El principe de las mentiras (45 page)

Read El principe de las mentiras Online

Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sorprendidas, las pesadillas se retrajeron bajo su mirada. Se replegaron hacia la oscuridad como murciélagos fantasmales, desapareciendo una vez más en el estómago de Dendar.

Todas, salvo el terror nocturno personal de Gwydion.

La fantasmal imagen permaneció, mirando a la sombra con el aspecto del tuigano de sus sueños. La cara había sido forjada a partir de recuerdos horriblemente distorsionados de los exploradores bárbaros a los que había vencido en la cruzada, y para Gwydion no era ni más ni menos que la cara de la propia muerte. La pesadilla olvidada había dominado secretamente los ocho últimos años de su vida, lo había apartado de los Dragones Púrpura, había devorado su honor. Incluso lo había seguido más allá de la tumba, se había convertido en un temor de aniquilación más permanente. No obstante, el caballero podía ahora identificar perfectamente el terror.

—Te conozco —dijo Gwydion—. Jamás volveré a huir de ti.

La pesadilla se desvaneció, y Dendar se desplomó.

—Ya basta —dijo la serpiente con voz lúgubre—. No tengo más armas que esgrimir contra ti. Haré lo que tú quieras.

La Serpiente Nocturna abrió las cavernosas fauces y la luz del cielo rojo entró a raudales iluminando el tenebroso terreno. Con gran cuidado, Gwydion desenterró a
Matatitanes
. Se abrió camino hasta los colmillos de la serpiente y por encima de sus blandos labios. Lo único que quedaba de su armadura era el cinto de la espada, debilitado en algunos puntos, pero todavía lo bastante fuerte como para ser usado. Tenía los pantalones cubiertos de saliva y el jubón hecho jirones. La cota de malla había desaparecido. Al forjar la armadura, Gond no había tenido en cuenta el poder de las pesadillas.

—Libera a los terrores nocturnos correspondientes a los engendros que defienden el Castillo de los Huesos —dijo Gwydion—. Ésa será la forma más rápida de acabar con esta guerra.

—Y también una forma de dejar el terreno expedito para otro tipo de locura —bisbiseó la Serpiente Nocturna—. Los engendros no comparten tu valor, pequeño espíritu. Seguramente se volverán locos al enfrentarse con las pesadillas de sus vidas mortales.

—¿Y si los terrores no fueran los suyos?

—Entonces los engendros serían presa del miedo y acabarían cayendo. —En la voz de Dendar había una alegría maligna.

Gwydion enfundó a
Matatitanes
.

—Ésa será arma suficiente —dijo—, salvo para Cyric. Para él la pesadilla tiene que ser exclusivamente suya.

—No —se resistió Dendar, replegándose hacia la oscuridad de la caverna—. Pocas veces se consiguen bocados tan exquisitos, y no voy a renunciar a la pesadilla de Cyric sin luchar. Aunque no pueda dañarte a ti, Gwydion, es posible que tus aliados no resulten tan invencibles —afirmó con una risita—. Además, la revuelta es tan parecida a la pesadilla del príncipe que jamás notará la diferencia. Sólo necesitas a Kelemvor Lyonsbane, y él es... Bueno, eso es algo que descubrirás muy pronto.

La Serpiente Nocturna abrió mucho la boca, dislocando las mandíbulas, y una horda de terrores nocturnos salió en bandada. Los espectros se arremolinaron silenciosamente en torno a Gwydion, que saludó a Dendar con una reverencia.

—Tienes mi palabra. Los dioses te serán propicios de ahora en adelante, independientemente de quién reine en este lugar infernal.

—Tu promesa tiene más peso del que puedas sospechar —replicó Dendar, y sus ojos amarillos brillaron en las tinieblas—. De todos modos, me ocuparé de que la cumplas.

