—Cuando uno ha bebido —completó Johanson.
Se puso en pie. Un mareo cruzó por su cabeza como un rayo. Angelí corrió y lo sostuvo por el codo.
—Gracias. Estoy bien. —Johanson se liberó de él—. ¿Y dónde estoy ahora?
—En la enfermería. ¿Se encuentra bien?
—Si me diera una aspirina...
Angelí fue hacia un armario blanco y sacó una caja de analgésicos.
—Tome. Sólo tiene un chichón gordo. Pronto se sentirá mejor.
—Gracias.
—¿Realmente se encuentra bien?
—Sí.
—¿Y no recuerda nada?
—No, maldita sea.
— Va
bene
. —Angeli lo miró con una amplia sonrisa—. Comience el día con tranquilidad,
dottore
. Y si pasa algo, no dude en venir en seguida.
Pabellón, sala de reuniones
—¿Áreas hipervariables? No entiendo una palabra.
Vanderbilt intentaba seguirla. Oliviera se dio cuenta de que estaba exigiendo demasiado a su audiencia. Peak la miraba visiblemente molesto. A Li no se le notaba nada, pero era de temer que la exposición superara ampliamente sus conocimientos de genética.
Johanson parecía un fantasma sentado entre ellos. Había llegado tarde, igual que Rubin, quien, tras musitar algo tímidamente, había tomado asiento y se había disculpado por su ausencia. Pero a diferencia de Rubin, Johanson tenía muy mal aspecto. No podía centrar la mirada. Miraba a su alrededor como si tuviera que cerciorarse cada dos minutos de que las personas que lo rodeaban eran reales y no una alucinación. Oliviera se propuso hablar con él después de la reunión.
—Voy a aclararlo poniendo como ejemplo una célula humana normal —dijo—. En el fondo no es más que una bolsa llena de información que está recubierta por una membrana. Su núcleo contiene los cromosomas, la totalidad de los genes. Todos ellos constituyen el genoma o ADN, esa doble hélice espiralada que ya conocen. O dicho de un modo más sencillo, nuestra estructura arquitectónica. Cuanto más desarrollado es un organismo, más diferenciada es esa estructura. Gracias al análisis del ADN se puede demostrar la culpabilidad de un asesino o esclarecer relaciones de parentesco, pero en términos generales todos los seres humanos tienen la misma estructura: pies, piernas, torso, brazos, manos, etcétera. Es decir que el ADN de un individuo nos dice dos tipos de cosas. En sentido general, que es un ser humano. Y concretamente, de qué persona se trata.
Vio en los rostros de los demás que se interesaban y entendían. Al parecer, había sido buena idea comenzar con unos conocimientos básicos de genética.
—Por supuesto, dos seres humanos difieren individualmente más que dos unicelulares del mismo
phyllum
. Estadísticamente, mi ADN revela cerca de un millón de pequeñas diferencias con respecto a las personas de esta sala. Los seres humanos difieren entre sí cada mil doscientos pares de bases. A su vez, si analizamos las células de una persona también encontramos pequeñas diferencias, esto es, desviaciones bioquímicas del ADN surgidas por mutación. Y también podemos hallar divergencias si analizamos, por ejemplo, una célula de mi mano izquierda y una de mi hígado. No obstante, cada una de ellas dice claramente que pertenecen a una persona llamada Sue Oliviera. —Hizo una pausa—. En el caso de los unicelulares, estas cuestiones se plantean menos. Tienen una sola célula que constituye el ser entero. Por tanto, sólo hay un genoma, y puesto que los unicelulares se reproducen por mitosis, es decir, por división, y no por apareamiento, no tiene lugar una mezcla de cromosomas de papá y mamá, sino que el ser se duplica junto con su información genética, y ahí termina el proceso.
—Es decir que en el caso de los unicelulares... si conocemos un ADN, conocemos todos —dijo Peak con unas palabras que parecían hacer equilibrios sobre una cuerda.
—Sí. —Oliviera le dedicó una sonrisa—. Eso sería lo natural. Una población de unicelulares tiene genomas en gran medida idénticos. Dejando de lado su escasa mutación, el ADN es igual en todos los individuos.
Vio que Rubin comenzaba a moverse inquieto en la silla y que abría y cerraba la boca. De haberse encontrado bien hubiera intentado arrebatarle la exposición en ese instante. «Qué lástima —pensó Oliviera con satisfacción— que hayas estado en cama con migraña. Para variar un poco, no sabes lo que nosotros sabemos. Tienes que mantener la boca cerrada y escuchar».
—Y aquí comienza nuestro problema —continuó—. A primera vista, las células de la gelatina parecen idénticas. Pertenecen a amebas como las que encontramos en las profundidades marinas, y ni siquiera son muy exóticas. Para describir todo su ADN, necesitaríamos que varios ordenadores hicieran cálculos durante dos años, de modo que nos limitaremos a una muestra. Aislamos pequeños fragmentos de ADN y así obtenemos algunas partes de su código genético, los llamados amplicones. Cada amplicón contiene una serie de pares de bases, su vocabulario genético. Si analizamos varios amplicones del mismo segmento de ADN en distintos individuos y los comparamos, obtenemos informaciones muy interesantes. Los amplicones de varios unicelulares de la misma población, por ejemplo, tendrían que dar el siguiente cuadro.
