Íntimamente hizo una apuesta consigo misma. Nadie se pondría en pie y se iría. Pero se formularía una pregunta.
Esperó.
Alguien levantó la mano.
Era un hombre llamado Mick Rubin. Venía de Manchester y era biólogo, especialista en moluscos.
—¿Eso significa que no podemos salir del Château?
—El Château no es una cárcel —dijo Li—. Puede ir cuando quiera a donde quiera. Sólo que no debe hablar sobre su trabajo.
—¿Y si...? —Rubin titubeó.
—¿Si lo hace? —Li puso cara de preocupación—. Entiendo que formule la pregunta. Pues bien, desmentiríamos todas y cada una de sus afirmaciones y nos aseguraríamos de que no vuelva a violar su compromiso.
—¿Y ustedes... hum... pueden hacer algo así? Quiero decir, ¿están ustedes...?
—¿Facultados? La mayoría de ustedes ya sabrán que hace tres días Alemania puso en marcha la iniciativa de hacer una investigación conjunta de los acontecimientos actuales en el marco de la Unión Europea. Han acordado que asuma la presidencia el ministro del Interior alemán. Al mismo tiempo la OTAN ha proclamado de modo preventivo una situación de defensa. En Noruega, Gran Bretaña, Bélgica, los Países Bajos, Dinamarca y las islas Feroe rige el estado de sitio; en algunos casos en todo el país, en otros en algunas regiones. También Canadá y Estados Unidos cooperan bajo la responsabilidad de los Estados Unidos de América. Y a otros países les interesaría hacer su aportación. Según cómo evolucione la situación mundial, no se puede descartar que las Naciones Unidas asuman próximamente una especie de responsabilidad integral. En todas partes están derogándose las normas existentes y redistribuyéndose las competencias. En vista de la singularidad de la situación... sí, estamos facultados.
Rubin se mordió el labio inferior y asintió. No hubo más preguntas.
—Bien —dijo Li—. Entonces comencemos. Mayor Peak, por favor.
Peak se paró delante del grupo. La luz del techo destellaba tanto sobre su piel de ébano que parecía que la hubieran barnizado.
Oprimió brevemente el sensor del control remoto y en la gran pantalla apareció una imagen obtenida por satélite. Mostraba, desde una altura considerable, una costa salpicada de poblados.
—Tal vez haya empezado en otro lugar —dijo—. O quizá antes. Pero creemos que todo comenzó aquí, en Perú. Ese pueblo un poco más grande que está en el centro es Huanchaco. —Iluminó con un puntero láser diversas zonas del mar—. Perdió veintidós pescadores en el transcurso de unos pocos días, a pesar de que el tiempo era excepcionalmente bueno. Algunos de los botes fueron encontrados más tarde a la deriva. Poco después desaparecieron barcas de pesca, lanchas motoras y pequeños veleros. Sólo se encontraron algunos restos. O ni siquiera eso.
Peak mostró otra imagen.
—Los mares están sujetos a permanente observación —continuó—. Están llenos de sondas flotantes y robots que transmiten infinidad de datos sobre las propiedades de las corrientes: salinidad, temperatura, concentración de dióxido de carbono y todo lo demás. Hay estaciones de medición en el fondo del mar que registran el intercambio de agua y materia con el sedimento. Tenemos una flota de barcos de investigación navegando por todo el mundo y cientos de satélites militares y civiles en el espacio. Quizá piensen que averiguar cuántos barcos se pierden no puede ser tan difícil; sin embargo tampoco es tan sencillo, pues, como todo lo que tiene ojos, nuestros espías espaciales también tienen el problema del punto ciego.
En la pantalla apareció una parte de la superficie terrestre. Por encima flotaban satélites de diferentes tamaños y altura de vuelo como insectos sobredimensionados.
—No intenten obtener una visión de conjunto de esta maraña de astros artificiales —dijo Peak—. No están incluidas las tres mil quinientas sondas espaciales que no orbitan, como, por ejemplo, la
Magallanes
o la
Hubble
. La mayor parte de lo que está girando ahí arriba es chatarra. Hay unos seiscientos aparatos en condiciones de funcionar, a los que tendrán acceso parcialmente. Y además podrán acceder a los satélites militares.
A Peak le desagradó profundamente escucharse decir esta última frase. Movió el puntero láser hacia un objeto con forma de barril y paneles solares.
—Éste es el satélite norteamericano KH-12 Keyhole, con sistema óptico. De día proporciona imágenes con una resolución inferior a cinco centímetros, casi en el límite del reconocimiento de un rostro. Para las tomas nocturnas tiene un equipamiento adicional de sistemas infrarrojos y multiespectrales, pero lamentablemente no sirve cuando hay nubes.
Peak señaló otro satélite.
