Sabían que la casa debía estar desierta, pero incluso así Rogan y Alberti esperaron a que fueran las diez y media de la noche antes de dirigirse al inmueble: era posible que la policía hubiera dejado allí a un oficial vigilando. Rogan se dirigió a la parte trasera, para comprobar si había luces encendidas o coches aparcados en el exterior, pero no vio nada. Una vez seguros, él y Alberti se dirigieron hacia la puerta trasera.
Los dos hombres sabían que Mandino y su colaborador, Carlotti, estaban muy descontentos con ellos por la muerte de la mujer y, aunque las órdenes que Carlotti les había dado no tenían demasiado sentido, estaban decididos a cumplirlas a la perfección.
Alberti se sacó una palanqueta plegable del bolsillo, insertó la punta entre la puerta y la jamba, y la abrió lentamente, haciendo palanca. Con un ligero sonido de astillas, los tornillos que fijaban la cerradura salieron con facilidad de la madera, al igual que la noche anterior, y la puerta se abrió.
Tras dejar a Alberti volviendo a colocar la cerradura (saldrían de la casa por la puerta principal, como habían hecho con anterioridad) Rogan caminó por la casa en dirección a la escalera, iluminando su camino con una linterna, y subió a la primera planta. No estaba seguro de dónde exactamente encontraría lo que estaba buscando, así que probó en todas las habitaciones, sin éxito. Tenía que estar en algún lugar de la planta de abajo.
Estaba. El vestíbulo tenía cuatro puertas y la tercera daba a un pequeño estudio. Sobre el escritorio, la luz de la linterna mostró un monitor de ordenador de pantalla plana, un teclado y un ratón, y una torre en el suelo. Había también un teléfono y una impresora escáner, además de papeles dispersos, bolígrafos, notas adhesivas y todo el material que se suele encontrar habitualmente en un pequeño despacho.
—Excelente —murmuró Rogan. Se dirigió hacia la ventana, miró a través de los cristales para comprobar que los postigos externos estaban cerrados y, a continuación, corrió las cortinas. Una vez hecho esto, encendió la luz principal.
Se sentó en la silla giratoria de cuero situada detrás del escritorio y encendió el ordenador y la pantalla. Mientras esperaba a que la máquina cargara el sistema operativo, comprobó con rapidez los papeles que había sobre el escritorio, en busca de alguna nota que pudiera hacer referencia a la inscripción. Encontró una hoja de papel en la que aparecían escritas las tres palabras en latín, junto con una traducción al inglés en la parte inferior. Plegó la página, se la metió en el bolsillo y continuó con su búsqueda, pero no encontró nada más.
Cuando se mostró el escritorio de Windows, Rogan abrió el Internet Explorer con el ratón. Seleccionó «Opciones de Internet» y borró el historial de los últimos sitios web visitados. Seleccionó también la lista «Favoritos», en busca de algo que se pareciera a los sitios web que Carlotti había especificado, pero no encontró nada. Más tarde observó los correos electrónicos enviados y recibidos en Outlook Express, de nuevo siguiendo las instrucciones de Carlotti, pero una vez más su búsqueda resultó infructífera. Rogan comprobó sus instrucciones por escrito una última vez, se encogió de hombros y apagó el ordenador.
Echó un último vistazo alrededor de la habitación, apagó la luz y salió. Alberti lo estaba esperando en el vestíbulo.
—Volveremos a comprobar la sala de estar—dijo Rogan, y comenzó a caminar. La nueva escayola colocada por encima de la chimenea seguía ligeramente húmeda al tacto, pero se parecía bastante a la de la pared adyacente.
Los dos hombres inspeccionaron la habitación detenidamente en busca de fotografías o dibujos que mostraran la ahora invisible inscripción, pero no encontraron nada.
—Creo que ya está —dijo Rogan—. Hemos hecho todo lo que el capo quería. Salgamos de aquí.
Se encontraban a veinticinco minutos y casi treinta kilómetros de distancia de la casa cuando de manera repentina Rogan cayó en la cuenta de que había olvidado abrir las cortinas del estudio. Levantó el pie del acelerador mientras trataba de decidir si debía volver o no, pero finalmente decidió que no tenía importancia. A fin de cuentas, ¿qué podría alguien deducir de un juego de cortinas corridas?
Era casi medianoche cuando el taxi giró en dirección al camino de entrada de gravilla, los faros del coche iluminaron los viejos muros de piedra de Villa Rosa y sobresaltaron a un zorro que caminaba solitario por el jardín. Mark parecía estar hecho polvo y miraba la casa con una especie de fascinación horrorizada mientras el coche se detenía. Sacaron las bolsas del maletero y observaron como el taxi se alejaba.
—Espera aquí, Mark. Yo iré primero.
Hampton asintió con la cabeza, pero no respondió. Sacó un manojo de llaves del bolsillo y se lo entregó. Bronson dejó su bolsa en el camino de entrada, se dirigió a la puerta principal de la propiedad y abrió la cerradura. Una vez abierta la puerta, entró y encendió las luces del vestíbulo.
