De hecho, como no tenía una idea clara de lo que tenía que hacer en ese momento, y a pesar de lo desagradable que le pudiera parecer, en vista de lo que había sucedido, al menos un hombre debería ser informado.
Mandino se dirigió a la caja fuerte de pared, giró la cerradura con combinación y abrió la puerta. En el interior se encontraban dos pistolas semiautomáticas, ambas con la recámara cargada, y algunos gruesos fajos de billetes atados con gomas, sobre todo dólares americanos y billetes de euro de denominación media. Al final de la caja fuerte había un delgado volumen encuadernado en cuero viejo, sus bordes estaban gastados y descoloridos, y no había nada en la portada ni en el lomo que indicara su contenido. Mandino lo sacó y se lo llevó a su escritorio, soltó el cierre metálico que mantenía las cubiertas cerradas, y lo abrió.
Pasó lentamente las páginas escritas a mano, escudriñando las letras de tinta descolorida y preguntándose, al igual que hacía cada vez que miraba el volumen, sobre las instrucciones que contenía. Casi al final del libro había una página con un listado de números de teléfono, obviamente se trataba de una adición relativamente reciente, ya que la mayoría habían sido escritos con un bolígrafo.
Mandino recorrió la lista con el dedo hasta encontrar el número que estaba buscando, luego miró el reloj digital de su escritorio y volvió a coger el móvil.
En su despacho de la City, Mark Hampton acababa de apagar el ordenador y se disponía a salir para almorzar (había acordado con tres de sus colegas encontrarse en el pub de la esquina todos los miércoles) cuando oyó que llamaban a la puerta. Se puso la chaqueta, atravesó la habitación y la abrió.
Fuera se encontraban dos hombres que no reconocía. Estaba seguro de que no habían trabajado para la empresa: Mark se enorgullecía de conocer, aunque solo fuera de vista, a todos los empleados. En el edificio se aplicaban estrictas medidas de seguridad, ya que las cuatro compañías que albergaba se dedicaban a la gestión de activos e inversiones, y sus despachos contenían datos y programas financieros de una importancia fundamental, lo que implicaba que los hombres debían haber pasado los controles adecuados por parte del personal de seguridad.
—¿Señor Hampton? —La voz no se ajustaba demasiado al traje—. Soy el oficial de policía Timms y mi colega es el agente Harris. Me temo que tenemos muy malas noticias para usted, señor.
A Mark le daba vueltas la cabeza, haciendo deducciones instantáneas que no tenían ningún fundamento, y descartándolas casi de inmediato. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Qué había ocurrido?
—Creo que su esposa está en su propiedad en Italia, ¿no es así, señor?
Mark asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.
—Me temo que allí ha habido un accidente. Siento mucho tener que comunicarle que su esposa ha muerto.
El tiempo pareció detenerse. Mark podía ver como se abría y se cerraba la boca del oficial de policía, oía incluso sus palabras, pero su cerebro no podía procesar su significado. Se dio la vuelta y se dirigió al escritorio, con un movimiento mecánico y automático. Se sentó en su silla giratoria y miró por la ventana, mirando sin ver las conocidas formas de los altos edificios que lo rodeaban.
Timms continuaba hablando con él.
—La policía italiana ha solicitado que viaje hacia allí lo antes posible, señor. ¿Desea que nos pongamos en contacto con alguien? ¿Alguien que pueda acompañarlo? Para soportar la...
—¿Cómo? —interrumpió Mark—. ¿Cómo ha ocurrido?
Timms miró a Harris y se encogió de hombros levemente.
—La señora de la limpieza la ha encontrado esta mañana. Al parecer, se cayó aparatosamente por las escaleras anoche, y me temo que se ha partido el cuello.
Mark no contestó, se limitó a continuar mirando por la ventana. Esto no podía estar pasando. Tenía que ser un error. Se trata de otra persona. Se han equivocado de nombre. Eso será.
Pero Timms continuaba allí, soltando todavía las típicas perogrulladas que, en opinión de Mark, utilizaban los policías para hablar con los afligidos familiares. ¿Por qué no se callaba y se iba de una vez?
—¿Entiende eso, señor?
—¿Qué? Lo siento. ¿Podría repetírmelo?
—Que tiene que ir a Italia, señor. Tiene que identificar el cadáver y organizar los preparativos del funeral. La policía italiana lo recogerá en el aeropuerto más cercano, creo que probablemente será el de Roma, y lo llevará a la casa. Contratarán los servicios de un intérprete y se encargarán de todo lo que pueda servir de ayuda. ¿Le ha quedado claro ahora?
—Sí —dijo Mark—. Lo siento... Es solo... —Un dolor atroz le recorrió todo el cuerpo, y hundió su rostro en las manos—. Lo siento. Es la impresión y...
Timms apoyó su mano en el hombro de Mark.
—Es bastante comprensible, señor. Bueno, ¿tiene alguna pregunta que hacernos? Tengo aquí una nota con la información de contacto del cuerpo de policía local de Scandriglia. ¿Desea que informemos a alguien de lo sucedido en su nombre? Necesitará a alguien a su lado en un momento como este.