—Por eso muchos satélites de reconocimiento trabajan con radar o con microondas. Las nubes no constituyen ningún obstáculo para el radar. Estos satélites no toman fotografías, sino que dan forma al mundo con una precisión centimétrica explorando la superficie y creando un modelo tridimensional. Pero también tienen su talón de Aquiles: sus imágenes requieren interpretación. El radar no reconoce los colores, no puede mirar a través del cristal, su mundo está compuesto únicamente por formas.
—¿Por qué no unifican las tecnologías? —preguntó Bohrmann.
—En ocasiones se hace, pero es costoso. En el fondo, ése es el problema principal de la observación por satélite. Para poder cubrir durante un día entero todo un país o un determinado sector del mar se necesitan varios sistemas que actúen conjuntamente y que estén en condiciones de rastrear grandes superficies. Cuando buscamos imágenes detalladas de una región muy delimitada, tenemos que limitarnos a las instantáneas. Los satélites giran en órbitas. La mayoría de ellos necesita alrededor de noventa minutos para estar otra vez sobre el mismo sitio.
—Pero muchos satélites están siempre sobre el mismo lugar —dijo un diplomático finlandés—. ¿No podríamos situar algunos de ellos sobre las zonas críticas?
—Están muy arriba. Los satélites geoestacionarios sólo tienen estabilidad a treinta y cinco mil ochocientos ochenta y ocho kilómetros de altitud. El detalle más pequeño que pueden reconocer desde ahí mide ocho kilómetros. Si se hundiera Helgoland, no lo captarían. —Peak hizo una pausa y continuó—. Pero una vez que sospechamos qué había que observar, comenzamos con la consecuente adaptación de nuestros sistemas.
Se vio una superficie de agua fotografiada a baja altura. La luz del sol caía en forma oblicua sobre las olas, de modo que el mar parecía una superficie de vidrio estriado; había embarcaciones pequeñas y figuras diminutas y alargadas, que al mirar mejor resultaban ser botes de color beige ocupados por una persona.
—Éste es un zoom del KH-12 —dijo Peak—. Enfoca la zona de la plataforma continental frente a las costas de Huanchaco. Ese día desaparecieron varios pescadores. No hay mucho reflejo debido a que la imagen se obtuvo a primera hora de la mañana. Y gracias a eso pudimos copiar esto.
La siguiente imagen mostraba una amplia zona de color plateado. Sobre ella flotaban perdidos dos de los botes color beige.
—Son peces, un banco inmenso. Están nadando a unos tres metros de la superficie, de ahí que podamos verlos. El problema con el agua de mar es que prácticamente no conduce las ondas electromagnéticas, pero si es clara nuestros sistemas ópticos por lo menos pueden mirar un poco en el interior. Los rayos infrarrojos captan la imagen térmica de una ballena hasta los treinta metros de profundidad. Por eso a los militares nos gusta tanto el área infrarroja: nos permite ver los submarinos sumergidos.
—¿Qué tipo de peces son? —preguntó una mujer joven de cabello negro. Su identificación la acreditaba como ecóloga del Ministerio de Protección Ambiental de Reikiavik—. ¿Lampugas?
—Tal vez. Pero también podrían ser sardinas de Sudamérica.
—Tienen que ser millones. ¡Es asombroso! Por lo que sé, en las costas de Sudamérica la sobrepesca ya no tiene remedio.
—Tiene razón —dijo Peak—. También nos da que pensar que muchas veces encontramos estos bancos donde han desaparecido nadadores, buceadores o pequeños botes de pescadores. Por el momento hablamos de anomalías. Hace tres meses, por ejemplo, un banco de arenques hundió una trainera de diecinueve metros en las aguas costeras de Noruega.
—Sí, ya me enteré —dijo la ecóloga—. El barco se llamaba
Steinholm
, ¿verdad?
Peak asintió.
—Los peces se colaron en la red y cruzaron por debajo del barco cuando la tripulación estaba tratando de subir la captura. El barco se ladeó. Intentaron cortar las cuerdas, pero no sirvió de nada. Tuvieron que abandonar el Steinholm. En diez minutos estaba hundido.
—Poco después tuvimos un caso similar en las costas de Islandia —dijo la ecologista, pensativa—. Se ahogaron dos personas.
—Lo sé. Podríamos pensar que se trata de casos aislados. Pero si sumamos los que se han producido en todo el mundo, resulta que en las últimas semanas los bancos de peces han hundido más barcos que nunca. Unos dicen que es mera casualidad, que los animales luchan por su supervivencia. Otros en cambio ven que los ataques siguen pautas idénticas y reconocen una especie de estrategia. No descartamos que los animales se dejen capturar porque quieren hacer zozobrar los barcos.
—¡Eso es una tontería! —Gritó incrédulo un representante de Rusia—. ¿Desde cuándo los peces tienen voluntad?
—Desde que hunden traineras —respondió Peak, lacónico—.
Al menos en el Atlántico. En el Pacífico, en cambio, parecen haber aprendido a eludir las redes. No tenemos la menor idea de cómo lo hacen. Pero parece obvio que los peces pasan por un proceso cognitivo y de pronto saben qué es una red de arrastre o una circular y qué puede hacerles. Pero aun cuando hubieran elevado de tal modo su capacidad de aprendizaje, los animales deberían haber adquirido además una noción de las dimensiones.
