—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos abajo?
—Cuarenta y ocho horas —dijo Van Maarten. Al ver la expresión de terror de Bohrmann, sonrió—. No tengas miedo, no estaréis tanto tiempo en las profundidades. —Señaló dos robots con forma de torpedo de metro cincuenta de largo y provistos de hélice y punta de vidrio. De su parte superior salía una cuerda de varios metros que terminaba en una consola con palanca, pantalla y teclas—. Éstos son vuestros vehículos propulsores. Perros rastreadores submarinos, AUV. Están programados con la isla de luz. Tienen una precisión de centímetros, de modo que no intentéis orientaros, simplemente dejaos llevar. Alcanzan una velocidad de cuatro nudos; en tres minutos estaréis abajo.
—¿Qué grado de seguridad tiene su programación? —preguntó Bohrmann, escéptico.
—Es muy segura. Estos vehículos están equipados con diversos sensores que detectan su posición y profundidad de inmersión. No pueden perderse, y si se cruza algo en su camino, lo esquivan. Para activarlos basta con manejar la consola de mando que está en el extremo de la cuerda. Es muy sencillo: podéis avanzar, retroceder... La tecla del 0 pone en marcha la hélice pero no activa la programación. Cuando queráis moveros movéis la palanca que está debajo, y el rastreador os llevará donde queráis. Bien, ¿alguna pregunta más?
Bohrmann sacudió la cabeza.
—Entonces, vamos.
Van Maarten los ayudó a ponerse los trajes. Al
exosuit
se entraba por una abertura que tenía en la espalda, sobre la que colgaban los dos tanques de oxígeno. Bohrmann se sintió como un caballero medieval equipado con todas sus armas que se disponía a dar un paseo por la luna. Cuando cerraron el traje quedó un momento aislado del exterior; luego volvió a escuchar algo. Por el visor grande y combado vio que Frost hablaba desde su traje y escuchó el rugido de su voz en el casco. Después volvió a escuchar los ruidos del exterior.
—Comunicación por radio —le explicó Frost—. Es mejor que hacernos señas con las manos. ¿Todo en orden con las pinzas?
Bohrmann movió los dedos dentro de la semiesfera. La mano-pinza acompañó todos sus movimientos.
—Creo que sí.
—Intenta coger la consola que te acerca Van Maarten.
Lo consiguió al primer intento. Bohrmann respiró. Si todo en tan sencillo como manipular esas pinzas, podían dar las gracias al cielo.
—Una cosa más. A la altura de la cintura tienes una área rectangular, un interruptor. Es un POD.
—¿Un qué?
—Nada por lo que tengas que devanarte los sesos o intranquilizarte. Es una medida de seguridad. No llegaremos a esa situación, pero te explicaré cómo funciona por si llegáramos a necesitarlo. Para activarlo tienes que darle un golpe fuerte. ¿De acuerdo?
—Sí, pero ¿qué es un POD?
—Un alivio cuando estás buceando. Te lo explicaré en otro momento.
—La verdad es que me gustaría saber...
—Después. ¿Estás listo?
—Sí.
Van Maarten abrió el túnel de la esclusa. El agua celeste, iluminada, les mojó los pies.
—Simplemente dejaos caer —dijo—. Yo os lanzaré los rastreadores. Cuando estéis fuera de la esclusa los encendéis. De uno en uno, primero Frost.
Bohrmann pasó las aletas por encima del borde. El menor movimiento dentro del traje parecía una exhibición de fuerza. Respiró hondo y se dejó caer hacia adelante. Sintió el golpe del agua. Dio una voltereta, vio las luces de la esclusa sobre él y volvió a ponerse derecho. Bajó lentamente y salió del túnel al mar abierto, donde aterrizó entre un banco de peces. Miles de cuerpos refulgentes salieron en desbandada, formaron una espiral y volvieron a apiñarse. El banco cambió de forma varias veces; luego se estiró y huyó. Bohrmann vio el rastreador a su lado y siguió bajando. Sobre él brillaba la luz de la esclusa en el casco oscuro del pontón. Pataleó y comprobó que estabilizaba su posición. Ya no sentía el peso del traje. En realidad, se sentía muy bien. Como un sumergible portátil.
