El diagrama volvió a ponerse en forma transversal. Apareció una figura flotando en medio de la cámara. Una línea roja cortó en dos el cuello de la figura. Las cuchillas saltaron a través de la pared y la decapitaron. La cabeza flotó en una mitad del espacio cortado en dos. El cuerpo decapitado flotaba en la otra mitad.
—Cortamos lo bastante alto como para eliminar el escarabajo —dijo Demikhov—. Cortamos en dos entre el triángulo submaxilar y el hueso hioides. Si tenemos suerte, conseguiremos una separación clara de la tercera y la cuarta vértebra cervical. El escarabajo entra en la mitad inferior. Aunque estalle, las cuchillas se habrán acoplado para formar un escudo protector.
—¿Y el cuerpo de Jane? —dijo Dreyfus.
—El cuerpo no nos importa. Le haremos uno nuevo, o repararemos cualquier daño que sufra el antiguo. Luego le volvemos a colocar la cabeza. Pero la cabeza es lo más importante. Si conseguimos una decapitación limpia, vivirá.
Dreyfus sabía que faltaba algo.
—Pero tienes que meter a un equipo médico ahí dentro. Tenéis que prepararla para el procedimiento.
—No.
—No te sigo.
—No preparamos a Jane, Tom, porque no podemos. No podemos anestesiarla porque eso es exactamente lo que está esperando el escarabajo. Y si sabe lo que va a pasar, sus niveles de estrés se dispararán. La única manera de que esto funcione es si lo hacemos rápido, sin avisar. —Demikhov asintió ante la reacción de Dreyfus—. Creo que ya lo entiendes. Entiendes por qué siempre ha sido el último recurso.
—Esto es una pesadilla. No puede estar ocurriendo.
—Escúchame —dijo Demikhov con apremio—. Jane ha vivido en un infierno en esa cámara durante once años. Nada de lo que podamos hacerle para librarla del escarabajo se le puede comparar. No la avisaremos, y por lo tanto no tendrá tiempo de tener miedo. Cuando las cuchillas se cierren, la mitad superior de la cámara es nuestra. Luego enviamos un equipo médico de emergencia listo para estabilizar a Jane y anestesiarla.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Antes de que entre el equipo? Segundos. Solo necesitaremos confirmación de que el hemisferio está despejado, de que el escarabajo no ha dejado ninguna sorpresa, y entraremos.
—Jane seguirá consciente en ese momento, ¿verdad?
La pregunta molestó claramente a Demikhov.
—Hay pruebas circunstanciales… pero yo no me preocuparía mucho por eso. El
shock
de la pérdida de sangre la sumergirá en una profunda inconsciencia a los cinco o siete segundos. Muerte clínica, si lo prefieres.
—Pero no puedes garantizarlo. No puedes prometerme que no seguirá consciente después de que esas cuchillas se hayan cerrado.
—No —dijo Demikhov—. No puedo.
—Hay que decírselo, doctor.
—Siempre ha dejado claro que no necesitamos su consentimiento para intentar una extracción.
—Pero esto no es lo mismo que enviar un sirviente para que desarme al escarabajo —protestó Dreyfus—. Esta es una forma de intervención diferente por completo, que probablemente implique un dolor y un sufrimiento mucho mayores de lo que Jane espera experimentar.
—Estoy totalmente de acuerdo. También creo que por eso no podemos decirle ni una palabra de esto.
Dreyfus volvió a mirar el diagrama. Recordó la línea roja cortando en dos el cuello de Jane, justo por encima del punto en que estaba sujeto el escarabajo.
—La posición de esas cuchillas es fija, ¿verdad? No puedes moverlas si no está flotando a la altura adecuada.
—Correcto.
—Entonces, ¿cómo podréis cortar en el lugar adecuado?
—Montaremos un láser en la puerta. Es tan pequeño que no lo verá. El láser dibujará una línea a través de Jane, indicando dónde pasarán las cuchillas.
—Dónde cortarán. Esa es la palabra.
—Gracias, pero soy plenamente consciente de lo que estamos discutiendo. No me estoy tomando nada de esto a la ligera.
—¿Y qué pasará si la línea no le da en el sitio justo?
—Esperaremos —dijo Demikhov—. Se balancea arriba y abajo. A veces lo hace ella misma, como chapoteando en el aire. A veces las corrientes de la cámara la empujan. Pero tarde o temprano esa línea tocará el punto adecuado. —Miró intensamente a Dreyfus—. Mi mano pulsará el botón. Será responsabilidad mía, y no de una máquina, decidir cuándo se accionarán las cuchillas. Tengo que sentir que es el momento adecuado.
—¿Y el equipo de emergencia?
—He dispuesto tres turnos. Siempre habrá un equipo esperando.
Dreyfus se sentía aturdido. Podía entender la lógica, aunque no le gustara.
—¿Has hablado con los otros séniores?
—Han sido informados. Tengo su consentimiento para proceder.
—Entonces no necesitas el mío.
—No lo necesito, pero lo quiero. Tú eres quien más cerca está de Jane en la organización, Tom. Más que yo, incluso. Desde el principio siempre tuve claro que necesitaría tu permiso antes de proceder con esto. Confía en ti como si fueras su propio hijo. ¿Cuántos prefectos de campo tienen Pangolín?
