—¿Un ADN que puede pensar?
—De algún modo, sí.
—Entonces también tendría que poder aprender. —Lo miró con expresión dubitativa—. Estoy dispuesta a creer ciertas cosas. Pero ¿eso?
Tenía razón. Era absurdo. La consecuencia sería una bioquímica completamente novedosa. Algo que no existía.
Pero si funcionara...
—Volvamos al punto de partida: ¿cómo aprende un ordenador neuronal? —preguntó Anawak.
—Haciendo cálculos simultáneos cada vez más complejos. Con la experiencia aumenta el número de alternativas de acción.
—¿Y cómo conserva todo eso?
—Lo memoriza.
—Para ello, cada unidad debe tener espacio de memoria disponible. Y al unir los espacios de memoria surge el pensamiento artificial.
—¿Adonde quieres llegar?
Anawak se lo explicó. Ella lo escuchó moviendo de vez en cuando la cabeza, y le pidió que se lo explicara por segunda vez.
Por lo que puedo apreciar, estás reescribiendo la biología.
—Sí. ¿Crees que podrías programar algo que funcione de modo similar?
—¡Oh Dios!
—En pequeño, tal vez.
—En pequeño sigue siendo grande. Vaya, León. ¡Qué teoría más retorcida! Pero está bien. ¡De acuerdo! Lo haré.
Estiró sus bronceados brazos. Vellos dorados centelleaban en los antebrazos. Bajo la tela de la camiseta se tensaban los músculos. Anawak pensó cuánto le gustaba esa chica de hombros anchos, compacta.
En ese momento Weaver lo miró.
—Pero tendrás que darme algo a cambio —dijo amenazadora.
—Tú dirás.
—Hombros y espalda. Masaje de relajación. —Sonrió—. Avanti. Mientras tanto, yo programo.
Anawak estaba impresionado. Lo había sugerido ella, sin ningún tipo de pudor. Tuviera o no sentido su teoría, de todos modos había valido la pena exponerla.
Rubin
Subieron a almorzar al comedor de oficiales. Johanson había mejorado visiblemente, y además se llevaba muy bien con Oliviera.
Ninguno de los dos pareció entristecerse mucho cuando Rubin les dijo que no sentía hambre tras el acceso de migraña.
—Saldré a dar un paseo por el techo —dijo; luego los miró tratando de despertar cierta compasión.
—Tenga cuidado —sonrió Johanson—. Aquí uno tropieza en seguida.
—No tema —se rió Rubin, y pensó: «Si supieras cuánto me cuido, se te caería la mandíbula hasta la cubierta del pozo»—. Me mantendré alejado del borde.
—Aún lo necesitamos, Rubin.
—Bien... —oyó que decía Oliviera en voz baja mientras seguía caminando con Johanson.
¿Bien?
Rubin apretó los puños. Que se desgastaran la lengua hablando entre ellos. Al final, él recibiría lo que le correspondía. El mérito de haber salvado a la humanidad se acreditaría en su cuenta. Ya había esperado lo suficiente para salir de la sombra de la CÍA. Una vez que todo aquello hubiera pasado, no habría más motivos para privar al mundo de sus méritos. Todos los secretos estarían de más. Podría publicar a su gusto, apoyándose en el reconocimiento de todos.
Su humor mejoró mientras subía por la rampa. En el nivel 03 se desvió por una bifurcación y llegó a una puerta angosta que estaba cerrada. Introdujo un código numérico. La puerta se abrió y Rubin entró a un pasillo. Fue hasta el final, donde se encontró con otra puerta cerrada. Esta vez se encendió una luz verde en la consola cuando tecleó el código. Sobre ella había un objetivo empotrado tras un cristal. Rubin se acercó lo más que pudo y con el ojo derecho miró la lente, que escaneó su retina y transmitió una señal de confirmación al sistema.
Una vez obtenida la autorización, también se le abrió esta puerta. Vio una sala grande y en penumbra llena de ordenadores y pantallas que se parecía mucho al CIC. Sentados ante las mesas de control había tanto personas uniformadas como civiles. Un zumbido permanente hacía vibrar el aire. De pie ante una gran mesa de mapas iluminada desde dentro estaban reunidos Li, Vanderbilt y Peak.
Peak alzó la vista.
—Entre —dijo.
Rubin se acercó. De pronto sintió que su seguridad flaqueaba. Desde la noche anterior sólo habían hablado por teléfono e intercambiado breves informaciones. El tono había sido neutro. Ahora se había vuelto helado.
Rubin se decidió por la huida hacia adelante.
—Estamos avanzando —dijo—. Siempre vamos un paso por delante y...
—Siéntese —dijo Vanderbilt. Con un gesto breve le señaló una silla del otro lado de la mesa. Rubin obedeció. Los otros tres se quedaron en pie, de modo que se encontró en un papel que no le agradaba. Se sentía como ante un tribunal.
—Lo de anoche fue una tontería, por supuesto —agregó.
—¿Una tontería? —Vanderbilt se apoyó con los nudillos en la mesa—. Imbécil. En otras circunstancias lo arrojaría a los tiburones.
