Su caballo resoplaba todavía a causa de la carrera, y el polvo del camino empañaba la armadura de la amazona.
—La compañía ha permanecido fuera de las murallas de la población, en el norte. Los enanos —añadió, quitando todo acento desdeñoso a la palabra— deberían estar aquí dentro de dos o tres horas.
—¡Excelente! —exclamó el príncipe, golpeando con el puño derecho la palma de la mano izquierda—. Señor alcalde, ¡hagamos que la gente se traslade al castillo lo más rápidamente posible!
Kazgoroth vio la vida acumulada dentro del castillo y de la aldea de Corwell y se regocijó ante la perspectiva que se le ofrecía. Pero, haciendo un esfuerzo, la Bestia dominó estos arranques de emoción. El plan tenía que ser muy cuidadoso.
La Bestia sabía que no debía tratar de reducir ambos focos de resistencia, la villa y el castillo, al mismo tiempo. Era mejor dividirlos y destruirlos uno tras otro. No sólo sufrirían los defensores el suplicio de presenciar la muerte de sus camaradas, sino que los atacantes podrían concentrar la mayor parte de su fuerza contra una sola posición.
La Bestia enfocó la mirada de Thelgaar Mano de Hierro hacia el camino del castillo, la estrecha cinta que conectaba a la villa con aquél. Inmediatamente más allá del camino resplandecían las aguas azules del estuario. Si podía romper aquel enlace, los ffolk de la aldea quedarían atrapados dentro de las bajas murallas.
La Bestia tomó nota de los preparativos defensivos, observando cómo marchaban las dos compañías para ocupar sus posiciones en defensa del camino. Kazgoroth se sintió muy poco preocupado al recordar las bajas que acababan de sufrir estas mismas compañías en su primer encuentro con los hombres del norte de Thelgaar Mano de Hierro.
Sonriendo, Kazgoroth pensó en la próxima matanza.
Daryth y Keren abrazaron con efusividad al príncipe. Estaban delante de la puerta norte de la aldea, el eslabón clave entre el castillo y la comunidad. Ciertamente, el largo camino hasta el castillo parecía un medio de comunicación muy frágil.
—¿Dónde está Pawldo? —preguntó Tristán, interrumpiendo el ritmo enloquecedor de los preparativos.
Daryth señaló con la cabeza a la compañía de halfling que formaba junto al camino.
—Se ha reunido con algunos de su especie. ¿Qué quieres que haga yo?
—¿Podéis quedaros los dos conmigo? Vuestro consejo podría serme muy útil.
—Estamos a tu servicio —dijo el bardo.
Un gran caballo gris galopó en dirección a ellos. Detrás de él marchaba una larga columna de milicianos: los ffolk de las Comunidades Orientales. Tristán reconoció a Gavin a horcajadas sobre el caballo.
El gigantesco herrero refrenó su montura al trote y después se detuvo delante de la puerta, saltando pesadamente al suelo. Tenía la cara cubierta de polvo, que las gotas de sudor convertían en barro al deslizarse hacia la enmarañada y tupida barba.
—¿Cuál es el plan, mi príncipe? —preguntó con brusquedad.
—Estamos empezando a evacuar la población —explicó Tristán—. Tengo dos compañías de ffolk y los enanos y los halfling protegiendo el camino. Quisiera que vosotros y las hermanas estuvieseis en reserva. Creo que los hombres del norte atacarán en cuanto se den cuenta de lo que estamos tratando de hacer.
—Muy bien —dijo Gavin—. Reuniré a mi compañía delante de la puerta.
—¡Bravo! —exclamó el príncipe—. Empezaremos la evacuación lo antes posible.
La puerta de Robyn permaneció herméticamente cerrada, aunque el débil resplandor de una vela se filtró por el ojo de la cerradura y por debajo de la puerta, durante toda la larga noche. Ni siquiera con la llegada de la aurora fue abierta aquella puerta, ni respondió ninguna voz cuando Gretta llamó a la doncella, invitándola a desayunar.
Por último, la vieja ama de llaves entró en la habitación, con una bandeja de té caliente y pan. La joven estaba sentada a su mesa de lectura, con los ojos fijos en el libro abierto delante de ella. No hizo el menor caso de la interrupción. Resoplando indignada, Gretta dejó ruidosamente la bandeja sobre el tocador y salió con brusquedad.
Robyn no advirtió siquiera que se cerraba la puerta detrás de su vieja amiga. El libro retenía toda su atención, obligándola a volver una página tras otra, mientras ella devoraba con atención cada palabra y cada frase.
La Vara del Pozo Blanco estaba cruzada sobre sus rodillas. La madera parecía resplandecer con un calor extraordinario y positivo. Cada página que leía del libro parecía crear para ella una nueva visión del mundo, un nuevo punto de vista.
El libro contenía los pensamientos de su madre. La dedicatoria rezaba así: «A Robyn, mi única hija». Las páginas del libro referían la vida de Brianna Moonsinger como druida, y la importancia de los druidas para los ffolk, la diosa y las Moonshaes.
