Chris Bronson dirigió su Mini Cooper metalizado a una plaza situada en la segunda planta del aparcamiento de varios pisos de la calle Crescent, que estaba situado justamente enfrente de la jefatura de policía de Tunbridge Wells. Durante un momento se quedó sentado en el asiento del conductor, absorto en sus pensamientos. Esta mañana, anticipó, iba a ser dura, muy dura.
No era la primera vez que había tenido problemas con Harrison, aunque por la forma en que se sentía, había muchas probabilidades de que este fuera el último. El inspector de policía Thomas Harrison («Tom» para sus escasos amigos, y «el gordo hijo de puta» para casi todos los demás) era el superior más directo de Bronson, y nunca se habían llevado bien.
Harrison se consideraba un policía de la vieja escuela, que había ascendido de rango, y que nunca se cansaba de contárselo a todo el que preguntase y a la mayoría de los que no lo hacían, y se sentía resentido con Bronson por varias razones. El comisario de policía era especialmente cáustico con los «polis sabelotodo»: oficiales que se habían unido al cuerpo de policía después de la universidad y que, como resultado, disfrutaban de ciertos privilegios. Hubiera metido a Bronson en el mismo saco, aunque no tuviera una licenciatura y se hubiera alistado en el ejército para una comisión de servicios nada más terminar la escuela primaria. En resumen, Harrison creía que Bronson (al que normalmente se refería como «Deseos de Morir») simplemente jugaba a ser policía: el hecho de que fuera un oficial muy competente no le impresionaba.
Durante los seis meses en los que Bronson había estado destinado en Tunbridge Wells había recibido reprimendas prácticamente todas las semanas por parte de Harrison a causa de una cosa u otra pero, dado que realmente deseaba hacer carrera en el cuerpo de policía, había intentado ignorar, de la mejor forma posible, la evidente antipatía del hombre. Ahora ya estaba harto.
Le habían dicho que se presentara en la comisaría por la mañana temprano, y Bronson pensó que sabía exactamente por qué. Dos días antes había participado junto a otros oficiales (uniformados y de paisano) en la detención de una banda de jóvenes, sospechosos de trapichear con sustancias de clase a. La zona de operaciones de la banda era el este de Londres, aunque últimamente habían ampliado sus actividades delictivas también a Kent. Los arrestos no habían sido tan fáciles como cabía esperar y, en sus consecuentes refriegas, dos de los jóvenes habían sido heridos de levedad. Bronson sospechaba que Harrison iba a acusarlo de un abuso de fuerza durante el arresto, o incluso de agredir a un sospechoso.
Salió del coche, lo cerró con llave y bajó las escaleras (los ascensores del aparcamiento no empezaban a funcionar hasta las ocho) en dirección a la calle.
Diez minutos más tarde, llamó a la puerta del despacho del comisario de policía Harrison.
María Palomo había vivido en el área de Monti Sabini durante toda su vida, y con 27 años, seguía trabajando cincuenta horas a la semana. Era limpiadora, aunque no fuese un trabajo que le gustara ni fuera todo lo buena que debiera. Pero era honrada (sus clientes podían dejar un montón de billetes en un escritorio con la seguridad de que todos seguirían allí cuando María hubiera terminado) y responsable, en el sentido de que casi siempre solía acudir, si así lo había dicho. Y si un rincón escondido quedaba sin barrer y el horno no se limpiaba más de una vez al año, al menos las ventanas brillaban y las moquetas estaban limpias.
María, en resumen, era mejor que nada, y en su voluminoso bolso llevaba las llaves de alrededor de treinta propiedades de la zona de Ponticelli y Scandriglia. En algunas de las casas limpiaba, en otras simplemente vigilaba mientras los dueños estaban fuera, y en unas pocas regaba las plantas, clasificaba el correo y comprobaba que las luces y los grifos funcionaran correctamente y que los sumideros no se inundaran.
Villa Rosa era una de las casas en las que limpiaba, aunque María no estaba segura de cuánto le duraría el trabajo. Le tenía mucho cariño a la joven mujer inglesa, quien aprovechaba las visitas de María para perfeccionar su italiano, pero su dienta había expresado cierto descontento últimamente. Durante sus dos últimas visitas, en particular, le había mostrado varios lugares en los que la limpieza podía haberse mejorado, a lo que María había respondido, como siempre, con una sonrisa y un encogimiento de hombros. No era fácil, explicó, mantenerlo todo limpio cuando la casa estaba llena de albañiles y de sus herramientas y equipamiento. Por no hablar del polvo, por supuesto.
Era obvio que no había complacido a la señora Hampton, quien le rogó que intentara esmerarse un poco, pero María había llegado a un punto en el que no se preocupaba demasiado por lo que la gente le exigía llevar a cabo. Iría a la casa cada semana, haría lo mínimo posible y vería qué pasaba. Si la mujer inglesa la despedía, ya encontraría trabajo en otro sitio. En realidad, no le suponía ningún problema.
