La propiedad se alzaba a un lado de una colina, con muros de piedra de color miel y pequeñas ventanas bajo un tejado rojo, en medio de un agradable jardín plagado de maleza de aproximadamente media hectárea, una hermosa combinación de césped, arbustos y árboles. Junto a la casa había un sendero que serpenteaba colina arriba hasta un puñado de otras propiedades aisladas. El pueblo más cercano (Ponticelli) se encontraba a aproximadamente cinco kilómetros de distancia.
Bronson ya había visitado la casa dos veces, una vez cuando los Hampton la acababan de adquirir pero aún no se habían trasladado a vivir en ella, y una segunda vez, aproximadamente un mes después, antes de que comenzaran las obras de renovación. Recordaba bien el inmueble y siempre le había gustado su ambiente. Era una casa de labranza grande, laberíntica y ligeramente desvencijada, que mostraba su antigüedad con una mezcla de encanto, solidez y excentricidad. Los ennegrecidos tablones del suelo y las vigas contrastaban con los gruesos muros de madera: algunos enlucidos y otros no. Jackie siempre solía decir, con un tono de voz que mostraba una mezcla de placer y enfado, que no había un muro recto ni una esquina cuadrada en ningún lugar de la casa.
Bronson sonrió melancólicamente ante sus recuerdos. A Jackie le había encantado la casa desde el principio, adoraba el relajado estilo de vida italiano, el ambiente de las cafeterías, la comida, el vino y el clima. Incluso cuando llovía, solía decir que de alguna manera la lluvia parecía menos húmeda que la llovizna británica. Lógicamente, Mark ya le había comentado la imposibilidad de su argumento, pero eso no había logrado hacerla cambiar de opinión.
Y en ese momento, Bronson cayó en la cuenta de que no volvería a oír su animada voz, nunca más se dejaría llevar por su contagioso entusiasmo por todo lo italiano, desde el Chianti barato que compraron en una pequeña y polvorienta tienda del pueblo hasta la increíble belleza de sus lagos.
Sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, y rápidamente puso freno a sus recuerdos e hizo un esfuerzo por concentrarse en comprobar el inmueble, en busca de cualquier prueba que demostrara que se había cometido un robo.
Por supuesto, con las herramientas y el equipamiento de los obreros, las bolsas de yeso y los cubos de pintura apilados por casi todas las habitaciones, la propiedad tenía un aspecto muy distinto al que recordaba. La mayoría de los muebles habían sido apilados y cubiertos con polvorientas sábanas para que los obreros tuvieran espacio para trabajar, pero Bronson aún era capaz de reconocer la mayoría de los artículos de valor (la televisión, el estéreo y el ordenador, y media docena de cuadros decentes) e incluso, en el dormitorio principal, casi mil euros en billetes metidos debajo de un frasco de perfume sobre el tocador de Jackie.
Mientras recorría la casa, se preguntaba si Mark querría mantenerla, junto a su trágica mezcla de recuerdos, o venderla e irse de allí.
Unos minutos más tarde, Bronson se sentó en la mesa de la cocina y miró el reloj de pared. Si Mark no se levantaba pronto, tendría que ir a despertarlo: tenían muchas cosas (desagradables para ambos) que hacer ese día. Pero en el mismo momento en que este pensamiento le vino a la cabeza, oyó las pisadas de su amigo en las escaleras.
Mark tenía muy mala cara. Estaba sin afeitar, sin lavar y ojeroso, y llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta muy raída. Bronson se llenó una taza alta de café solo y la puso sobre la mesa enfrente de él.
—Buenos días —dijo, mientras Mark tomaba asiento—. ¿Te apetece desayunar algo?
Su amigo negó con la cabeza.
—No, gracias. Me tomaré solo un café. Esta mañana tengo tanta sed como una esponja. ¿Cuánto tiempo tenemos?
Bronson miró el reloj.
—El depósito de cadáveres está a unos quince minutos en coche, y tenemos que estar allí a las nueve. Será mejor que te bebas eso y nos preparemos para salir. ¿Quieres que llame a un taxi?
Mark negó con la cabeza y dio otro sorbo al café.
—Cogeremos el Alfa —dijo.
—Las llaves están encima de la mesa del vestíbulo, en el pequeño cuenco rojo.
Treinta minutos después, salieron de la casa. La temperatura estaba subiendo considerablemente y el cielo estaba completamente despejado, era un bonito día; pero habría sido más apropiado para sus estados de ánimo que estuviera lloviendo.
El cardenal Joseph Vertutti echó un vistazo al texto antiguo que tenía enfrente. Se encontraba en los archivos de la Penitenciaria Apostólica, el almacén más secreto y seguro de los muchos que existían en el Vaticano. La mayoría de los textos que se almacenaban en él eran o bien documentos papales o material que nunca se haría público, dado que estaba protegido por el secreto de confesión, la promesa de confidencialidad absoluta de los sacerdotes católicos y romanos con respecto a la información recogida durante la confesión. Dado que el acceso a los archivos estaba estrictamente controlado y que el contenido de los documentos no se revelaba nunca, era el lugar ideal para guardar en secreto todo lo que el Vaticano considerara especialmente peligroso, motivo por el que el Códice Vitaliano había sido guardado allí.
