de nieve grisácea apilados por la máquina quitanieves que había pasado por allí durante el día. Le pareció que algo crujía, que se derretía. Imposible, estaban a dieciocho bajo cero.

Harry metió la llave en la cerradura. No era algo que se derretía, sino algo que hacía tictac.

Se volvió despacio y miró hacia el montón de nieve. Allí brillaba un objeto. Cristal.

Harry dio media vuelta, se agachó y cogió el reloj. El cristal del regalo de Møller relucía como un espejo de agua, intacto. Y la hora era correcta, exacta. Con dos minutos de adelanto con respecto a su propio reloj. ¿Qué fue lo que le dijo Møller? Sí, para que llegase a tiempo a lo que creía que no llegaría.

14

N
OCHE DEL VIERNES, 18 DE DICIEMBRE

L
A OSCURIDAD

La estufa eléctrica de la sala de estar del Heimen hacía ruido, como si alguien le estuviese tirando piedrecitas. El aire caliente se elevaba dejando unas marcas chamuscadas de color marrón en el papel de la pared, que exudaba nicotina, cola y la grasa apestosa de las personas que habían vivido allí pero que ya no estaban. La tapicería del sofá le picaba incluso a través de los pantalones.

Pese al calor seco y chisporroteante de la estufa eléctrica, no podía dejar de temblar mientras veía las noticias en la tele, que habían fijado con un soporte en la parte superior de la pared de la sala de estar. Reconocía las fotografías de la plaza, pero no entendía nada de lo que decían. Sentado en una butaca que había en el rincón, un hombre mayor fumaba unos cigarrillos que había liado muy finos. Cuando ya le quedaba tan poco que estaba a punto de quemarse las yemas de los dedos, ennegrecidas a aquellas alturas, sacaba rápidamente dos cerillas de la caja, sujetaba el resto con ellas e inhalaba hasta quemarse los labios. Desde una mesa colocada en otro rincón se esforzaba por brillar la copa de un pino talada y vestida con adornos navideños…

Pensó en la cena navideña a la que asistió en Dalj.

Hacía dos años que había acabado la guerra y los serbios se habían marchado de lo que una vez fue Vukovar. Las autoridades croatas los habían apiñado en el International Hotel de Zagreb. Preguntó a varias personas si sabían dónde estaba la familia de Giorgi y un día se encontró con otro refugiado que sabía que la madre de Giorgi había muerto durante la guerra y que él y su padre se habían mudado a Dalj, una pequeña ciudad fronteriza cerca de Vukovar. El segundo día de Navidad cogió el tren hasta Osijek y de allí continuó hacia Dalj. Habló con el revisor, quien le confirmó que el tren seguía hasta Borovo, la estación final, y estaría de vuelta en Dalj a las seis y media. A las dos bajó del tren en Dalj. Preguntó por la dirección, que lo condujo hasta un edificio bajo tan gris como la ciudad. Entró, encontró la puerta y, antes de llamar, rezó para que estuviesen en casa. Al oír unos pasos ligeros en el interior de la vivienda, notó que el corazón se le aceleraba.

Giorgi abrió. No había cambiado mucho. Estaba más pálido, pero tenía los mismos rizos rubios, los ojos azules y la boca con forma de corazón que siempre le había hecho pensar en un joven dios. Pero el brillo de los ojos había desaparecido como una bombilla fundida.

—¿No me reconoces, Giorgi? —preguntó al cabo de un rato—. Vivíamos en la misma ciudad, íbamos al mismo colegio.

Giorgi frunció el ceño.

—Ah, ¿sí? Espera. Esa voz… Debes de ser Serg Dolac. Naturalmente, tú eras el que corría tan rápido. Vaya, cómo has cambiado. Me alegra ver gente conocida de Vukovar. Todos han desaparecido.

—Yo no.

—No, tú no, Serg.

Giorgi lo abrazó y permaneció aferrado a él tanto rato que sintió que su cuerpo helado empezaba a entrar en calor. Luego le invitó a pasar.

Cayó la oscuridad del invierno mientras, sentados en la sala de estar amueblada de forma espartana, hablaban de todo lo ocurrido, de todas las personas que conocían en Vukovar e intentaban imaginar qué habría sido de ellas. Cuando le preguntó a Giorgi si se acordaba de Tinto, el perro, Giorgi sonrió confuso.

Le dijo que su padre no tardaría en llegar y le preguntó si quería quedarse a cenar.

Miró el reloj. El tren llegaría a la estación al cabo de tres horas.

El padre se sorprendió mucho al ver que tenían visita de Vukovar.

—Es Serg —dijo Giorgi—. Serg Dolac.

—¿Serg Dolac? —preguntó el padre mirándolo inquisitivo—. Sí, me suena tu nombre. Hmm… Yo conocía a tu padre, ¿verdad?

Al caer la noche, se sentaron a la mesa. El padre les dio unas servilletas grandes y blancas, y se aflojó el pañuelo rojo para anudarse la servilleta al cuello. Rezó una breve oración, se santiguó y saludó una foto enmarcada de una mujer.

Cuando el padre y Giorgi cogieron los cubiertos, este inclinó la cabeza y salmodió:

—«¿Quién es este que viene de Edom, con las ropas al rojo vivo de Bosrá? ¿Quién es este de espléndido vestido, que camina con plenitud de fuerza? —Soy yo, que proclamo justicia, que tengo poder para salvar».

El padre lo miró sorprendido. Luego pasó la bandeja llena de trozos de carne generosos y pálidos.

La cena discurrió en silencio. El viento hacía crujir las finas ventanas.

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