—Nadie, que yo sepa —dijo Dreyfus con sinceridad.
—Ella querría que tú tuvieras la última palabra, Tom. —Demikhov se encogió de hombros con resignación, como si hubiera hecho todo lo que había podido—. Si lo apruebas, podemos instalar las cuchillas en trece horas. Podría estar fuera de esa sala y estable en trece horas y diez minutos.
—¿Y si digo que no?
—Recurriremos a Tango. No puedo arriesgarme a no hacer nada. Sería una verdadera negligencia.
—Necesito tiempo para digerir todo esto —dijo Dreyfus—. Tendrías que habérmelo contado hace años, para que hubiera tenido tiempo de pensármelo.
—¿Crees que te habría servido de algo? Me habrías escuchado, habrías estado de acuerdo en lo desagradable que era y luego lo habrías apartado a un rincón de tu memoria porque no tenías que enfrentarte a ello en ese momento.
Dreyfus quería rebatirle, pero sabía que Demikhov tenía razón. No tenía ningún sentido espiar algunos horrores en el horizonte. Tenías que enfrentarte a ellos a bocajarro.
—Pero necesito algún tiempo. Dame una hora. Luego puedes empezar a instalar el equipo.
—Te he mentido —dijo Demikhov con suavidad—. Ya hemos comenzado. Pero sigues teniendo una hora, Tom. —Se alejó y recogió uno de los modelos de plástico desmantelados del escarabajo, distraído por algún componente interno de color gris pálido, una cosa en forma de clavo que al parecer acababa de ver—. Ya sabes dónde encontrarme. Estaré despierto, como Jane.
Dreyfus estaba saliendo del Laboratorio del Sueño cuando sonó su brazalete. Era Sparver.
—Creo que tiene que pasarse por aquí, jefe. He cogido a un par de peces que intentaban huir.
—Gracias —dijo Dreyfus, contento de haber tomado la iniciativa de pedir a Sparver que siguiera a Chen y a Saavedra—. Ahora mismo voy.
Sparver los había detenido en el muelle de atraque que formaba la nariz de la calabaza de Panoplia, el muelle en el que había cúteres y corbetas en lugar de vehículos civiles o cruceros de exploración profunda. Como prefectos de campo, los miembros de Firebrand eran usuarios regulares tanto de vehículos ligeros como medios, y el personal técnico del muelle de atraque estaba familiarizado con sus rostros. Aunque no tenían autorización para coger una nave, habían conseguido convencerlos para embarcar en un cúter que acababa de llegar para reponer combustible y rearmarse, y estaban realizando las comprobaciones anteriores al vuelo cuando Sparver les bloqueó la salida cerrando las puertas del muelle de atraque. Dreyfus tendría que reprender al personal que había permitido que unos prefectos embarcasen en la nave sin tener la autorización adecuada, pero por ahora su única preocupación era extraer información de los dos fugitivos fallidos. Seguían a bordo del cúter, la nave seguía atracada en su lanzadera, y las puertas bloqueaban su salida.
—Me ha costado mucho seguirlos —dijo Sparver flotando junto a la pared de trajes del cúter dentro del tubo conector lleno de aire. Dos prefectos internos los flanqueaban con los látigos cazadores armados—. Para ser unos prefectos de campo corrientes y molientes, se saben algunos trucos.
—No son exactamente prefectos de campo —dijo Dreyfus—. Es solo una tapadera para lo que hacen. Son especialistas, asignados a una célula supersecreta llamada Firebrand. Jane la desarticuló, pero ellos tenían otros planes. Han estado funcionando sin su autorización durante nueve años.
—Qué pillines.
—Más de lo que te imaginas. Firebrand es en parte responsable de lo que sucedió con Ruskin-Sartorious. —Dreyfus se desabrochó el látigo cazador e instó a Sparver a que hiciese lo mismo—. Saquémoslos del vehículo. No podemos mantener esas puertas cerradas para siempre.
Dreyfus entró por la pared de paso, seguido de cerca por Sparver. Luego la selló y los internos montaron guardia al otro lado para que no hubiera posibilidad de que los agentes de Firebrand escapasen dentro de Panoplia.
Como todos los cúteres, era un vehículo pequeño con un número limitado de escondites. Lo habían encendido, pero las luces de la cabina estaban atenuadas hasta casi la oscuridad. Dreyfus buscó sus gafas a tientas, pero se las había dejado en su habitación antes de ir al refectorio.
Se adentró en el cúter.
—Soy Tom Dreyfus. Me conocen por mi reputación. No van a ir a ninguna parte, así que hablemos civilizadamente.
No hubo respuesta.
Dreyfus volvió a intentarlo.
—No tienen nada que temer. Sé lo de Firebrand. Conozco su mandato operativo. Entiendo que hicieron lo que hicieron porque pensaban que era lo mejor para Panoplia.