Esa mañana, poco después de las nueve, María emprendió su camino en dirección a Villa Rosa en la antigua Vespa que utilizaba para moverse por la zona desde hacía quince años. La escúter no era suya, pero se la habían prestado hacía tanto tiempo que apenas recordaba a quién pertenecía, confusión que se extendía a la documentación de la Vespa, que no tenía licencia y hacía algunos años que no pasaba una inspección técnica, pero eso no le importaba a María, quien nunca se había preocupado de sacarse el carné de conducir. Cuando la conducía, simplemente intentaba evitar a la Polizia Municipale y a los Carabinieri, que aparecían con menor frecuencia.
Detuvo la escúter enfrente de la casa y le puso el caballete. El casco (en este punto cumplía con la ley) lo dejó sobre el asiento, y se dirigió dando zancadas a la puerta principal. María sabía que Jackie estaba en casa, así que dejó las llaves en el bolso y llamó al timbre.
Transcurridos dos minutos, volvió a llamar, de nuevo sin recibir respuesta, algo que la desconcertó, así que se dirigió hacia el garaje doble situado a un lado de la casa y miró detenidamente por detrás de la puerta que estaba parcialmente abierta. El coche de los Hampton (un turismo Alfa Romeo) estaba allí, como había supuesto. La casa estaba demasiado lejos de Ponticelli para que sus jefes pudieran llegar hasta allí a pie y, de todas formas, sabía que a Jackie no le gustaba demasiado caminar. Así que, ¿dónde está? Quizá en el jardín, pensó, y dio la vuelta a la casa en dirección al jardín trasero, salpicado de arbustos y media docena de arriates, que se alzaban con delicadeza desde el antiguo edificio. Pero el jardín trasero estaba desierto.
María se encogió de hombros y volvió a la puerta principal de la casa, rebuscando en el bolso el manojo de llaves. Por fin, encontró la llave Yale, la deslizó en la cerradura y la giró, volviendo a llamar al timbre mientras lo hacía.
—¿Signora Hampton? —dijo, mientras la puerta se abría del todo—. Signora...
Se quedó sin habla al ver la figura despatarrada que yacía inmóvil sobre el suelo de piedra, junto a un charco de sangre que rodeaba la cabeza de la mujer con un halo rojo oscuro.
María Palomo ya había enterrado a dos maridos y a cinco familiares, pero había un abismo entre ver una figura envuelta en una sábana en el interior de una capilla mortuoria y lo que estaba viendo en ese momento. Dio un grito, se dio la vuelta y salió corriendo de la casa hacia el camino de gravilla.
Más tarde se detuvo y se giró para volver a mirar al edificio. La puerta estaba completamente abierta y, a pesar del brillo de los primeros rayos de sol de la mañana, aún podía ver la figura en el suelo. Durante unos segundos se quedó inmóvil, intentando decidir lo que debía hacer.
Estaba claro que tenía que llamar a la policía, pero también sabía que una vez que la polizia se viera involucrada, la vida de todos iba a ser mirada con lupa. María se dirigió hacia la vespa, se puso el casco, arrancó y bajó el camino con la escúter. Cuando llegó a la carretera, giró a la derecha. A unos ochocientos metros de distancia había una casa que pertenecía a uno de sus numerosos familiares, un lugar seguro en el que podía dejar la Vespa y desde el que la podrían llevar en coche de vuelta a la casa de los Hampton.
Veinte minutos más tarde, María salió del asiento del copiloto del viejo Lancia de su sobrino y ambos se dirigieron a la puerta principal, que continuaba abierta. Entraron al vestíbulo y miraron el cuerpo. Su sobrino se agachó y palpó una de las muñecas de Jackie, luego se persignó y retrocedió un par de pasos. María ya lo había imaginado, así que apenas reaccionó.
—Ahora puedo llamar a la polizia —dijo. Descolgó el teléfono situado sobre la mesa del vestíbulo y marcó el 112, el número de emergencia italiano.
—Esta vez sí que la ha jodido, Deseos de Morir —comenzó Harrison.
Bien, eso es, pensó Bronson. Se encontraba de pie enfrente del abarrotado escritorio del comisario de policía, junto a una silla giratoria en la que deliberadamente Harrison no lo había invitado a sentarse. Bronson lo miró por encima del hombro, con una expresión de desconcierto en su rostro, luego miró hacia atrás.
—¿Con quién habla? —preguntó en voz baja.
—Con usted, pedazo de mierda—gritó Harrison. Era una situación ridícula, ya que Bronson era ocho centímetros más alto que su superior, aunque su peso fuera significativamente menor.
—Mi nombre es Christopher Bronson, y soy oficial de policía. Me puede llamar Chris. Me puede llamar oficial Bronson, o puede llamarme simplemente Bronson. Pero, gordo, feo hijo de puta, no me puede llamar «Deseos de Morir».