—Un momento, yo...
—¿Por qué tuvo que golpearlo?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
—Prestar más atención, ¡idiota! No haberlo dejado entrar.
—Ése no es error mío —se enfadó Rubin—. ¡Es su gente la que mira quién se rasca el trasero mientras duerme!
—¿Por qué abrió la maldita compuerta?
—Porque... bueno, pensé que quizá necesitábamos... había una idea con respecto...
—¿Qué?
—Escuche, Rubin —dijo Peak—. La compuerta que da a la cubierta del hangar tiene una única función, y usted lo sabe muy bien: es para la entrada y salida de material voluminoso. —Sus ojos refulgieron—. De modo que ¿cuál era ese asunto tan importante que lo llevó a abrir la compuerta?
Rubin se mordió los labios.
—Sencillamente, no tenía ganas de recorrer todo el barco, ésa es la verdad.
—¿Cómo puede decir eso?
—Porque es así. —Li dio la vuelta a la mesa y se sentó a caballo sobre el borde, delante de Rubin. Lo miró con una expresión indulgente, casi amable—. Les dijo a los demás que salía a tomar el aire.
Rubin se sobresaltó en su silla. Por supuesto que lo había dicho. Y naturalmente los sistemas de vigilancia lo habían registrado.
—Y después salió otra vez a tomar el aire.
—No vi a nadie en la cubierta —se defendió—. Y su gente tampoco anunció lo contrario.
—¿Y cómo iba a hacerlo, Mick? La vigilancia no anunció nada porque no recibió ninguna consulta. Pero usted está obligado a pedir autorización cada vez que quiera abrir la compuerta. Dos veces seguidas no lo hizo. No podían darle ninguna información.
—Lo siento —musitó Rubin.
—En honor a la verdad, he de admitir que aquí tampoco funcionaron bien las cosas. Se perdieron el segundo paseo de Johanson por la cubierta del hangar. Además, cuando preparamos la misión cometimos el error de no instalar un sistema de escucha integral. No sabemos, por ejemplo, qué hablaron Oliviera y Johanson cuando hicieron su fiestecita en la cubierta, y lamentablemente tampoco podemos escuchar las conversaciones en la rampa ni en el techo. Pero eso no cambia el hecho de que usted se ha comportado como un perfecto imbécil.
—Prometo que no volverá a...
—Usted pone en peligro la seguridad, Mick. Es un imbécil sin cerebro. Y aunque no siempre coincido con Jack, lo ayudaré a arrojarlo a los tiburones si esto vuelve a suceder una sola vez más. Me ocuparé personalmente de que traigan un par de tiburones con ese fin, y contemplaré con gusto cómo le arrancan el corazón. ¿Ha entendido? Lo mataré.
Sus ojos de aguamarina seguían mirándolo con amabilidad, pero Rubin intuyó que no vacilaría ni un segundo en cumplir su amenaza.
Esa mujer le daba miedo.
—Veo que lo ha entendido. —Li le dio un golpe en el hombro y volvió con los demás—. Muy bien, y ahora analicemos los posibles daños. ¿Surte efecto la droga?
—Le inyectamos diez mililitros a Johanson —dijo Peak—. Más lo habría puesto fuera de circulación, y eso es algo que no podemos permitirnos en este momento. La droga actúa como una goma de borrar en el cerebro, pero no nos asegura que Johanson no recuerde.
—¿Qué riesgo hay?
—Es difícil decirlo. Basta una palabra, un color, un olor... Si el cerebro encuentra algo que lo pueda hacer recordar, puede reconstruir todo lo sucedido.
—Es un riesgo bastante grande —gruñó Vanderbilt—. Hasta ahora no hemos encontrado ninguna droga que sea capaz de anular para siempre los recuerdos a cualquier persona. Sabemos muy poco sobre el modo de funcionamiento del cerebro.
—Entonces tendremos que vigilarlo —dijo Li—. ¿Qué opina, Mick? ¿Cuánto tiempo calcula que necesitaremos a Johanson?
—Oh, ahora mismo estamos en un estadio bastante avanzado —dijo Rubin diligentemente. Aquí podía recuperar terreno—. Weaver y Anawak tuvieron la idea de una fusión por feromona. Oliviera y Johanson también creen que interviene un olor determinado. Esta tarde realizaremos un seguimiento en fases para obtener las pruebas. Si es cierto que la fusión se produce por medio de un olor, tenemos un punto de partida que podría conducirnos rápidamente al objetivo anhelado.
—Si, en caso de que, podría, sería posible... —Vanderbilt resopló—. ¿Cuándo tendrá la maldita sustancia?
—Éste es un trabajo de investigación, Jack —dijo Rubin—. Cuando Alexander Fleming realizaba sus experimentos no tenía a nadie sobre sus rodillas preguntándole cuánto le faltaba para descubrir la penicilina.
Vanderbilt iba a responderle algo cuando una mujer se levantó de su consola y cruzó hasta ellos.
—En el CIC han descifrado la señal —dijo.
—¿
Scratch
?