Estaba sentado en una mesa de una habitación interior, cuya puerta había cerrado con llave desde dentro. Se puso unos finos guantes de algodón (la reliquia de mil quinientos años de antigüedad era extremadamente frágil y la mínima cantidad de humedad en las puntas de los dedos podría causar un daño irreparable a las páginas). Con las manos temblorosas, sacó el códice y lo abrió cuidadosamente.
La Iglesia de Cristo del siglo VII, encabezada por el papa Vitaliano, había vivido tiempos de caos. La llegada de Mahoma y el consiguiente surgimiento del islam había resultado un desastre para la cristiandad y en el espacio de pocos años los obispos cristianos prácticamente habían desaparecido de Oriente Próximo y África, y tanto Jerusalén como Egipto se habían convertido al islam. El mundo cristiano había sido diezmado en solo unas cuantas décadas, a pesar de los denodados esfuerzos por parte de Vitaliano y sus predecesores por convertir a los habitantes de las Islas Británicas y la Europa occidental.
De algún modo, Vitaliano había encontrado tiempo para estudiar el contenido de los archivos, y había resumido hallazgos en el códice que llevaba su nombre y que Vertutti volvía a estudiar en ese momento.
Ya había visto el documento hacía más de una década, algo que lo había horrorizado. Ni siquiera sabía con seguridad por qué lo volvía a mirar. No había ningún dato en el códice que no hubiera estudiado y memorizado ya.
La conversación que había mantenido con Mandino lo había desconcertado más de lo que hubiera deseado, y en cuanto volvió a sus despachos del Vaticano, Vertutti pasó más de una hora meditando y orando para recibir consejo espiritual. Le preocupaba en gran medida que el futuro del Vaticano hubiera, casi por casualidad, sido puesto en manos de un hombre que no solo era un delincuente profesional, sino algo mucho peor, un ateo confeso, un hombre que parecía odiar casi con rabia a la Iglesia católica.
Pero en opinión de Vertutti, no quedaba alternativa. Mandino tenía la sartén por el mango. Gracias al predecesor de Vertutti en el dicasterio, y a pesar de las más explícitas prohibiciones aplicadas a la difusión de dicha información, el mafioso tenía un profundo conocimiento de la búsqueda iniciada por el papa Vitaliano casi un milenio y medio antes. Lo positivo era que también disponía de los recursos técnicos necesarios para finalizar la misión y de hombres dispuestos a cumplir todas las órdenes que diera.
Vertutti bajó la mirada hacia el códice. Había estado pasando las páginas del antiguo documento sin mirarlas realmente. En el momento que miró las frases en latín, se dio cuenta de que la página de apertura describía el hallazgo del texto que tanto había horrorizado al papa Vitaliano, y que había provocado el mismo efecto en sus sucesores a lo largo de los siglos. Vertutti leyó de nuevo las palabras (palabras tan conocidas para él como las plegarías que ofrecía a diario) y se estremeció.
Luego cerró el códice cuidadosamente. Colocó de nuevo el documento en la caja fuerte equipada con control de temperatura y volvió a su despacho y a su Biblia. Necesitaba rezar de nuevo, puede que encontrara consejo en el libro santo, algo que le revelara la mejor forma de evitar el desastre que casi con total certeza estaba a la vuelta de la esquina.
Decir que la identificación del cuerpo de Jackie había sido traumática era quedarse corto. En el momento en el que el técnico del depósito de cadáveres levantó la sábana para mostrar el rostro de su esposa, Mark prácticamente se desplomó, y Bronson tuvo que agarrarlo del brazo para que recuperara el equilibrio. El oficial de policía que los había estado esperando en el exterior del depósito abrió su cuaderno y preguntó de manera formal, y con un inglés aceptable, si el cuerpo era el de Jacqueline Mary Hampton, pero lo único que Mark pudo hacer fue asentir con la cabeza, antes de marcharse de la sala de observación y tropezar. Bronson lo sentó en la sala de espera y más tarde volvió para hablar con el oficial.
Bronson simplemente mantenía la compostura. Si Mark no hubiera estado de pie junto a él, confiando en su apoyo, probablemente nunca habría sido capaz de soportar ese momento. Había estado en depósitos de cadáveres decenas de veces como oficial ayudante, esperando a que los desesperados familiares confirmaran sus pesadillas e identificaran el cuerpo situado encima de la mesa, pero esta era la primera vez en su vida que se encontraba al otro lado.
Jackie irradiaba una sorprendente paz, como si simplemente estuviera dormida y fuera a abrir los ojos en cualquier momento y sentarse, y estaba tan hermosa como siempre. Alguien se había esmerado mucho para que tuviese buen aspecto. Tenía el pelo cepillado hacia atrás y parecía recién lavado; y su cutis tenía un aspecto impecable. Bronson hizo un esfuerzo por acercarse, en un intento por ser imparcial, y entonces vio la enorme cantidad de maquillaje en su frente y mejillas, que claramente ocultaba enormes moretones. Además estaba pálida, mucho más pálida que a lo largo de toda su vida.