—No hay ningún pez ni ningún grupo de animales que sea capaz de ver una red con una abertura de ciento diez metros de altura por ciento cuarenta metros de ancho.
—No obstante, parecen reconocer las redes. Sea como fuere, las flotas pesqueras han sufrido grandes pérdidas. Toda la industria alimentaria está afectada. —Peak carraspeó—. La segunda causa de la desaparición de barcos y de personas es suficientemente conocida. Pero pasó un tiempo hasta que el KH-12 pudo documentar uno de esos hechos.
Anawak clavó la vista en la pantalla. Sabía lo que venía a continuación. Ya había visto las imágenes y había aportado su propio material, pero cada vez que las veía se le volvía a hacer un nudo en la garganta.
Pensó en Susan Stringer.
Las tomas habían sido unidas de tal modo que parecían casi una secuencia fílmica. En alta mar navegaba un velero de aproximadamente doce metros de eslora. No había viento, el mar parecía un espejo y el barco llevaba la vela enrollada. Dos hombres estaban sentados en la popa; en la cubierta de proa había mujeres tomando el sol.
Algo grande y macizo pasó junto a la embarcación. Podía reconocerse claramente cada detalle del cuerpo del animal. Era una ballena jorobada adulta. La siguieron dos más. Los lomos atravesaron la superficie y uno de los hombres se levantó y los señaló. Las mujeres alzaron la cabeza.
—Ahora —dijo Peak.
Las ballenas pasaron el bote. A babor apareció algo en el azul profundo que se acercó a la superficie. Era otra ballena que salió disparada en un salto vertical. Con las aletas pectorales bien abiertas, se irguió sobre el agua. Los del barco giraron la cabeza y se quedaron mirando cautivados.
El cuerpo se inclinó.
Cayó atravesado sobre el velero y lo partió en dos. Los pedazos salieron volando y la gente saltó por el aire como si fueran muñecos. Anawak vio quebrarse el mástil. A continuación otra ballena se abalanzó sobre el barco naufragado. En un abrir y cerrar de ojos la idílica escena se había convertido en un infierno. El barco se hundió; sus restos flotaban perdidos en un círculo de espuma blanca que era cada vez mayor. De sus ocupantes no había ni rastro.
—Muy pocos de los presentes han vivido esos ataques directamente —dijo Peak—. Por eso quería mostrarles estas imágenes. En estos momentos, los ataques ya no se limitan a Canadá y Estados Unidos, sino que han paralizado gran parte del tráfico marítimo en todo el mundo.
Anawak cerró los ojos.
¿Cómo se habría visto desde arriba la colisión del DHC2 con la ballena jorobada? ¿También de eso tenían una tétrica crónica? No había tenido el valor de preguntar. La idea de que un observador imparcial hubiera visto todo le resultaba intolerable.
Como respondiendo a sus pensamientos, Peak dijo:
—Damas y caballeros, imagino que este tipo de documentación podrá parecerles cínico. Pero no somos meros observadores. Siempre que pudimos enviamos ayuda de inmediato. —Alzó la vista de la pantalla de su portátil y dijo con un gesto inexpresivo—: Lamentablemente, en estos casos siempre se llega demasiado tarde.
Peak sabía que el asunto era muy espinoso. Estaba insinuando que habían buscado accidentes, lo cual planteaba el interrogante de por qué no habían procurado impedirlos.
—Si nos imaginamos la propagación de los ataques como si fuera una epidemia —dijo—, podemos decir que comenzó en la isla de Vancouver. Los primeros casos comprobados se produjeron frente a Tofino. Aunque parezca inverosímil, hemos observado que los animales se unen en alianzas estratégicas. Las ballenas grises y las jorobadas, pero también los rorcuales, los cachalotes y otras ballenas grandes atacan los botes. Luego las orcas, que son más pequeñas y más rápidas, liquidan a los náufragos.
El profesor noruego alzó la mano.
—¿Qué lo lleva a suponer que se trata de una epidemia?
—No decimos que sea una epidemia, doctor Johanson, sino que los ataques se extienden como una epidemia —respondió Peak—. Empezaron en Tofino y en pocas horas se propagaron hacia el sur, hasta llegar a Baja California, y hacia el norte hasta Alaska.
—No estoy seguro de que ahí se estuviera propagando algo.
—Por lo visto, sí.
Johanson sacudió la cabeza.
—Lo que quiero decir es que esa idea puede llevarnos a conclusiones falsas.
—Doctor Johanson —dijo Peak pacientemente—, si me permitiera continuar con mi exposición...
—¿No sería posible —añadió Johanson sin inmutarse— pensar que estamos ante acontecimientos simultáneos, pero que no estuvieron muy bien coordinados?
Peak lo miró.