Sostuvo en alto un texto impreso que había ampliado para la reunión:
Al: AATGCCAATTCCATAGGATTAAATCGA
A2: AATGCCAATTCCATAGGATTAAATCGA
A3: AATGCCAATTCCATAGGATTAAATCGA
A4: AATGCCAATTCCATAGGATTAAATCGA
—Como ven, las secuencias analizadas son idénticas en todo el segmento. Es decir, cuatro unicelulares idénticos. —Dejó la hoja a un lado y mostró una segunda—. Sin embargo en la gelatina obtuvimos resultados diferentes:
Al: AATGCCA
CGATGCTACCTG
AAATCGAA2: AATGCCA
ATTCCATAGGATT
AAATCGAA3: AATGCCA
GGAAATTACCCG
AAATCGAA4: AATGCCA
TTTGGAACAAAT
AAATCGA
—Éstas son las secuencias de bases que presentaban los amplicones de cuatro ejemplares de nuestra especie de gelatina. El ADN es idéntico... excepto en pequeñas áreas hipervariables en que todo está revuelto. No hay ningún tipo de semejanza. Hemos analizado docenas de células. Algunas sólo difieren ligeramente dentro de estas zonas hipervariables; otras son completamente diferentes. Y esto no puede explicarse por mutación natural. Dicho de otro modo: no puede ser causal.
—Quizá sean especies diferentes —dijo Anawak.
—No. Se trata de la misma especie. Y además los seres vivos no pueden modificar su código genético a lo largo de su vida. Primero viene siempre el plan arquitectónico. Después se construye, y lo que está construido sólo puede obedecer a ese plan.
Durante largo rato nadie habló.
—Si pese a ello las células son diferentes —dijo Anawak—, entonces tienen que haber encontrado un modo de modificar su ADN después de haberse dividido.
—¿Pero con qué fin? —preguntó Delaware.
—Seres humanos —dijo Vanderbilt.
—¿Seres humanos?
—¿Están todos ciegos? La doctora Oliviera, que debe saberlo bien, nos dice que la naturaleza no actúa así, y el doctor Johanson no ha planteado ninguna objeción. Entonces ¿quién tiene suficiente cerebro como para pensar algo así, eh? Esa sustancia es un arma biológica. Sólo puede haber sido creada por seres humanos.
—Quiero formular una objeción —dijo Johanson. Se pasó la mano por el pelo—. No tiene sentido, Jack. La ventaja de las armas biológicas es que sólo se necesita una receta de base. El resto es reproducción...
—Quizá las mutaciones que experimentan los virus también son una ventaja. El virus del sida muta constantemente. Cada vez que creemos que lo hemos descubierto, cambia de nuevo.
—Eso es distinto. Aquí tenemos un superorganismo, no una infección virológica. Tiene que haber otra razón para que sean diferentes. En su ADN sucede algo después de la mitosis. Cada célula es codificada de otro modo. ¿A quién le interesa quién es el responsable? Tenemos que averiguar qué sentido tiene esa codificación.
—¡Pues matarnos a todos nosotros! —dijo Vanderbilt, irritado—. Esa sustancia quiere destruir al mundo libre.
—Bien —gruñó Johanson—. Entonces mátela a balazos. Quizá tendríamos que ver si son células musulmanas. Puede que tengan el ADN de un fundamentalista islámico. Legitimaría el asunto.
Vanderbilt lo miró fijamente.
—¿De qué lado está usted en realidad?
—Del lado de la comprensión.
—¿Y ya ha averiguado por qué se cayó anoche? —Vanderbilt sonrió con aire de suficiencia—. Tras beber una botella de burdeos, aclaremos. ¿Cómo se siente, doctor? ¿Le duele la cabeza? ¿Por qué no cierra la boca un rato?
—Para que usted no tenga tantas oportunidades de abrir la suya.
Vanderbilt respiraba con dificultad. Sudaba. Li le dedicó una mirada burlona de soslayo y se inclinó hacia adelante.
—Usted dice que se trata de codificaciones distintas, ¿no es cierto?
—Así es —asintió Oliviera.
—Yo no soy científica. Pero ¿no sería posible que esa codificación cumpliera la misma función que los códigos entre los seres humanos? Los códigos que utilizamos en caso de guerra, por ejemplo.
—Sí —asintió Oliviera—. Es posible.
—Códigos para reconocerse entre ellos.
Weaver garabateó algo en un papel y se lo dio a Anawak. Anawak lo leyó, asintió brevemente y lo volvió a dejar a un lado.
—¿Para qué tendrían que reconocerse entre ellos? —Preguntó Rubin—. Y ¿por qué de un modo tan complicado?
—Me parece que es obvio —dijo Crowe.
Por un momento sólo se oyó el crujido del celofán que estaba separando del paquete de cigarrillos.