Frost lo seguía envuelto en un capullo de burbujas de aire. Bajó hasta quedar a la altura de Bohrmann y lo miró por el cristal del casco. En ese instante Bohrmann se dio cuenta de que el americano llevaba puesta su gorra de béisbol incluso dentro del
exosuit
.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Frost.
—Como el hermano mayor de R2-D2.
Frost se rió. La hélice de su vehículo propulsor comenzó a girar. De repente el robot se inclinó y arrastró al vulcanólogo hacia las profundidades. Bohrmann puso en marcha su rastreador. Sintió una sacudida y cayó de cabeza. De golpe todo estaba oscuro. Van Maarten tenía razón. Realmente iban rápido. Poco después reinó la más negra de las oscuridades. Sólo se veía el tenue rayo de luz que irradiaban los robots.
Para su sorpresa, la oscuridad le causaba malestar. Había estado cientos de veces ante los monitores controlando las inmersiones de robots que se adentraban en las aguas abisales o aún más lejos. Y había viajado con el
Alvin
, el legendario batiscafo, hasta los cuatro mil metros. Sin embargo, bucear con ese traje y ser conducido hacia lo incierto por un robot electrónico era algo completamente diferente.
Ojalá que la consola que tenía en la mano estuviera bien programada; de lo contrario, quién sabía dónde acabaría.
El reflector iluminó una lluvia de plancton. Siguieron bajando en vertical. En el casco de Bohrmann sonaba el zumbido electrónico del rastreador. Unos metros más adelante vio una criatura en forma de filigrana que avanzaba por la oscuridad con lentos movimientos pulsátiles. Era de una belleza increíble, una medusa oceánica que emitía señales luminosas circulares como una nave espacial. Bohrmann deseó que no fueran señales de miedo ante algún monstruo mayor que la siguiera. Luego la medusa desapareció de su vista. A cierta distancia se iluminaron más medusas, y de pronto se expandió ante él una nube blanca, relampagueante. Se estremeció. Pero al ver que la nube era de color blanco en lugar de azul y que emitía una débil bioluminiscencia antes de desaparecer, Bohrmann reconoció lo que tenía ante sí. Era un
Mastigoteuthis
, un calamar que por lo general aparecía a mil metros de profundidad. Se defendía de los intrusos lanzándoles una tinta blanca, lo cual tenía sentido: la tinta negra en la más negra de las oscuridades no era de gran ayuda.
El rastreador seguía avanzando.
Bohrmann registró la oscuridad buscando el brillo de la isla de luz, pero a su alrededor no había nada más que negrura. Sólo veía el punto claro que avanzaba delante de Frost, si es que avanzaba, pues quizá estuviera detenido. Serían como dos luces suspendidas, la suya y la de Frost, en un universo sin estrellas.
—¿Stanley?
—¿Qué sucede?
Su rápida respuesta lo tranquilizó.
—No deberíamos tardar en ver algo, ¿no?
—Amigo mío, eres muy impaciente. Mira tu pantalla. Sólo hemos descendido doscientos metros.
—Ah, ya, claro.
Bohrmann no se atrevía a preguntarle si confiaba en la programación del rastreador, de modo que calló e intentó dominar su creciente nerviosismo. Comenzó a desear que aparecieran unas cuantas medusas, pero no se veía nada. El robot zumbaba diligente, cuando súbitamente cambió de dirección.
Allí había algo. Bohrmann miró mejor. A lo lejos se vislumbraba una luz. En un primer momento la divisó levemente; luego vio una difusa forma rectangular.
Lo invadió un profundo alivio. ¡Bravo!, le hubiera encantado decir. Qué perro tan obediente. Buen perro.
Qué pequeña parecía la isla...