De manera inevitable, el primer lugar al que miró fue el suelo de piedra situado a los pies de la gran escalera de roble. La escena no era tan horrible como había imaginado: lo único que quedaba de la mancha de sangre de la herida de la cabeza de Jackie era una mancha descolorida, casi circular, pero alguien (probablemente la señora de la limpieza, María Palomo) había limpiado la sangre. Había una alfombra alargada junto a la mesa del vestíbulo, y Bronson la arrastró por el suelo hasta cubrir completamente la marca de las losas.
Se sentía abatido por una enorme tristeza. Se imaginaba a Jackie, malherida en el suelo, sin poder llamar para pedir ayuda, y probablemente consciente de que se estaba muriendo. Qué forma tan terrible, solitaria y atroz de morir. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y, con ira, se las limpió. Tenía que ser fuerte. Por él mismo, por Jackie y, en especial, por Mark.
Era evidente que habían limpiado las escaleras y el vestíbulo, y se había hecho todo lo posible para ocultar el hecho de que un horrible accidente había tenido lugar en esa parte de la casa. Había incluso un jarrón con flores frescas sobre la mesa. Bronson se apuntó en un papel que debía darle a la limpiadora algo de dinero extra.
Rápidamente, recorrió el resto de la casa, la planta de arriba y la de abajo, para comprobar que ni la policía italiana ni el personal forense se hubieran dejado ningún resto ni equipamiento, y volvió a salir.
—¿Estas bien, Mark?
Mark asintió con la cabeza, aunque era obvio que estaba lejos de estar bien, y siguió a Bronson hasta la puerta de la casa.
—Ve a la cocina —sugirió Bronson—. Tomaremos una copa y después nos iremos a la cama. Yo recojo las bolsas.
Mark no respondió, solo miró las escaleras y el suelo del vestíbulo durante unos segundos y, a continuación, atravesó el pequeño pasillo que conducía a la parte trasera de la propiedad. Bronson salió de la casa, recogió las dos bolsas y volvió a entrar.
Dejó las bolsas en el vestíbulo y se dirigió hacia la cocina. Mark estaba sentado en una silla, mirando a la pared. Bronson abrió los armarios, encontró té y café y, más tarde, una lata de chocolate a la taza y un tarro medio lleno de Horlicks. Eso no era lo que buscaba, pero en un armario a la altura del suelo encontró una selección de botellas de bebidas alcohólicas y sacó dos de ellas.
—¿Güisqui o brandi? —preguntó Bronson—. ¿O prefieres otra cosa?
Mark levantó su mirada hacia él, casi sorprendido de verlo allí.
—¿Cómo?
Bronson le repitió la pregunta, levantando las botellas para dar un mayor énfasis.
—Ah, brandi, por favor. No soporto el güisqui.
Bronson se sentó enfrente de su amigo y deslizó un vaso medio lleno por encima de la mesa.
—Bébete eso y vete a la cama. Ha sido un día muy largo y debes estar agotado.
Mark tomó un trago.
—Tú tienes que estar hecho polvo también.
—Lo estoy —dijo Bronson esbozando una ligera sonrisa—, pero estoy más preocupado por ti. ¿Qué dormitorio prefieres?
—No el principal, Chris —dijo Mark con un claro temblor en la voz—. No me veo con fuerzas.
Bronson ya había comprobado el dormitorio principal. Alguien lo había limpiado y ordenado (probablemente la señora de la limpieza) porque la cama estaba hecha y la ropa de Jackie muy bien doblada sobre una silla.
—Sin problemas. Te llevaré la bolsa a una de las habitaciones de invitados. —Bronson dejó su vaso y salió de la cocina, pero a los pocos minutos volvió, con un tarro de pequeñas pastillas marrones en la mano—. Toma —dijo—, tómate una de estas. Te ayudará a dormir.
—¿De que son?
—De melatonina. Me las he encontrado en el cuarto de baño. Son buenas para el jet lag porque relajan y ayudan a conciliar el sueño. Además no son adictivas, no como el resto de píldoras para dormir.
Mark asintió con la cabeza, y la mezcló con el resto del brandi. Bronson lavó los vasos y los puso en el fregadero.
—Vete arriba. Yo voy a echar un vistazo por la casa para asegurarme de que todas las puertas y ventanas están cerradas, ahora subo.
Mark asintió con la cabeza y salió de la habitación. En el vestíbulo, Bronson echó el pestillo de la puerta principal, recorrió la planta baja, de habitación en habitación, para comprobar que todas las ventanas y todos los postigos exteriores estaban cerrados.
Tras finalizar su verificación de seguridad, volvió a la cocina, y mientras se aseguraba de que la llave giraba en la cerradura de la puerta de atrás, miró hacia el suelo. Había algo allí, unas pequeñas partículas marrones. Se agachó para verlo más de cerca, cogió un par de los fragmentos de mayor tamaño y empezó a darles vueltas entre el dedo índice y el pulgar. Estaba claro que eran pequeños trocitos de madera, y Bronson miró al techo que tenía encima, preguntándose si la vieja casa tendría problemas de carcoma o termitas. Sin embargo, las vigas y los tablones del suelo estaban ennegrecidos por la antigüedad pero parecían completamente sólidos. Los fragmentos tampoco eran obra de ningún insecto. Cuando los insectos se aburren dejan la madera prácticamente reducida a polvo, y lo que él tenía en la mano era más parecido a pequeñas astillas de madera.