Cuando se volvió para marcharse, se le ocurrió a Gwydion que su siguiente batalla podría ser la última, ya que en ella se enfrentaría al dios de la Muerte y a sus sirvientes más poderosos, y esta vez no tenía siquiera la armadura forjada por un dios para protegerse. Fue una idea fugaz a la que rápidamente arrinconó el poderoso sentido del deber del mercenario. Gwydion tenía miedo. Sólo los tontos y los lunáticos se enfrentaban a una batalla sin miedo, pero esa emoción ya no tenía control sobre él.

Rodeado de pesadillas silenciosas y fantasmales, Gwydion corrió, pero esta vez lo hizo para incorporarse a la lucha.

* * *

Kelemvor Lyonsbane se abría camino trabajosamente por un pantano de cieno negro que le llegaba hasta la cintura. Aquella sustancia maloliente le recordaba los montones de basura de Arabel en un caluroso día de verano. Sacudió la cabeza para desechar ese recuerdo. «He aquí tu recompensa por todos esos años de trabajo como mercenario —se dijo con amargura—. Al menos eres capaz de identificar media docena de ciudades de Faerun por el olor de sus desechos.»

—¡
Godsbane
! —gritó, y por fin se detuvo. Formó bocina con las manos sobre la boca y volvió a gritar—. ¡
Godsbane
! Déjate ya de juegos, maldita sea. ¡Muéstrate!

El remolino de neblina rosácea se mantuvo en lo alto, aproximándose más a la ciénaga en algunas partes, pero el espíritu de la espada permaneció oculto.

La espada ya llevaba horas presa de esa suciedad rastrera. Al principio, Kelemvor había pensado que no era sino un tormento más que le imponía
Godsbane
, pero esa idea se desvaneció cuando la ciénaga le llegó al pecho sin dar muestras de haber llegado a su máxima profundidad. Poco después, Kel abandonó los confines de la celda meticulosamente construida en busca de terrenos más elevados. Si la espada había estado jugando con él, esa concesión por sí misma habría dado lugar a una declaración de victoria por parte de ella, pero el cenagal se hizo más profundo, llegando incluso a tragarse los escasos puntos secos que Kel descubrió en las interminables planicies. Ahora el cieno lo cubría todo, más profundo en algunos lugares, pero pegajoso y maloliente por todas partes.

Un quejido espantoso llenó el cielo. El ruido repentino sobresaltó a Kelemvor, que adoptó una familiar postura de combate. Lo hizo por puro reflejo, como también fue puro reflejo el movimiento de su muñeca para echar mano de una espada que no estaba allí. Esto contrarió un poco a la sombra, que se sintió controlada por su entrenamiento como mercenario, pero desechó la idea con un encogimiento de hombros cuando vio las almas desgarradas y gimientes que empezaron a aparecer por encima de su cabeza.

—Otra batalla —murmuró Kel.

El dolor que vio en los rostros torturados y el sonido de sus gritos atormentados le hizo rechinar los dientes. En este grupo no había ningún engendro, sólo sombras humanas. «Cyric debe de estar sofocando otra revuelta entre los condenados», pensó Kel. Como todas las demás batallas libradas contra los Falsos, terminaría pronto. Entonces la espada se alimentaría de las almas que hubiera capturado.

Una idea sorprendió a Kelemvor, un relámpago de esperanza. ¡Tal vez los dioses hubieran organizado por fin la revuelta en la Ciudad de la Lucha!

Kelemvor levantó los puños hacia el cielo.

—¡Justicia! —bramó, y el grito encontró eco en los gemidos de las almas condenadas—. ¡Se hará justicia!

Un libro enorme, tan grande como la puerta de un castillo, surgió del cenagal. En la cubierta, en letras rojo sangre, figuraba su título:
Cyrinishad
.