Siguió sin haber respuesta. Dreyfus se dio media vuelta y miró a Sparver, luego continuó adentrándose en la nave, en dirección al puesto de pilotaje. Distinguió el brillo azul pálido de la instrumentación que se filtraba por la esquina de la pared que separaba el puesto de pilotaje del compartimento adjunto.
—No he venido a castigarlos por las consecuencias de ninguna de las acciones que puedan haber realizado y que creían que redundaban en el interés del Anillo. —Dreyfus hizo una larga pausa—. Pero necesito conocer los hechos. Sé que Firebrand estaba usando Ruskin-Sartorious hasta que la Burbuja fue destruida. En algún momento, tendrán que responder por el error de ocultar sus actividades dentro de ese hábitat. Fue un grave error, pero nadie les está acusando de asesinato premeditado. Lo único que me interesa es saber por qué tenía que morir ese hábitat. Panoplia necesita cualquier cosa que asuste a Aurora, y la necesita ahora.
Por fin una voz emergió de la dirección de aquel brillo azulado.
—No tiene ni idea, Dreyfus. Ni idea.
Era la voz de una mujer; Saavedra, no Chen.
—Entonces usted me lo explicará. Adelante. Estoy esperando.
—No estábamos trabajando solo con reliquias —dijo Paula Saavedra—. Estábamos trabajando con el Relojero en persona.
Dreyfus recordó todo lo que Jane Aumonier le había explicado.
—El Relojero ya no existe.
—Todo el mundo cree que el Relojero fue destruido —dijo Saavedra—. Pero dejó restos suyos. Recuerdos, como los relojes del Laboratorio del Sueño y la cosa que se agarró a Jane. Y también otras cosas. Las estudiamos. Creíamos que eran juguetes, puzles, baratijas depravadas. Lo eran, en su mayor parte. Pero no la que abrimos hace nueve años.
—¿Qué era?
—El Relojero se había encapsulado, había metido su esencia en una de las reliquias. Sabía que Panoplia estaba acorralándolo hacía once años, así que sobrevivió engañándonos. Se comprimió en una semilla y esperó a que lo encontrásemos. —Antes de que Dreyfus pudiera objetar, Saavedra prosiguió—: Tuvo que descartar una gran parte de sí mismo, aceptar un debilitamiento tanto de sus capacidades intelectuales como físicas. Lo hizo de forma voluntaria porque sabía que no tenía otra opción. Y también porque sabía que en el futuro podría reconstruir todo lo que había perdido.
Dreyfus se acercó al puesto de pilotaje.
—¿Y ustedes, nosotros, lo ayudamos?
—Fue un error. Pero cuando reactivamos al Relojero, seguía siendo débil, ineficaz, comparado con su anterior personificación. Aun así, estuvo a punto de ganarnos.
—¿Qué sabía Jane de todo esto? —preguntó Dreyfus, y comenzó a preguntarse por qué Lansing Chen no contribuía a la conversación.
—Se le informó de que una de las reliquias había perdido el control. Nunca se le dijo que el Relojero había resucitado. Creímos que las noticias habrían sido demasiado preocupantes.
—Aun así, desarticuló la célula.
—Quizá tenía razón. Por supuesto, discrepábamos. Aunque Firebrand había sufrido grandes pérdidas, sentimos que nos habíamos acercado más que nunca a averiguar algo sobre la verdadera naturaleza del Relojero. Quienes sobrevivimos estábamos convencidos de que la seguridad futura del Anillo Brillante dependía del descubrimiento de esa naturaleza. Teníamos que saber qué era, de dónde había venido, para asegurarnos de que nada parecido pudiera volver a aparecer. Era nuestro imperativo moral, prefecto Dreyfus. Así que decidimos seguir operativos. Ya éramos supersecretos; nos costó muy poco sumergirnos a un nivel aun más profundo de secretismo, incluso más allá del control de Jane.
—¿Y qué descubrieron, Paula?
—No se acerque más, prefecto Dreyfus.
Pero Dreyfus ya estaba a la vista del puesto de pilotaje cuando ella acabó su frase. La puerta conectora estaba abierta. Gotitas de sangre formaban una nube de globitos escarlatas, que la tensión de la superficie convertía en unas esferas perfectas. Lansing Chen estaba muerto. Estaba sentado en el asiento de la derecha con la cabeza colgando en un ángulo poco natural, balanceándose lentamente de lado a lado. El látigo cazador que Paula Saavedra aún sujetaba le había hecho un tajo en el cuello. Ella estaba sentada en el asiento izquierdo, y se había dado la vuelta para mirar a Dreyfus y a Sparver. Tenía una pierna abrochada más alto que la otra. Sostenía el látigo cazador en la mano derecha, mientras la izquierda estaba suspendida por encima de uno de los luminosos controles azules de la consola.
—No tenía que matar a Chen —dijo Dreyfus sujetando con fuerza su propio látigo cazador.
Detrás, oyó que Sparver hablaba con su brazalete.
—Traigan a Mercier. Necesitamos un equipo de emergencia en la nariz. Es una emergencia médica.
—No quería matarlo —dijo Saavedra en tono amenazador—. Chen era un buen hombre, prefecto. Sirvió bien a Firebrand, hasta el final. No es culpa suya que estuviera teniendo dudas.