Mark negó con la cabeza.
—No. No, gracias —dijo, con voz de nerviosismo debido a la tensión—. Tengo un amigo al que puedo llamar. Gracias.
Timms le dio la mano y le entregó una hoja de papel.
—Lo siento de nuevo, señor. He incluido además mis datos. Si hay algo más para lo que necesite mi ayuda, por favor, hágamelo saber. No es necesario que nos acompañe a la puerta.
Cuando las voces se desvanecieron, Mark finalmente se dejó llevar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lágrimas por él mismo, por Jackie, por todo lo que le debería haber dicho, por todo lo que podían y debían haber hecho juntos. En un instante, las breves palabras de un bienintencionado extraño habían cambiado su vida mucho más allá de lo imaginable.
Con las manos temblorosas, buscó en su Filofax y marcó un número de teléfono móvil. Timms, o como se llamara, tenía razón en una cosa: estaba claro que necesitaba a un amigo, y Mark sabía exactamente a quién iba a llamar.
—¿Mark? ¿Qué demonios pasa? ¿De qué se trata?
Chris Bronson aparcó su Mini a un lado de la carretera y se acercó el móvil al oído. Su amigo parecía totalmente abatido.
—Se trata de Jackie. Está muerta. Ella...
Al oír estas palabras, Bronson se sintió como si alguien le hubiera pegado una patada en el estómago. Existían escasas constantes en su mundo y Jackie Hampton era (o había sido) una de ellas. Durante varios segundos se quedó sentado, mirando por la ventanilla del coche mientras oía la triste explicación de Mark casi sin escuchar. Finalmente, intentó tranquilizarse.
—Ay, Dios, Mark. ¿Dónde fue?... Bueno, no importa. ¿Dónde estás? ¿Dónde está ella? Voy para allá.
—Italia. Está en Italia y tengo que ir allí. Tengo que identificarla y todo eso. Mira, Chris, no hablo el idioma, pero tú sí, además no creo que pueda enfrentarme a esto solo. Sé que puede sonar a imposición, pero ¿podrías tomarte unos días libres en el trabajo para acompañarme?
Durante un momento, Bronson lo dudó, sintiendo un intenso dolor que se mezclaba con sus sentimientos hacia Jackie, reprimidos hacía ya mucho tiempo. No sabía con certeza si podría soportar lo que Mark le estaba pidiendo, pero también sabía que su amigo no podría sobrellevar la situación sin él.
—No estoy seguro. Bueno, estoy terminando, así que tomarme un poco de tiempo libre no será un problema. ¿Has reservado los vuelos y demás?
—No —respondió Mark—. Todavía no he hecho nada. Eres la primera persona a la que llamo.
—De acuerdo. Déjamelo todo a mí —dijo Bronson; su voz firme ocultaba sus emociones. Miró su reloj, calculando el tiempo y pensando en lo que tenía que hacer—. Te recogeré en tu casa en dos horas ¿Tendrás tiempo suficiente para organizarte?
—Creo que sí, sí. Gracias, Chris, te lo agradezco mucho.
—No tienes que agradecérmelo. Te veo en un par de horas.
Bronson se guardó el teléfono en el bolsillo y se quedó inmóvil durante algunos segundos. Luego puso el intermitente y volvió a la carretera pensando en qué debía hacer y centrando su mente en cosas mundanas para evitar pensar demasiado en la tremenda realidad de la repentina muerte de Jackie.
Estaba a solo unos cientos de metros de su casa. Hacer la maleta no le llevaría más de treinta minutos, pero tenía que buscar su pasaporte, coger las tarjetas que tuvieran más crédito e ir al banco a sacar algunos euros. Tendría que informar a la comisaría de la calle Crescent de que se iba a tomar un permiso por motivos familiares y asegurarse de que disponían de su número de teléfono móvil, tenía que cumplir las reglas a pesar de sus problemas con Harrison.
Más tarde, tendría que luchar con el tráfico de Londres para llegar al piso de Mark en Ilford. Calculó que dos horas deberían ser suficientes. No se tendría que preocupar por reservar los billetes, ya que no sabía con seguridad cuándo llegarían a Stansted, pero pensó que Easyjet o Ryanair tendrían un vuelo a Roma a alguna hora de la tarde.
El teléfono de línea directa del suntuoso despacho del cardenal Joseph Vertutti en el Vaticano sonó tres veces antes de que se acercara al escritorio para cogerlo.
—Joseph Vertutti.
La voz del otro lado de la línea le era desconocida, pero transmitía un inconfundible tono de autoridad.
—Necesito verlo.
—¿Quién es usted?
—Eso no importa. El motivo de mi llamada tiene que ver con el códice.
Durante un momento, Vertutti no entendió de lo que hablaba la persona desconocida. De repente cayó en la cuenta, y tuvo que agarrarse al borde del escritorio en busca de apoyo.