—Parece ser. Crowe le ha dicho a Shankar que la habían descifrado.
Li miró hacia la consola a la que llegaban las conversaciones e imágenes del CIC. Desde la perspectiva de la cámara del techo se veía a Crowe, Shankar y Anawak conversando. Estaba entrando Weaver.
—Entonces recibiremos la noticia en seguida —dijo—. Vamos, señores, mostrémonos adecuadamente sorprendidos.
Centro de Información de Combate
Todos se apiñaron en torno a Crowe y Shankar para ver la respuesta, ya no en forma de espectrograma sino como trasposición óptica de la señal que habían recibido el día anterior.
—¿Es una respuesta? —preguntó Li.
—Buena pregunta —dijo Crowe.
—¿Qué es
Scratch
? —quiso saber Greywolf, que acababa de entrar seguido de Delaware—. ¿Un lenguaje?
—Puede ser, aunque en este caso fue codificado de modo diferente —explicó Shankar—. Sucede exactamente como con el mensaje que enviamos desde Arecibo. Ningún ser humano del planeta conversa en código binario. En el fondo, no fuimos nosotros los que enviamos un mensaje al universo, sino nuestros ordenadores.
—Lo que hemos averiguado —dijo Crowe— es la estructura de Scratch, por qué suena como si se rayara un disco con una púa. Es un staccato del área de baja frecuencia que puede atravesar todo un océano. Las ondas de baja frecuencia son las que recorren las mayores distancias. Además, es un staccato enormemente rápido. El problema con el infrasonido es que para poder hacer audibles los ruidos que están por debajo de los cien hertzios tenemos que acelerarlos mucho, con lo cual aceleramos aún más el staccato. Sin embargo, la clave para entenderlo está en ralentizarlo.
—Para poder distinguir unidades —dijo Shankar— tuvimos que alargarlo muchísimo. Lo hicimos extremadamente lento hasta que el ruido se convirtió en una secuencia de impulsos individuales de distinta longitud e intensidad.
—Suena a alfabeto Morse —dijo Weaver.
—De hecho parece que funciona de forma similar.
—¿Y cómo lo representan? —Preguntó Li—. ¿Con espectrogramas?
—En parte sí, pero eso no basta. Cuando se trata de oír señales siempre es mejor escuchar realmente algo. Para ello recurrimos a un truco similar al que se utiliza en la representación de imágenes por satélite, en las que se utilizan colores falsos para hacer visibles los registros de radar. En este caso sustituimos cada señal, manteniendo su longitud e intensidad, por una frecuencia que podemos oír. Si el original presenta variaciones en la frecuencia, también hacemos el cálculo correspondiente. Éste es el modo en que hemos procedido con Scratch. —Crowe tecleó una orden—. Y lo que recibimos ahora suena así.
Los sonidos rugieron sordamente como un tambor tocado bajo el agua. En una sucesión rápida, casi demasiado rápida como para poder distinguirlos, pero claramente diferenciada en impulsos de distinta altura y longitud.
—Efectivamente, suena como un código —dijo Anawak—. ¿Qué significa?
—No lo sabemos.
—¿No lo saben? —Preguntó Vanderbilt—. Pensé que lo habían descifrado.
—No sabemos qué clase de lenguaje es —dijo Crowe con paciencia— cuando se utiliza en circunstancias normales. No tenemos la menor idea de lo que significan las señales Scratch que hemos registrado en los últimos años. Pero eso carece de importancia. —Dejó ir el humo por la nariz—. Tenemos algo mucho mejor: contacto. Murray, muéstrales la primera parte.
Shankar abrió una imagen en el ordenador que cubrió la pantalla con infinitas series de números. Algunas columnas eran iguales.
—Como recordarán, habíamos enviado a las profundidades unos cuantos deberes —dijo Shankar—. Ejercicios de matemáticas. Algo así como un test de inteligencia. Había que continuar series decimales, descifrar logaritmos, sustituir elementos erróneos... Pensamos que, en el mejor de los casos, los de abajo se divertirían con el asunto y nos enviarían sus respuestas para indicarnos que nos habían escuchado, que están ahí, que comprenden las matemáticas y pueden manejarse con esas cosas. —Señaló las series de números—. Éstos son los resultados. Merecen matrícula de honor. Resolvieron bien todos los ejercicios.
—Dios —suspiró Weaver.
—Esto nos demuestra dos cosas —dijo Crowe—. Por un lado,
Scratch
es, efectivamente, una especie de lenguaje. Es muy probable que las señales
Scratch
contengan informaciones complejas. Por otro (y esto es fundamental) demuestra que están en condiciones de reestructurar
Scratch
de forma que tenga sentido para nosotros. Ésta es una producción de primera calidad. Muestra que no son inferiores a nosotros en ningún sentido: no sólo pueden decodificar, sino que además saben codificar.
Por un momento, todos miraron absortos las columnas de números. Atenazados por la conmoción y la angustia, permanecían callados.
—Pero ¿qué prueba exactamente? —dijo Johanson rompiendo el silencio.
—Está claro —respondió Delaware—. Que allí alguien piensa y responde.