Su madre escribía sobre la tierra y sobre la diosa con una veneración especial que hizo asomar las lágrimas en los ojos de Robyn. Ésta saboreaba cada página y dedicaba mucho tiempo a leer y releer cada frase. El largo día transcurrió y llegó la noche, y Gretta entró de nuevo, esta vez sin hacer ruido. Puso velas nuevas en los candeleros y cuidó de que la habitación quedase bien iluminada antes de marcharse de puntillas.
Robyn siguió leyendo el libro durante toda otra noche, sin pensar en la batalla que amenazaba a la población. Su visión se hacía confusa a causa del cansancio y, de vez en cuando, daba una cabezada de fatiga; pero enseguida se incorporaba y continuaba leyendo con renovado interés.
Por último, leyó los secretos del arte de su madre.
Sus ojos se abrieron de par en par y ya no sintió la necesidad de dormir. El libro llamó ahora su atención aún más profundamente que antes, acelerando su pulso y enviando vibrantes ondas de energía a través de su cuerpo. Estaba leyendo la última parte del libro de su madre. Habían quedado atrás las palabras de saludo, de sabiduría, de historia y de teología.
Ahora leía las palabras de poder.
Canthus corrió incansable a lo largo de las onduladas lomas de Corwell central. Su objetivo aparecía claro en su mente. Aunque nunca lo había visto, su fétido olor producía en su olfato la impresión de un enemigo conocido. Y corría sin vacilar hacia aquel enemigo, al que localizaba con exactitud.
Mataba y comía mientras corría, sin desviarse nunca de su ruta. Una benévola fortuna parecía hacer que un conejo se cruzase en su camino o que un faisán graznase entre unos matorrales al pasar el podenco por delante de él. En estos casos, mataba y comía deprisa, y después dormía un poco, antes de reemprender su búsqueda.
Al correr, el perro mantenía la cabeza baja; a veces retrocedía lentamente y avanzaba de nuevo, tratando de oler la presa que estaba todavía a jornadas de distancia. Su ancha nariz temblaba al reconocer un olor. Los pelos se erizaban alrededor de su cuello y un grave gruñido brotaba de su pecho cavernoso.
El podenco aceleró el paso, sus largas patas devorando la distancia, subiendo a los montes con la misma facilidad con que bajaba después de ellos.
Transcurrieron más días y el olor se hizo más fuerte. En una ocasión, cazó y se comió un rollizo ganso, y durmió un poco como tenía por costumbre. Se despertó pronto, alarmado por una brisa caprichosa.
Canthus supo que su enemigo estaba muy cerca.
El rugido gutural que retumbó en el campo era muy diferente de los gritos vanos de los hombres del norte en la Loma del Hombre Libre. Tristán apenas alcanzó a advertir este hecho, pues al instante miles de hombres del norte cargaron como una avalancha a través del campo para atacar su débil línea.
La evacuación no había empezado aún, pues el enemigo había atacado en cuanto el príncipe había situado a las compañías para guardar el camino del castillo.
La compañía de Koart, a la izquierda de la línea, había perdido ya una batalla contra los hombres del norte aquel día, y no tenía valor para luchar de nuevo. Uno tras otro, empezaron a desertar hombres de sus filas y, de pronto, toda la compañía —unos cuatrocientos soldados— huyó a la desbandada hacia el castillo.
Y los hombres del norte estaban ya a doscientos pasos tros de distancia.
Al ver correr a los hombres de Koart, los de Dynnatt, aunque impresionados por la exposición de su flanco, se mantuvieron firmes contra la carga. Desde la puerta norte de la villa, pudo ver Tristán que la compañía era rodeada por una horda de enloquecidos atacantes, al entrar los hombres del norte por la brecha dejada por la huida de la fuerza de Koart.
Los halfling, que estaban al lado de Dynnatt, retrocedieron ante la presión del ataque y lo propio hicieron los enanos a su derecha.
Las tropas de Dynnatt fueron aniquiladas hasta el último hombre, y cientos de guerreros del norte cruzaron el camino y bajaron hasta la orilla del estuario.
La aldea había quedado aislada del castillo.
La última vela chisporroteó con furia al llegar por fin el corto pabilo al soporte de metal. La llama se elevó y enseguida se apagó, dejando que sólo los penetrantes rayos de la luna menguante se filtrasen a través de la ventana para perfilar en plata la mata de cabellos negros que cubría la mesa solitaria.
Robyn, saciada su mente, dormía al fin. Su mejilla se apoyaba en el suave cuero de la encuademación del libro de su madre. Respiraba profunda y lentamente. Sus largos y espesos cabellos cubrían su espalda, sus costados y sus brazos, así como la mayor parte de la mesa, abrigándola del frío de la noche.
La lisa vara descansaba todavía sobre su falda. Y, al desaparecer de improviso la luna detrás de una nube y hacerse la oscuridad, pareció centellear con una luz interior que se apagó en cuanto los rayos de luna volvieron a entrar por la ventana.