—¿El qué? —preguntó.
—Es probable que no dispongamos de mucho tiempo, así que, por favor, déjese de tonterías. Me refiero al Códice Vitaliano, el libro que guarda bajo llave en la Penitenciaria Apostólica.
—¿El Códice Vitaliano? ¿Está seguro? —Al pronunciar estas palabras, Vertutti cayó en la cuenta de la estupidez de su pregunta: la existencia del códice era conocida solo por un puñado de personas en el interior del Vaticano y, que él supiera, por ninguna persona ajena a la Santa Sede. Sin embargo, el hecho de que la persona estuviera utilizando la línea directa externa implicaba que estaba realizando la llamada desde fuera de las inmediaciones del Vaticano, y las siguientes palabras del hombre confirmaron las sospechas de Vertutti.
—Estoy muy seguro. Tendrá que prepararme un pase para el Vaticano a fin de...
—No —interrumpió Vertutti—. Aquí no. Me encontraré con usted en otro lugar. —Le resultaba incómodo permitir que el misterioso hombre que llamaba accediera a la Santa Sede. Abrió un cajón del escritorio y sacó un mapa de Roma. Rápidamente sus dedos siguieron una ruta al sur, desde la estación del Vaticano—. En la Piazza di Santa María alie Fornaci, unas calles al sur de la Basílica de San Pedro. Hay una cafetería en el lado este, enfrente de la iglesia.
—La conozco. ¿A qué hora?
Vertutti miró automáticamente su cuaderno de citas, aunque sabía que no iba a encontrarse con el hombre esa mañana.
—¿Esta tarde a las cuatro y media? —sugirió—. ¿Cómo lo reconoceré?
Oyó como la voz del otro lado de la línea se reía entre dientes.
—No se preocupe, cardenal. Yo lo encontraré.
Chris Bronson condujo su Mini hacia el aparcamiento para estancias prolongadas del aeropuerto de Stansted, cerró el coche con llave y se dirigió junto a Mark hacia el edificio de la terminal, ambos llevaban bolsas de mano y Chris la pequeña funda que contenía su ordenador portátil, estos eran sus únicos equipajes.
Bronson había llegado al piso de Ilford una hora después de salir de Tunbridge Wells, y Mark estaba fuera esperando cuando llegó. El trayecto hasta Stansted (una rápida carrera hasta la M11) les había llevado menos de una hora.
—Te estoy realmente agradecido, Chris —dijo Mark por al menos quinta vez desde que se había subido al coche.
—Para eso están los amigos —respondió Bronson—. No te preocupes.
»Bueno, no te lo tomes a mal, pero creo que un poli no gana mucho, y tú me estás ayudando, así que yo correré con todos los gastos.
—No es necesario —objetó Bronson sin demasiado entusiasmo, aunque en realidad el coste del viaje le había estado preocupando, su descubierto se aproximaba al límite acordado y sus tarjetas de crédito no resistirían ser muy castigadas. Tampoco sabía con seguridad si Harrison iba a intentar suspenderlo de su cargo o no, y el efecto que esto podría tener en su salario. Sin embargo, la última prima de Mark había alcanzado de sobra las seis cifras: el dinero para él no suponía ningún problema.
—No discutas —dijo Mark—. Está decidido.
Cuando entraron en el aeropuerto, supieron que acababan de perder el vuelo de media tarde de Air Berlin a Fiumicino, pero estaban a tiempo de coger el de Ryanair de las cinco y media, que llegaba al aeropuerto Ciampino de Roma poco antes de las nueve, hora local. Hampton pagó con una tarjeta de crédito oro, les entregaron dos tarjetas de embarque, y se dirigieron al control de seguridad.
Había unos pocos de asientos vacíos en la cafetería situada junto a la puerta de salida, así que pidieron algo para beber y se sentaron a esperar la llamada para su vuelo.
Mark había hablado muy poco en el trayecto hacia el aeropuerto (era obvio que continuaba bajo una fuerte impresión, además tenía los ojos enrojecidos) pero Bronson estaba desesperado por averiguar qué le había ocurrido a Jackie.
—¿Qué te ha contado la policía? —le preguntó.
—No demasiado —admitió Mark—. La Policía Metropolitana recibió un mensaje de la policía italiana y se presentó en nuestra casa esta mañana. Al parecer la señora de la limpieza había ido a la casa como de costumbre, y como no le abrían la puerta decidió utilizar la llave para entrar. —Se restregó los ojos durante un momento y luego sacó un pañuelo de papel para secárselos—. Lo siento —dijo—. Ella le contó a la policía que había encontrado a Jackie muerta en el suelo del vestíbulo. Según la policía italiana, parece ser que tropezó en las escaleras, encontraron sus dos zapatillas junto a ella, y se golpeó en un lado de la cabeza con el pasamanos.
—Y eso... —dijo Bronson.
Mark asintió con la cabeza.
—Y eso le rompió el cuello. —Su voz se quebró en la última palabra, y tomó un sorbo de agua.