Aún estaba pensando en ello cuando vio que la isla se acercaba y se hacía más clara, lo que le permitía reconocer detalles como los diversos focos alineados a lo largo del varillaje. Siguieron avanzando hacia ella, y de pronto quedó suspendida, inmensa y radiante, sobre ellos. En realidad eran ellos los que flotaban por encima, pero el viaje de cabeza invertía el arriba y el abajo, de modo que además vio que la terraza colgaba sobre sus cabezas. Por un instante percibió la figura de Frost como una sombra, arrastrada de la cuerda por un torpedo que se precipitaba hacia la enorme isla bañada de luz. Ante él todo se veía con claridad: la terraza de la ladera, la trompa aspiradora, cuyo negro cuerpo de serpiente se recortaba en la oscuridad, los trozos de piedra que bloqueaban la boca...
Y el hervidero de gusanos.
—Apaga tu rastreador antes de que choques contra la isla —dijo Frost—. Haremos los últimos metros nadando.
Bohrmann movió los dedos de su mano libre y trató de manipular las teclas con la pinza. Esta vez no fue tan hábil; falló en el primer intento y pasó volando junto a Frost, que ahora avanzaba más despacio.
—¡Eh, Gerraad! ¿Adónde vas, maldita sea?
Probó de nuevo; se le resbaló la pinza. Finalmente logró parar el rastreador. Bohrmann pataleó y se colocó en posición horizontal. Realmente se había acercado bastante a la isla, que se extendía en todas las direcciones. Al cabo de unos segundos recuperó su sentido del arriba y el abajo, y se situó sobre la isla y la terraza.
Con movimientos regulares nadó hacia la manga clavada y bajó hasta quedar junto a ella. Ahora la isla flotaba unos quince metros más arriba. Rápidamente, los gusanos empezaron a arrastrarse por sus aletas. Tuvo que obligarse a ignorarlos. No podían causarle el menor daño al material del traje y, además, sólo eran unos bichos asquerosos. Un gusano de ésos no podía constituir ningún peligro para seres vivos de su tamaño.
Por otra parte, ¿qué sabían de esos gusanos que no tendrían que existir en absoluto?
A su lado, el vehículo rastreador había bajado hasta el suelo. Bohrmann lo colocó sobre un saliente y siguió con la vista el recorrido de la manga. Varias piedras volcánicas de lava negra del tamaño de un hombre bloqueaban las hélices de los motores. Eso tenía arreglo. Lo que le preocupaba era la cuña más grande que aprisionaba la manga entre las paredes de la roca. Debía de tener unos cuatro metros de altura. Bohrmann dudaba que pudieran moverla entre dos, si bien bajo el agua todo pesaba menos, y además las rocas volcánicas eran porosas y ligeras.
Frost se colocó junto a él.
—Qué asco —dijo—. Los hijos de Lucifer están por todas partes.
—¿Quiénes?
—¡Esos gusanos! ¡Esos bichos! Las plagas bíblicas... En fin, olvídalo. Propongo empezar con los pedazos más pequeños para ver cuánto avanzamos. ¿Van Maarten? —llamó.
—Sí... —La voz de Van Maarten sonó metálica. Bohrmann se había olvidado por completo de que también estaban conectados con el
Heerema
.
—Ahora vamos a limpiar un poco. Primero despejaremos los motores. Quizá baste con eso para que la manga pueda salir por su propio impulso.
—De acuerdo. ¿Se encuentra bien, doctor Bohrmann?
—Todo perfecto.
—Tened cuidado.
Frost señaló un pedazo de piedra redondeado que bloqueaba el eje de una de las hélices.
—Empezaremos por ahí.
Comenzaron a mover la piedra hacia un lado. Tras tirar y empujar un rato, se desprendió, liberó el eje del motor y al caer aplastó a cientos de gusanos.
—¡Bien! —exclamó Frost, satisfecho.
Luego procedieron del mismo modo con otros dos pedazos. La próxima piedra era más grande, pero con un poco de esfuerzo finalmente cayó también hacia el costado.