—¿Y qué cree usted? —preguntó Li.
—Creo que lo utilizan para comunicarse —dijo Crowe—. Estas células se comunican entre ellas. Es una forma de conversación.
—Quiere decir que la sustancia... —Greywolf se quedó mirándola.
Crowe sostuvo la llama del encendedor a la altura del cigarrillo, inhaló y dejó ir el humo.
—Intercambia información, sí.
Rampa
—¿Qué le sucedió anoche? —preguntó Oliviera mientras bajaban al laboratorio.
Johanson se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
—¿Y cómo se siente ahora?
—Raro. El dolor de cabeza está cediendo, pero en mi memoria hay un agujero del tamaño de la cubierta del hangar.
—Qué casualidad más tonta, ¿no? —Rubin se volvió al pasar y mostró los dientes—. Ambos con dolor de cabeza. ¡Los dos! Dios, me encontraba tan mal que ni siquiera pude avisarlos. Tengo que pedirles disculpas, de verdad, pero es que una vez te tumbas... ¡Bang! ¡Caes!
Oliviera lo contempló con un gesto indefinible.
—¿Migraña?
—Sí. ¡Terrible! Viene y se va. No me pasa a menudo, pero cuando me pasa no puedo hacer nada. Lo único que me alivia es meterme en la cama y apagar la luz.
—¿Y ha dormido de un tirón hasta esta mañana?
—Claro. —Rubin los miró como si se sintiera culpable—. Lo siento. Se pierde el control, en serio. Si no, hubiera venido.
—¿Y no lo hizo?
Sonó raro el modo en que formuló la pregunta. Rubin sonrió confundido.
—No.
—¿Está seguro?
—Lo sabría, ¿no cree?
En la cabeza de Johanson algo hizo clic. Como un proyector de diapositivas roto. El carro intentaba coger una diapositiva y resbalaba.
¿Por qué preguntaba Oliviera esas cosas?
Se detuvieron frente a la puerta del laboratorio. Rubin tecleó el código numérico y la puerta se abrió. Mientras Rubin entraba y encendía las luces Oliviera le dijo a Johanson en voz baja:
—Eh, ¿qué sucede? Anoche estaba completamente convencido de haberlo visto.
Johanson la miró fijamente.
—¿Que yo estaba qué?
—Cuando estábamos sentados en el cajón tomando vino y esperando que el secuenciador hiciera su trabajo —susurró Oliviera—. Usted dijo que lo había visto.
Clic. El carro intentó coger la diapositiva. Clic.
Parecía que su cabeza estuviera rellena de algodón. Recordaba que habían bebido vino. Y que habían charlado. Y después él había visto... ¿qué?
Clic.
Oliviera alzó una ceja.
—Hombre —dijo al entrar—, mire que le ha dado fuerte.
Ordenador neuronal
Estaban sentados en el JIC ante el ordenador de Weaver.
—Escucha —explicó Weaver—. La codificación nos da un punto de apoyo completamente nuevo.
Anawak asintió.
—Esas células no son idénticas, no son como las neuronas.
—Y no se trata sólo del modo en que están conectadas. Si su ADN muestra secuencias codificadas, podría ser que justamente ahí resida la clave de la fusión.
—No, la fusión tiene que ser desencadenada por otra cosa, por algo que lo haga a distancia.
—Ayer hablábamos del olor.
—De acuerdo —dijo Anawak—. Intentémoslo. Prográmalas de tal modo que generen un olor que indique «fusión».
Weaver pensó. Llamó al laboratorio por el teléfono del barco.
—¿Sigur? ¡Hola! Estamos con la simulación. ¿Ya sabéis cómo se unen las células? —Escuchó un momento—. Exacto... Lo probaremos... De acuerdo. Avísame.
—¿Qué dice? —quiso saber Anawak.
—Que intentarán hacer un seguimiento en fases. Quieren hacer que la gelatina se disuelva y vuelva a fundirse.
—¿Entonces ellos también creen que las células exhalan un olor concreto?
—Sí. —Weaver arrugó la frente—. La cuestión es qué célula empieza. Y por qué. Si lo que se produce es una reacción en cadena, tiene que provocarla alguna de ellas.
—Un programa genético. —Anawak asintió—. De modo que sólo ciertas células podrían organizar la fusión.
—Una parte del cerebro que puede más que el resto... —caviló Weaver—. No está mal. Sin embargo, creo que no es suficiente.
—Espera. Puede que todavía estemos despistados. Quiero decir que partimos de la idea de que todas las células forman un gran cerebro.
—Estoy convencida de que lo hacen.
—Yo también. Pero se me ha ocurrido que...
—¿Qué?
Anawak pensó febrilmente.
—¿No te parece raro que además se diferencien entre ellas? Sólo se me ocurre una razón para ese tipo de codificación: que alguien haya programado su ADN para que puedan encargarse de tareas específicas. Y si es así... cada célula sería un pequeño cerebro. —Siguió pensando. ¡Sería fantástico! Pero no tenía ni idea de cómo podía funcionar—. Significaría que el ADN de cada célula es el cerebro.