La cara de Harrison era un cuadro.
—¿Qué me ha llamado?
—Ya lo ha oído —dijo Bronson, y se sentó en la silla giratoria.
—Maldito imbécil, no se siente cuando esté en mi despacho.
—Tomo asiento, gracias. ¿Por qué quería verme?
—¡Levántese! —gritó Harrison.
En el exterior del cubículo de paredes de vidrio, los escasos oficiales que habían llegado temprano empezaban a sentir curiosidad por la conversación.
—Me tiene harto, Harrison —dijo Bronson, estirando las piernas relajadamente frente a él—. Desde que me destinaron a esta comisaría no ha parado de quejarse de todo lo que he hecho, y lo he soportado porque realmente me gusta pertenecer al cuerpo, aunque esto implique trabajar con gilipollas incompetentes como usted. Pero hoy, he cambiado de idea.
A Harrison se le llenaron de babas las comisuras de los labios.
—Hijo de puta insubordinado. Haré que lo releven de su puesto.
—Claro, puede intentarlo. Supongo que habrá ideado un plan para acusarme de agredir a un prisionero o de un abuso de fuerza durante el arresto, ¿no?
Harrison asintió con la cabeza.
—Además tengo testigos —masculló.
Bronson le sonrió.
—Estoy seguro de que los tiene. Solo espero que les pague lo suficiente. Por cierto, ¿se ha dado cuenta de que esa ha sido casi la primera frase que ha pronunciado desde que he entrado aquí que no incluye palabrotas, malhablado e idiota analfabeto?
Durante un momento Harrison no dijo nada, solo miraba fijamente a Bronson, con los ojos ardiendo de ira.
—Ha sido un placer tener esta pequeña charla —dijo Bronson, poniéndose de pie—. Voy a tomarme un día o dos de descanso. Así tendrá tiempo de decidir si va a continuar con esta farsa o va a empezar a actuar como si en realidad fuera un oficial superior de policía.
—Considérese relevado de su cargo, Bronson.
—Eso está mejor, esta vez ha dicho bien mi nombre.
—Queda suspendido completamente. Entrégueme su placa y salga de aquí de una puñetera vez. —Harrison extendió la mano.
Bronson negó con la cabeza.
—Creo que me la quedaré por el momento, gracias. Por cierto, mientras decide qué va a hacer, puede que quiera echarle un vistazo a esto. —Bronson se rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño objeto negro—. Antes de que me pregunte, se trata de una grabadora. Le enviaré una copia de nuestra conversación, tal y como ha sido. Si desea que se lleve a cabo una investigación, permitiré que los oficiales de la investigación la escuchen.
»Y esto. —Bronson se sacó un sobre beis de otro bolsillo y lo tiró sobre el escritorio—. Es una solicitud formal de traslado. Infórmeme de su decisión. Creo que tiene mis números.
Bronson apagó la grabadora y salió del despacho.
El teléfono del apartamento de Roma sonó justo después de las once y media de esa mañana, pero Gregori Mandino estaba en la ducha, por lo que el contestador saltó después del sexto tono.
Quince minutos más tarde, afeitado y vestido con su atuendo habitual de camisa blanca, corbata oscura y traje gris claro, Mandino (un hombre corpulento con pelo negro y piel oscura) se preparó un gran café con leche en la cocina y se lo llevó al estudio. Se sentó en su escritorio, pulsó el botón piay del aparato y se inclinó hacia delante para oír el mensaje con claridad. La persona que había llamado había utilizado un código incomprensible para cualquier fisgón, pero el significado era lo suficientemente claro para Mandino. Frunció el ceño, marcó un número en su Nokia, mantuvo una breve conversación con el hombre que estaba al otro lado de la línea y, a continuación, se sentó en su silla de cuero para considerar las noticias que le habían proporcionado. No era, ni por asomo, lo que deseaba ni esperaba oír.
La llamada era de su ayudante en Roma, un hombre en el que confiaba. La misión que le había encomendado a Antonio Carlotti había sido bastante sencilla. Consistía en enviar a un par de hombres al interior de la casa para que consiguieran la información y salieran de nuevo de allí. Pero la mujer había sido asesinada (ni sabía ni le preocupaba si se había tratado de una muerte accidental) y la información obtenida por los hombres apenas portaba nada nuevo a lo que ya sabía.
Durante unos minutos Mandino permaneció sentado en su escritorio, mientras su irritación iba en aumento. Hubiera deseado no haber tenido nunca nada que ver con este lío. Sin embargo, así lo había elegido, y las instrucciones que había recibido hacía años habían sido igual de claras que específicas. No podía, racionalizó, ignorar lo que habían averiguado a través de Internet, y la frase en latín constituía la pista más valiosa que habían sacado a la luz. No le quedaba otra opción más que continuar con su trabajo.