El volumen maldito se elevó entre la bruma hacia el cielo esparciendo una lluvia de gotas cenagosas. Kel se tapó la cara con un musculoso antebrazo y lanzó un juramento. Cuando volvió a mirar hacia arriba vio los símbolos sagrados grabados en las tapas de cuero negro, la sonriente calavera de la muerte en el centro de la cubierta. La cara del dios muerto miraba el destruido paisaje y los millares de almas que se arremolinaban en el aire, pero era evidente que no podía ver nada.

—Creed —repetía como una letanía el Príncipe de las Mentiras—. Creed.

Cyric repitió la palabra una y otra vez. El eco de la letanía llenó el corrompido vacío y se fue haciendo más alto e insistente a cada repetición. Una vorágine se formó en el aire, alrededor del libro, y fue atrayendo a las sombras cautivas. Las almas fueron golpeando el libro, una tras otra. Sus formas fantasmagóricas se diseminaban en delgadas volutas de niebla que afluían al pantano como hojas muertas.
Godsbane
se estremecía con la caída de cada alma en el fango, sintiendo que perdía su esencia para siempre. Sus gritos quedaban en el aire tras su desaparición y sonaban débilmente entre la bruma.

La imagen del dios de la Muerte empezó a reír.

Kelemvor dio un paso adelante y le dio un puñetazo. Sus nudillos quedaron en carne viva por el golpe, pero también abrieron un agujero en la tapa del libro. Kel miró hacia arriba, seguro de que iba a ver un rictus de ira en la cara del dios de la Muerte, pero lo que vio fue que copos de tinta seca se precipitaban alrededor de él al estremecerse la pared con el gozo de Cyric.

Kel se dio cuenta de que esto era lo que estaba tergiversando a
Godsbane
. El libro estaba distorsionándola de algún modo, instaurando todo este caos en su mente.

Afirmando los pies lo mejor que pudo, Kelemvor apoyó el hombro sobre el enorme
Cyrinishad
y empujó. El monolito se tambaleó un momento y luego cayó hacia atrás como una puerta sacada de sus goznes. El aire desplazado por su caída hizo que se disipase la bruma, de modo que Kel pudo ver perfectamente cómo Cyric se daba de bruces en el fango.

El libro se hizo trizas al impactar con la ciénaga. Algunos restos quedaron flotando un momento, pero la mayor parte se hundió rápidamente en el cenagal. El cruel rictus de la boca de Cyric permaneció inamovible, riendo hasta que el limo ahogó su graznido. Kelemvor trató de reunir algunos de los trozos más grandes en la esperanza de improvisar con ellos una balsa, pero cada vez que probaba la resistencia de la plataforma, se rompía bajo su peso.

—Bastardo —dijo Kel con voz sorda—. Ni siquiera podías concederme eso, ¿verdad?

Salpicado de cieno y espantosamente sucio, Kelemvor siguió adelante. Los gritos de las almas aniquiladas resonaban sobre el cenagal, pero no lo amedrentaban, sólo aumentaban su impaciencia por sumarse a la lucha contra Cyric, por hacer que el señor de los Muertos y su traicionera espada pagaran por toda la injusticia que habían acumulado sobre él y sobre los prisioneros de la Ciudad de la Lucha.

Cuando la bola de luz blanquiazul apareció en el horizonte, llenando el cielo con su brillo, eliminando con su fuego el cieno y la omnipresente bruma sanguinolenta suspendida en el aire, Kelemvor no dudó de que estaba viendo el feroz rostro de su perdición.

—Medianoche —susurró—. Yo...

El resto de sus palabras se perdió, ahogadas por el grito de Kelemvor y por el rugido del infierno que se lo tragó.

* * *

Cyric retrocedió hasta la enorme plancha de ónix que hacía las veces de puerta principal del Castillo de los Huesos. Se apoyó contra la piedra, moviendo furiosamente a
Godsbane
. La espada corta abrió un boquete a una sombra, pero eso no la alimentó. A pesar de toda la carnicería, seguía tan pálida como un cráneo blanqueado y su voz sonaba débil y ronca en la mente del dios de la Muerte. Esto era obra de Mystra, sin duda. Por algún medio, la Ramera estaba impidiendo que
Godsbane
digiriera las almas que engullía.

