Johanson se mantuvo en silencio.
—¿He dicho algo incorrecto? —preguntó Li.
—No, sólo estoy escuchando, conmovido y turbado. Tiene razón, sin duda. La evolución humana es una interacción de la modificación genética y el cambio cultural. Fueron las modificaciones genéticas las que provocaron el crecimiento de nuestro cerebro. Fue pura biología lo que nos permitió hablar, cuando hace quinientos mil años la naturaleza nos reestructuró la laringe y conformó los centros del lenguaje en la corteza cerebral. Pero ese cambio genético llevó a la construcción de la cultura. A través del lenguaje formulamos conocimientos, pasado, futuro e imaginación. La cultura es el resultado de procesos biológicos, y el cambio biológico se produce como reacción al desarrollo cultural. Muy retardado, pero es exactamente así.
Li sonrió.
—Me alegro de haber salido airosa frente a usted.
—No hubiera esperado otra cosa —dijo Johanson, galante—. Pero usted misma lo admitió, Jude: nuestra elogiada diversidad cultural choca con los límites genéticos. Y esos límites se trazan donde comienza la cultura de seres no humanos inteligentes. Hemos formado diversas culturas, pero todas ellas se basan en la necesidad de poner a salvo nuestra especie. No podremos adoptar los valores de una especie cuya biología se opone a la nuestra y que además será nuestra enemiga en la lucha por los espacios vitales y los recursos.
—¿No cree en la Federación Galáctica en la que las colmenas andantes conviven con seres humanos?
—¿
La guerra de las galaxias
?
—Sí.
—Una película maravillosa. No. Creo que funcionaría sólo tras un larguísimo período de superación. Cuando en nuestro programa genético se haya grabado a fuego el intercambio cultural con seres diferentes.
—¡Entonces tengo razón! No deberíamos intentar entender a los yrr. Deberíamos encontrar el modo de dejarnos en paz mutuamente.
—No tiene razón. Porque ellos no nos dejarán en paz.
—Entonces hemos perdido.
—¿Por qué?
—¿No coincidíamos en que los humanos y los no humanos no pueden llegar a un acuerdo?
—También se decía que los cristianos y los musulmanes no pueden llegar a un acuerdo. Escuche, Jude, no podemos ni tenemos por qué entender a los yrr. Pero tenemos que dejar espacio a lo que no entendemos. Eso no es lo mismo que defender de modo ilimitado los valores de uno y otro lado. La solución está en la retirada, y en este momento somos nosotros quienes debemos retroceder. Esta vía puede funcionar. No apunta hacia el entendimiento emocional, porque eso no existe, sino hacia un punto de vista diferente. Hacia una comprensión del mundo que aumentará cada vez más a medida que nos alejemos de nuestra propia especie para distanciarnos de nosotros mismos. Sin esa distancia no estaremos en condiciones de hacer que los yrr tengan sobre nosotros una perspectiva distinta de la que tienen.
—¿Y no estamos ensayando ya una retirada? Al fin y al cabo intentamos establecer contacto con ellos.
—¿Y qué se supone que saldrá de ahí en lo que a usted se refiere?
Li guardó silencio.
—Jude, revéleme un secreto. ¿Cómo puede ser que la aprecie tanto y confíe tan poco en usted?
Se miraron.
De las mesas llegó el ruido de las conversaciones. Creció como una ola que bañó la cubierta y cayó poderosa sobre ellos. Los retazos de conversación se convirtieron primero en gritos, luego en alboroto. En ese momento sonó una voz por la megafonía de cubierta:
—¡Alerta de los delfines! ¡Atención! ¡Alerta de los delfines!
Li fue la primera en zafarse del duelo de miradas. Giró la cabeza y miró hacia el mar en penumbra.
—Dios mío —susurró.
El mar ya no estaba en penumbra.
Había comenzado a iluminarse.
Nube azul
Las olas irradiaban luz en todas las direcciones. Desde las profundidades subían a la superficie islas de color azul oscuro, que se extendían y mezclaban como si el cielo se derramara en el mar.
El
Independence
estaba suspendido en la luz.
—Si ésa es la respuesta a tu último mensaje —le dijo Greywolf a Crowe sin poder apartar la vista del espectáculo—, debes de haber impresionado mucho a alguien allí abajo.
—Es maravilloso —susurró Delaware.
—¡Miren! —gritó Rubin.
En la superficie iluminada se inició un movimiento. La luz comenzó a palpitar. Surgieron en ella remolinos inmensos, que primero giraron lentamente y luego con mayor rapidez hasta que rotaron como galaxias espiraladas absorbiendo las aguas azules. Sus centros se condensaron. Miles de estrellas refulgentes parecieron encenderse en el interior y volver a apagarse...
De pronto salió un rayo.
Gritos en la cubierta de aterrizaje.