Bronson abrió la cerradura de la puerta para comprobar su exterior y de inmediato vio en el marco de la puerta, y al nivel de la cerradura, un pequeño trozo de madera comprimida de aproximadamente seis centímetros y medio. De inmediato supo por qué estaba allí (en su breve carrera como oficial de policía ya había presenciado los suficientes robos como para reconocer las marcas que dejan una palanqueta o una palanca). Estaba claro que alguien había forzado la puerta, y no hacía mucho, y era muy probable que los fragmentos de madera se hubieran desprendido al arrancar la cerradura.
Examinó la cerradura detenidamente. Incluso con las manos desnudas, pudo moverla ligeramente, los tornillos originales seguían allí, pero tenían el agarre justo para mantener la cerradura de la puerta en su posición. Alguien había irrumpido en la casa, eso estaba claro, luego había vuelto a colocar la cerradura y abandonado la propiedad por la puerta principal, que se cerraba de forma automática debido al sistema Yale. Imaginó que eso hicieron los ladrones, si la señora de la limpieza hubiera encontrado la cerradura arrancada, se supone que habría dejado un mensaje o se lo habría contado a la policía, y si la policía la hubiera encontrado, cabía esperar que hubieran hecho algo más que simplemente volver a introducir los tornillos dentro de los agujeros.
Lo que desconcertaba a Bronson era por qué un ladrón perdería el tiempo volviendo a colocar la cerradura. Según su experiencia, la mayoría de las personas que entran en una casa eligen el punto de entrada más sencillo, cogen todos los artículos de valor que puedan transportar y luego abandonan la casa por el camino más fácil. Fácil entrada, fácil salida. Sin embargo, en la propiedad de los Hampton, tuvieron que invertir varios minutos en volver a colocar la cerradura. El único motivo posible que se le vino a la mente es que los ladrones no quisieran que nadie supiese que habían estado en el interior de la casa, algo que en realidad no tenía demasiado sentido. ¿Por qué se molestarían en hacer eso? El propietario de la casa sabría de inmediato que le habían robado. A no ser, naturalmente, que los ladrones no se llevaran nada, y de ser así, ¿para qué habían entrado entonces?
Bronson negó con la cabeza. Estaba cansado del viaje y ya no podía pensar con claridad. Intentaría averiguar qué demonios estaba pasando después de dormir un poco.
Miró alrededor de la cocina y cogió una de las sillas que flanqueaban la mesa de madera. La levantó y colocó el respaldo a modo de cuña debajo del picaporte de la puerta. Colocó otra silla al lado, para que si alguien forzaba la puerta, hiciera ruido al entrar y lo despertara.
Luego subió para irse a la cama. El asunto de la puerta forzada era un enigma que tendría que esperar hasta la mañana siguiente.
Bronson se levantó temprano. Había tenido un sueño agitado y plagado de innumerables y vividas escenas de Jackie en el día de su boda, sonriente y radiante, lo que contrastaba con la imagen de su cuerpo maltrecho yaciendo sin vida sobre las frías y rígidas losas del suelo del vestíbulo.
Bajó las escaleras justo después de las ocho y se dirigió a la cocina. Mientras esperaba a que el agua hirviera, retiró la silla que había utilizado para atascar la puerta la noche anterior y miró de nuevo el destrozo. Bajo la luz del sol, las marcas se veían con mayor claridad.
Recorrió la habitación, abriendo cajones en busca de un destornillador. Debajo del fregadero encontró una caja metálica de color azul en la que Mark guardaba una amplia selección de herramientas, algo necesario en toda casa antigua, pero no había tornillos, que era lo que estaba buscando para fijar la cerradura correctamente.
Bronson se preparó un café y se comió un cuenco de cereales para desayunar, luego cogió un juego de llaves y salió en dirección al garaje. Encontró una caja de plástico medio llena de tornillos para madera en una repisa que había al fondo. Diez minutos después, volvió a colocar la cerradura en la puerta, utilizando tornillos más gruesos y aproximadamente un centímetro más largos que los originales, pero debido a que los tornillos habían sido arrancados de la madera cuando la puerta fue forzada, los orificios se habían hecho mayores y la madera había perdido solidez. Estaba seguro de que, incluso colocando tornillos de mayor tamaño, una simple presión ejercida desde el exterior probablemente volvería a arrancar la cerradura. Podría encontrar un par de cerrojos para ajustarlos a la puerta pero, antes de hacerlo, tendría que consultar con Mark. Más tarde, inspeccionó todo el inmueble en busca de pruebas que demostraran que la entrada había sido forzada, pero no encontró nada más.