Cyric maldijo mentalmente a la diosa mientras atravesaba la cara de otra sombra.

Las murallas diamantinas habían sido tomadas y los engendros apartados de sus puestos por espectrales terrores nocturnos. En este momento, los bestiales secuaces del dios de la Muerte, presas del pánico, rehuían a los fantasmas. En todos los rincones se refugiaban los engendros, escondiéndose detrás de cualquier cosa que pudiera darles cobijo. Aunque no les servía de nada, pues las pesadillas se introducían en sus mentes subrepticiamente drenando el valor de sus corrompidos corazones.

«Esto es cosa de Dendar»
, dijo Jergal, que llegó flotando hasta Cyric. Una sombra cargó contra el senescal, pero él abrió la capa para abrazar al atacante. El alma condenada desapareció en la oscuridad con un breve respingo de sorpresa.

—Por supuesto que es cosa de Dendar —respondió Cyric con tono cortante—. ¿Por qué no habría de estar ella también en la conspiración?

El Príncipe de las Mentiras extendió la mano izquierda con los dedos bien abiertos. Una repentina ráfaga atravesó las murallas arrancando la carne a ambos ejércitos. Una de las sombras con armadura que lideraba el combate desde lo alto de la muralla cayó hacia atrás ante la embestida del viento. Se hundió en el Slith, donde las criaturas que acechaban bajo la superficie lo sacaron por las junturas del yelmo trocito a trocito.

Cyric se dejó caer contra la puerta, momentáneamente debilitado por haber formulado el poderoso conjuro. No tenía duda de que la guerra se desarrollaba tal como Mystra y los demás la habían planeado. Sus fieles de Zhentil Keep desertaban en oleadas, precisamente cuando más falta le hacía su devoción para repeler a aquellos malditos a las puertas del Castillo de los Huesos. Y durante todo este tiempo, las demás iglesias de Cyric, los fieles necesitados de sus oficios más dispares, tiraban de él. Sus peticiones de ayuda y de orientación amenazaban con apartar una parte demasiado importante de la fragmentada conciencia del dios de la Muerte de la Ciudad de la Lucha. Sin embargo, desoír sus plegarias representaba el riesgo de sacrificar su fe.

El fragor de la batalla regresó y volvió a llenar las murallas mientras los engendros se retiraban al paso de los condenados. Al ver a su señor, los secuaces de Cyric no se concentraban. Se acercaban a él dando tumbos por encima de los huesos barridos por el viento de sus semejantes.

—¡Sálvanos, gran señor! —gritaban—. ¡El Perro del Caos anda suelto por la ciudad! ¡Lucha del lado de los Falsos!

«Vamos, mi señor»
, dijo Jergal.

El senescal se atrevió a posar una mano enguantada sobre la forma del dios. Al ver que Cyric no planteaba ninguna objeción, Jergal lo apartó de la batalla y se lo llevó al vestíbulo de acceso al castillo. Los tapices tejidos por los drows se removieron nerviosamente contra las paredes de hueso, como si pudieran percibir una amenaza contra su frágil y espantosa naturaleza. Las tenebrosas cosas que acechaban debajo del suelo de cristal se encogieron al paso de Cyric. Durante su eterna cautividad habían presenciado la caída de otros dioses, y ahora podían ver la funesta espada del destino cerniéndose sobre el señor de los Muertos.

—Ah —musitó Cyric—. Los dioses muestran ahora sus verdaderos colores, sellando pactos con Kezef. —Llevado por una furia repentina empezó a aullar—. Lucen una apariencia de pureza y honor, pero por debajo tienen cara de asesinos.

Other books

La batalla de Corrin by Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Superpowers by Alex Cliff
Teenie by Christopher Grant
Bad Things by Michael Marshall
When Shadows Fall by Paul Reid