Súbitamente, la imagen cambió. Descargas estridentes sacudieron el agua y se extendieron entre los veloces remolinos. Bajo la superficie del agua se había desatado una tempestad silenciosa. Luego los remolinos comenzaron a alejarse del casco del
Independence
. La nube azul se dirigió hacia el horizonte a una velocidad impactante y desapareció en un instante.
Greywolf fue el primero en salir de su estupefacción.
Se dirigió, corriendo, hacia la isla.
—¡Jack! —Delaware corrió tras él. Los demás los siguieron. Greywolf se descolgó por las escaleras, atravesó a grandes pasos el pasillo del sector de seguridad e irrumpió en el CIC, con Peak y Li pisándole los talones. Los monitores de las cámaras del casco no reflejaban más que las aguas color verde oscuro; luego aparecieron dos delfines en pantalla.
—¿Qué sucede? —Gritó Peak—. ¿Qué dice el sonar?
Uno de los hombres se dio la vuelta.
—Allí afuera hay algo grande, señor. Algo, no sé... es difícil describirlo... En cierto modo...
—¿Algo? ¿En cierto modo? —Li lo agarró del hombro—. ¡Infórmanos, idiota! ¡Con precisión! ¿Qué está pasando?
El hombre palideció.
—Es... son... no teníamos nada en pantalla, pero de repente surgieron esas superficies. Salieron de la nada, lo juro, el agua se convirtió súbitamente en materia. Se alzó como una pared, como una... está en todos lados...
—Que despeguen los Cobra. En seguida. Vuelo extenso de reconocimiento.
—¿Y qué indican los delfines? —preguntó Greywolf.
—Forma de vida desconocida —informó una soldado—. Fueron los primeros en detectarla.
—¿Localización?
—Está por todas partes. Se aleja. Ahora se encuentra a un kilómetro de distancia, y sigue alejándose. El sonar indica presencia masiva en todas las direcciones.
—¿Dónde están los delfines ahora?
—Debajo del
Independence
, señor. Se amontonan contra las esclusas. ¡Creo que tienen miedo y quieren entrar!
Cada vez llegaba más gente al CIC.
—Ponga la imagen del satélite en el monitor grande —ordenó Peak.
En la gran pantalla apareció el
Independence
desde la perspectiva del KH-12. El buque flotaba sobre el agua oscura. De la luz azul y de los rayos no había ni rastro.
—Hasta hace un momento todo estaba iluminado allí abajo —dijo el hombre que se encargaba de analizar las imágenes obtenidas vía satélite.
—¿Podemos recibir imágenes de otros satélites?
—En este momento no, señor.
—Bien. Entonces aleje la imagen con el KH-12.
El hombre transmitió la orden a la estación de control. Pocos segundos después el
Independence
se encogió en el monitor. El satélite había ampliado una parte de la imagen. El mar de Groenlandia se extendía plomizo hacia el horizonte. Por los altavoces salían los silbidos y clics de los delfines, que seguían anunciando la presencia de una forma de vida desconocida.
—No es suficiente.
El KH-12 siguió alejando la imagen. Su objetivo registraba en ese momento un área de cien kilómetros cuadrados. Pese a sus más de doscientos cincuenta metros de eslora, el
Independence
parecía un trozo de madera a la deriva.
Miraron el monitor conteniendo la respiración.
Ahora lo veían.
En una amplia zona se había formado un fino anillo de luz azul. En su interior centelleaban las descargas.
—¿Qué tamaño tiene? —susurró Peak.
—Cuatro kilómetros de diámetro —dijo la mujer del monitor—. Incluso algo más. Parece una especie de manguera. Lo que vemos en la imagen del satélite es la boca, pero continúa hasta el fondo del mar. Nosotros estamos, por así decirlo, en... la garganta.
—¿Y qué es?
Johanson había aparecido a su lado.
—Gelatina, diría yo.
—¡Fantástico! —Jadeó Vanderbilt—. ¿Qué les mandó a los de abajo, maldita sea? —increpó a Crowe.
—Les pedimos que se mostraran —dijo Crowe.
—¿Cree que ha sido una buena idea?
Shankar, enfadado, se volvió hacia él.
—Queríamos establecer contacto, ¿no? ¿De qué se queja? ¿Pensó que iban a enviar mensajeros a caballo?
—¡Está llegando una señal!
Todos se giraron hacia el que había hablado. Era el hombre que controlaba las señales acústicas. Shankar avanzó hacia él y se inclinó sobre los monitores.
—¿Qué es? —le gritó Crowe.
—Por el modelo espectrográfico, una señal Scratch.
—¿Es una respuesta?
—No sé si...
—¡El anillo! ¡Se está estrechando!
Todas las cabezas se alzaron hacia la gran pantalla. El anillo iluminado había empezado a moverse otra vez lentamente hacia el buque. En ese momento dos puntos diminutos se alejaban del
Independence
. Los dos helicópteros de combate habían iniciado su vuelo de reconocimiento. Los silbidos y chillidos que llegaban por los altavoces eran cada vez más intensos.
De pronto comenzaron a hablar todos a la vez.