—Qué fuerte que es uno bajo el agua —dijo Frost—. Jan, hemos liberado todos los motores salvo uno. No parecen dañados. ¿Puedes hacerlos girar en el eje? No los pongas en marcha, sólo hazlos girar.
Pasaron unos segundos; luego se oyó una especie de ronroneo. Una de las turbinas giró hacia un lado y hacia el otro en el eje. A continuación se movieron también las demás.
—Muy bien —dijo Frost—. Ahora inténtalo. Ponías en marcha.
Por precaución, pusieron algunos metros de distancia entre ellos y la manga y contemplaron cómo se ponían en marcha las hélices.
La manga se sacudió un poco, pero no se movió.
—Nada —dijo Van Maarten.
—Sí, lo estoy viendo. —Frost hizo un gesto de malhumor—. Inténtalo de nuevo. Hazlas girar en otra dirección.
Tampoco eso funcionó. Pero las hélices comenzaron a levantar lodo y todo se enturbió delante de ellos.
—¡Alto! —Bohrmann agitó sus brazos segmentados—. ¡Parad! No tiene sentido, lo único que hacéis es dificultarnos la visibilidad.
Las hélices se detuvieron. La nube de lodo se dispersó arrastrando estrías claras. Apenas se veía el extremo inferior de la manga.
—Bien... —Frost abrió una pequeña caja que llevaba en el costado del
exosuit
y sacó dos objetos del tamaño de un lápiz—. Nuestro problema es ese trozo gigantesco de ahí. Ya sé que no va a gustarte, Gerraad, pero tenemos que hacer volar esa maldita cosa.
La mirada de Bohrmann se dirigió hacia los gusanos, que cada vez ocupaban más espacio del lugar que habían aspirado.
—Es arriesgado —dijo.
—Es una carga pequeña. Propongo colocarla en la base, donde la cuña está clavada al suelo. Digamos que así le cortamos las patas.
Bohrmann se apartó, ascendió un metro y nadó hasta la cuña. A su alrededor todo se volvió turbio y enlodado. Encendió la luz de su casco y descendió hasta la nube de sedimento. Se arrodilló con cuidado y acercó el casco cuanto pudo al sitio en que el trozo de piedra se hendía en el suelo. Con las pinzas apartó los gusanos a un lado. Algunos sacaron velozmente su trompa e intentaron morder el brazo articulado. Bohrmann se los quitó de encima y revisó la estructura del sedimento. Vio unas vetas finas de color blanco sucio. Cuando introdujo la pinza, la piedra se astilló y salieron unas cuantas burbujas.
—No —dijo—. No es una buena idea.
—¿Se te ocurre una mejor?
—Sí. Tomamos una carga mayor, buscamos fisuras y grietas en el último tercio del pedazo y las hacemos volar. Con un poco de suerte caerá la parte superior y no dañaremos el suelo.
—De acuerdo.
Frost avanzó con él por la nube. Subieron un poco. La visibilidad mejoró. Comenzaron a revisar sistemáticamente la cuña en busca de un lugar apropiado. Finalmente, Frost encontró una grieta profunda y colocó en ella algo que parecía caucho gris, firme. Luego introdujo en la masa un palito delgado como un lápiz.
—Con esto debería bastar —dijo satisfecho—. Tenemos que alejarnos para que no nos alcance la explosión.
Encendieron los rastreadores y se hicieron llevar hasta el final de la zona iluminada, donde el talud se perdía unos metros más allá en la oscuridad absoluta. No había muchas partículas, de modo que las ondas luminosas apenas eran reflejadas por las algas y por otras materias en suspensión, pero de todos modos la transición hacia las aguas abisales era abrupta. Bajo el agua, la luz desaparecía siguiendo el orden de sus longitudes de onda: primero la roja a dos o tres metros, después la naranja y finalmente la amarilla. Más allá de los diez metros sólo quedaban las luces verde y azul, hasta que la absorción y dispersión de las ondas absorbía también a aquéllas. A partir de ahí, el mundo dejaba de existir.