Le dio la mano al oficial de policía, lanzó una última y prolongada mirada a la mujer que había sido su primer y gran amor, y salió dando tumbos de la habitación.
Una vez completada toda la documentación, Bronson y Mark salieron en busca del Alfa Romeo que estaba aparcado.
—Lo siento, Chris —dijo Mark, sin poder reprimir las lágrimas, y con los ojos enrojecidos e hinchados—. Solo he sido consciente al ver su cuerpo tendido en esa mesa.
Bronson simplemente movió la cabeza, sin atreverse a hablar por temor a desmoronarse.
En su camino de salida del pueblo, pasaron por una farmacia. Bronson detuvo el coche a un lado de la carretera, entró en el establecimiento y salió minutos más tarde con una pequeña bolsa de papel.
—Esto te ayudará —dijo, mientras entregaba la bolsa a Mark—. Son tranquilizantes suaves. Te ayudarán a relajarte.
En la casa, Bronson le sirvió un vaso de agua a su amigo e insistió en que se tomara un par de pastillas.
—No voy a poder dormir, Chris. No paro de darle vueltas a la cabeza.
—Por lo menos ve a tumbarte arriba. Necesitas descansar, aunque estés despierto toda la tarde.
De mala gana, Mark se tomó las pastillas y se dirigió a las escaleras.
Parecía que había pasado un siglo desde el desayuno, y Bronson notó que tenía hambre. Miró en la despensa y en el enorme frigorífico americano y encontró jamón, pan y mostaza, así que se preparó un par de bocadillos y una cafetera como acompañamiento. Cuando hubo terminado de comer, introdujo los platos en el lavavajillas y subió a la planta de arriba. Se detuvo en el dormitorio de Mark para escuchar a través de la puerta y pudo oír un suave ronquido, los tranquilizantes habían cumplido su función. Esbozó una breve sonrisa y volvió sobre sus pasos.
Bronson había recorrido la casa esa mañana, pero deseaba comprobar la propiedad una vez más. Seguía preocupado por el «robo», y estaba seguro de que se le había pasado algo por alto, alguna pista que revelara por qué habían entrado en la propiedad.
Comenzó de una forma metódica por la cocina, donde la puerta había sido forzada, y más tarde recorrió el resto de la casa. Comprobó incluso el garaje y las dos construcciones anexas en las que Mark guardaba la máquina de cortar el césped y otras herramientas de jardinería. Parecía que no faltaba nada, y no pudo encontrar ninguna otra prueba de daño o de entrada forzada en ningún otro sitio de la casa. Simplemente no tenía sentido.
Bronson se encontraba de pie en el vestíbulo, mirando las escaleras por las que Jackie se había caído, cuando oyó el crujido de unos neumáticos en el camino de gravilla. Miró por la ventana detenidamente y vio que un coche de policía se había detenido en el exterior de la casa.
—¿Es usted el signor Hampton? —preguntó el oficial con un inglés muy pobre, mientras avanzaba y extendía su mano.
—No —contestó Bronson, en un fluido italiano—. Mi nombre es Chris Bronson y soy un buen amigo de Mark Hampton. Comprenderá que la muerte de su esposa ha sido un duro golpe. Está durmiendo en la planta de arriba y en realidad me gustaría no tener que molestarlo si no es absolutamente necesario.
El oficial, visiblemente aliviado ante el dominio de Bronson del idioma, volvió a hablar en su lengua materna.
—Me han enviado aquí para entregar al signor Hampton los resultados de la autopsia llevada a cabo a su esposa.
—Sin ningún problema —contestó Bronson—. Pase, le explicaré todo cuando se despierte.
—Muy bien. —El policía siguió a Bronson hasta la cocina, tomó asiento y abrió el pequeño maletín que llevaba consigo. Sacó una carpeta de cuero que contenía varias páginas escritas, y algunos diagramas y fotografías.
—Fue un trágico accidente —comenzó, y le pasó dos fotografías a Bronson—. La primera fotografía muestra la imagen de la escalera de la casa, tomada desde el interior del vestíbulo. Si mira aquí —dijo, y sacó un bolígrafo del bolsillo de su uniforme y señaló— y aquí, verá dos zapatillas sobre las escaleras, una junto a la parte inferior y otra más cercana a la parte de arriba. Y esta fotografía muestra el cuerpo de la víctima tendido en el suelo a los pies de las escaleras.
Bronson se preparó para mirar la imagen, pero no era tan terrible como se había temido. Una vez más, las fotografías se habían tomado desde el interior del vestíbulo, y probablemente tuvieran la sola intención de mostrar la posición del cadáver con respecto a la escalera. El rostro de Jackie no era visible, y Bronson supo que podría estudiar la fotografía casi sin sentir nada.