—¡Cállense! —ordenó Li. Escuchó con el ceño fruncido los sonidos de los delfines—. Allí hay otra señal.
—Sí. —Delaware escuchó entornando los párpados—. Forma de vida desconocida, y además...
—¡Orcas! —gritó Greywolf.
—Varios cuerpos grandes se acercan desde abajo —confirmó la mujer del sonar—. Salen del interior del anillo.
Greywolf miró a Li.
—Esto no me gusta. Tendríamos que hacer entrar a los delfines.
—¿Por qué justamente ahora?
—No quiero poner en peligro a los animales. Además necesitamos las imágenes de sus cámaras.
Li dudó un momento.
—De acuerdo. Tráigalos. Informaré a Roscovitz. Peak, escoja cuatro hombres y acompañe a O'Bannon a la cubierta del pozo.
—León —dijo Greywolf—. Licia.
Salieron apresuradamente. Rubin los observó irse. Se inclinó hacia Li y dijo algo en voz baja. Ella escuchó, asintió y se giró de nuevo hacia los monitores.
—¡Esperen! —Gritó Rubin al grupo—. Yo también voy.
Cubierta del pozo
Roscovitz llegó a la cubierta antes que los científicos, acompañado por Browning y otro técnico. Maldijo a gritos cuando vio el
Deepflight
averiado. No habían terminado aún de repararlo. Flotaba sobre la superficie del agua con las cápsulas de entrada abiertas, asegurado sólo por una cadena que colgaba del techo.
—¿No hace rato que debía estar listo? —increpó a Browning.
—La reparación es más complicada de lo que pensábamos —se defendió la técnica jefe mientras caminaban por el muelle—. El piloto automático...
—¡Mierda! —Roscovitz observó el batiscafo. El sumergible estaba colgado sobre la esclusa, que se perfilaba a cuatro metros de profundidad—. Está empezando a molestarme. Cada vez que hacemos entrar o salir a los animales, me molesta más.
—Con todos mis respetos, señor, no molesta. En cuanto esté reparado lo volveremos a subir al techo.
Roscovitz gruñó algo incomprensible y se situó ante la consola de mando. El batiscafo estaba justo enfrente. Desde esa perspectiva le ocultaba la visión de la esclusa. Dependía de los monitores de la consola. Volvió a maldecir, profiriendo esta vez un par de expresiones más contundentes. Con las prisas por reestructurar el
Independence
, habían sido muy chapuceros. ¿Por qué demonios aquello que no funcionaba tenía que causar problemas en el peor momento? ¿Para qué comprobaban hasta el más mínimo detalle con programas informáticos si después tenían un batiscafo flotando que ocultaba la visión de la esclusa?
En la cubierta del hangar resonaron pasos. Greywolf, Delaware, Anawak y Rubin bajaban por la rampa, seguidos por Peak y sus hombres. Los soldados se distribuyeron a ambos lados de los muelles. Rubin y Peak se acercaron a Roscovitz mientras Greywolf y los demás se ponían sus trajes de neopreno y se colocaban las gafas protectoras.
—Listo —dijo Greywolf. Juntó el pulgar y el índice formando un círculo, la señal de confirmación de los buceadores—. Hagámoslos entrar.
Roscovitz asintió y encendió el sistema automático para llamar a los delfines. Vio que los científicos saltaban a la dársena, sus cuerpos iluminados por los reflectores subacuáticos. Nadaban hacia la esclusa. Al llegar a ésta se sumergieron uno tras otro.
Abrió las compuertas inferiores.
Delaware se hundió de cabeza en dirección al panel de instrumentos que estaba en el borde de la esclusa. Aún estaba descendiendo cuando, tres metros más abajo de la cubierta de vidrio, empezaron a moverse las pesadas planchas de acero. Contempló las compuertas que se separaban y dejaban ver las profundidades marinas. En seguida llegaron dos delfines. Nerviosos, golpeaban el cristal con el morro. Greywolf les indicó con una señal que esperaran. Otro delfín entró en la esclusa.
Entretanto, la compuerta de acero se había abierto por completo. Bajo la cubierta de vidrio se divisaba el abismo. Delaware, nerviosa, escudriñaba la oscuridad. No se veía nada extraordinario, ni luces, ni rayos, ni orcas ni tampoco a los tres delfines que faltaban. Descendió un poco más hasta que tocó con las manos la superficie de vidrio y observó las profundidades buscando a los demás delfines. De repente otro animal se acercó a toda velocidad, giró sobre sí mismo y entró en la esclusa. Greywolf asintió y Delaware dio la señal a Roscovitz. Lentamente, las planchas de acero empezaron a moverse hasta que se cerraron con un rugido sordo. En el interior de la esclusa, los detectores comenzaron a analizar el agua en busca de impurezas y elementos tóxicos. Pocos segundos después los sensores dieron luz verde y reenviaron la autorización a Roscovitz. La compuerta de vidrio se abrió sin hacer ruido.