Mientras dormía, Robyn soñó, con más claridad de lo que nunca había soñado en su vida. Soñó que era un animal pequeño y peludo, y que veía el mundo como lo habría visto aquella bestezuela. Entonces se convertía en lobo y miraba el mundo a través de sus astutos y hambrientos ojos. Después un pez, y un pájaro; todos le infundían sus sueños, y cada sueño parecía fortalecerla y vivificarla.
Después soñó con una luz cálida y con una oscuridad gélida, y con un gris templado que resultaba de la mezcla equilibrada de los dos extremos. Y, por último, soñó con la resplandeciente diosa, que vestía una suave túnica gris y unos sencillos adornos de plata. Su cara tenía una belleza serena, pero sus ojos estaban empañados por las lágrimas.
Y la diosa miraba a Robyn y sonreía.
Erian miró a través del asolado campo, de pronto preocupado. Goteaba sangre de sus fauces carmesíes, y estaba plantado sobre el cuerpo de un hombre a medio devorar. Pero olvidó el placer del banquete para husmear con su sensible nariz, intentando averiguar la causa de su preocupación.
La frenética Manada envolvía al hombre lobo con un coro de gruñidos y aullidos. Pero callaron enseguida, al darse cuenta de la inquietud de su señor. Una a una, las grises cabezas se alzaron de sus víctimas para seguir la mirada de aquel.
Erian fue el primero en ver al recien llegado. Un gran podenco se acercó a él, saltando con ligereza, como en una cacería rutinaria. Llevaba gacha la cabeza, haciéndola oscilar a un lado y otro al compás de sus largas y sorprendentemente ágiles zancadas. Sus ojos amarillos buscaron entre mil lobos en la finca arruinada. Por fin se encontró su mirada con la de Erian.
Erian no sintió miedo, aunque aquel perro era aún mayor que el lobo al que había matado para erigirse en dueño de la Manada. Sabía que ninguna arma normal, ningún ser mortal, podían perforar su piel.
Sin embargo, había algo extraño, fuera de lo normal, en la determinación de aquel sabueso. Y el hombre lobo oyó el gruñido sordo y profundo de aquella criatura y vio cómo sus pelos se erizaban amenazadores.
Erian no vaciló en saltar adelante para enfrentarse al intruso. Gruñó roncamente a su vez y erizó los pelos, presto al combate. Sus labios negros se torcieron hacia arriba, descubriendo los largos colmillos untados de babas y ansiosos de matar.
La lluvia azotó la villa y a sus tropas durante la mayor parte de la noche, para desvanecerse luego en niebla no mucho antes del amanecer. El perímetro de cada fuerza estaba marcado por un anillo de fogatas, creando focos de vida en la triste noche.
Tristán caminaba inquieto de una hoguera a otra a lo largo de la muralla de la población, llevando a Avalón de las riendas. Sabía que la aurora estaba próxima, pero ni un rayo de luz se filtraba en el nublado cielo.
—Buenos días, mi príncipe —lo saludó un joven armado al acercarse Tristán a su fogata.
Una docena de compañeros suyos saludaron también, y Tristán advirtió que todos eran jóvenes imberbes.
—Buenos días, caballeros —respondió—. Necesito calentarme un poco.
—¿Crees que van a atacar? —preguntó, con voz temblorosa, uno de los jóvenes.
—Es probable. ¿Estáis preparados? —respondió Tristán.
Los jóvenes asintieron con aire grave y la mayoría de ellos miraron hacia la nebulosa sombra como si pudiesen ver agruparse a los hombres del norte. Tristán se preguntó si sabían lo terriblemente peligrosa que era ahora su posición. La muralla de la villa, de altura irregular que no pasaba de las dos varas, sería sólo un pequeño obstáculo para los invasores atacantes. Y, en cuanto abrieran una brecha, sería inminente la caída de la población.
Siguió caminando, deteniéndose para breves charlas junto a cada hoguera. Se preguntaba si su presencia contribuía realmente a levantar la moral de los combatientes.
Por último, llegó a la puerta del sur. Era éste un punto crucial, ya que el grueso de la fuerza de los hombres del norte se había agrupado delante de ella.
Daryth y Keren estaban en aquella puerta, y su aspecto era sombrío al acercarse el príncipe.
—¿Cuáles son las perspectivas? —preguntó Tristán.
—Hacemos todo lo posible —dijo Daryth, mirando a su alrededor—. Pero la mayoría de esta gente no tiene espíritu combativo. Temo que no podremos detenerlos aquí.
—No puedo enviaros más tropas —confesó el príncipe—. Haced lo que podáis.
—¿Dónde está Robyn? —preguntó el calishita.
—En el castillo. No la he visto desde que habló con el rey, poco después de nuestra llegada.
—Pareces preocupado. ¿Crees que algo anda mal?
—Sí, estoy preocupado —reconoció el príncipe—. Pero ahora nada puedo hacer para remediarlo.