Pero ahora el curso cambiante de la batalla hizo que el homicida se apartase de él. Sin embargo, su imagen quedó marcada en la memoria de Tristán, con su mueca asesina y sus ojos carmesíes.
Y entonces los Jinetes Sanguinarios se retiraron, galopando en grupo hacia el refugio del bosque cercano. Sólo ahora miró Tristán a su alrededor, más allá de los límites del campo de batalla, y vio los brazos levantados de los ffolk.
Oyó sus fuertes aclamaciones y vio que Gavin, empuñando todavía su terrible martillo, avanzaba seguido de la reserva. El herrero había lanzado otra carga y ésta había empujado a los restantes hombres del norte hacia los árboles.
La falda de la colina, la franja a lo largo de la zanja y el campo donde habían luchado los de a caballo estaban cubiertos con los cuerpos de los muertos y los moribundos! Tristán saltó del lomo de Avalón al lado de la hermana que le había salvado la vida. Sin reparar en la sangre que cubría ahora al caballo blanco, así como el cuerpo de la amazona, soltó el cinturón que sujetaba a ésta a la silla y la tendió delicadamente en el suelo.
Con sumo cuidado, levantó la visera de plata. Los ojos de Carina parpadearon una vez ante la asombrada mirada del príncipe.
La fina cara de duendecillo esbozó una sonrisa, la primera que Tristán había visto en ella, y entonces Carina murió. Con gran suavidad, la tendió sobre la hierba, mientras Robyn y Keren acudían a su lado.
Después buscó Tristán a Canthus, que yacía en alguna parte del fangoso campo de batalla. Pero se estaba haciendo deprisa de noche y no pudo encontrar al perro. Los hombres del norte se disponían a acampar a no mucha distancia y, por fin, los compañeros persuadieron al príncipe de que retirase su tropa a la relativa seguridad de su línea.
Brigit se reunió con ellos mientras cabalgaban despacio hacia la ensangrentada zanja. Parecía sombría y brillaban lágrimas en sus ojos, pero habló a Tristán sin el menor rastro de emoción en su voz.
—Como sabes, hemos perdido a Carina. Y temo que Aileen no sobreviva a esta noche. Ha perdido mucha sangre y la herida producida por la espada del Jinete Sanguinario parece infectarse de manera nada natural.
—¿Y el resto de las hermanas?
—Viven, y ninguna de ellas está herida de gravedad.
—Los ffolk lucharon bien —observó el bardo—. Pero han tenido muchas bajas..., como si antes no hubiesen sufrido bastante.
—No podemos volver a luchar aquí —exclamó Robyn—. ¡La carnicería ha sido espantosa!
—Tienes razón —dijo el príncipe.
Miró hacia el bosque, donde se habían retirado los hombres del norte, y después hacia la carretera de Corwell, donde la ola de refugiados había disminuido, al haber pasado ya por allí la mayoría de los ffolk.
—Sin embargo, hoy les hemos dado una paliza, ¿no?
El agua espesa y negra burbujeaba lentamente. Las patas de Kamerynn, por lo común blancas como la nieve, se arrastraban negras y sucias a lo largo de la fangosa orilla. Siguiendo la corriente, el unicornio cruzó con cuidado el alto dique de troncos que mantenía el nivel del Pozo de las Tinieblas.
El dique era pequeño, tal vez de la mitad de la altura de Kamerynn, pero los troncos que lo constituían tenían dos palmos o más de grosor. Los firbolg habían amontonado varias docenas de troncos talados atravesados en la pequeña corriente que fluía desde el Pozo de la Luna y reforzado después la presa con un dique de tierra a ambos lados.
Los agudos ojos de Kamerynn observaron los troncos para elegir el punto más débil. Se encabrito y dio una fuerte coz a un leño podrido.
Una y otra vez golpeó el tronco hasta que consiguió romperlo. Una mitad cayó de la cara de la presa y Kamerynn la apartó a un lado de una patada. Eligiendo otro tronco, descubierto al caer el primero, lo destruyo y enseguida hizo lo mismo con otro.
El dique empezó a derrumbarse. Grandes troncos quedaron sueltos y cayeron en la creciente comente, y el resto se desplazó violentamente. Kamerynn perdió pie y sus patas delanteras resbalaron de pronto entre los revueltos troncos. Toneladas de madera chocaron contra las robustas patas del unicornio y le quebraron los huesos.
El agua negra y contaminada salpicó la cara de Kamerynn, cortándole la respiración. El líquido escocía como acido en la piel del unicornio, cegándolo y produciéndole un frenético dolor.
Pero los troncos lo sujetaban y el agua lo rodeó, y pronto no vio mas que negrura.
Una sombra temblorosa descendió sobre el campo de batalla, se elevó y descendió de nuevo. Volando bajo, la pequeña forma fue de un cuerpo a otro, buscando uno determinado. Por fin, piando satisfecha, la golondrina se posó en el suelo cerca de lo que buscaba.
El pajarillo saltó sobre el aplastado y fangoso césped, para picar concienzudamente una oreja peluda. Inclinó la cabeza y miró con sus ojos negros y brillantes el gran hocico negro. Pió de nuevo, esta vez al observar un ligero temblor en la nariz.
La sombra se estremeció, o fue tal vez la luz de la luna la que osciló. Enseguida desapareció la golondrina y, donde había estado ella, apareció la forma rolliza de una anciana.
—Bien, querido —dijo, acariciando la ensangrentada cabeza—. Eres un perro valiente.
Genna Moonsinger apeló al poder de la diosa y sintió que éste brotaba de su corazón y pasaba, a través de las yemas de sus dedos, al cuerpo inmóvil del gran podenco. Poco a poco, se fue cerrando la larga herida en el flanco del animal. El cráneo roto se soldó y la ligera respiración del perro se hizo más profunda y más fuerte. La larga y peluda cola repicó lentamente contra el suelo.
Con un prolongado gañido, Canthus rodó rígidamente sobre el vientre y trató de levantar la cabeza del suelo. Enseguida renunció a hacerlo al sentir un fuerte dolor, pero meneó con suavidad el rabo en muestra de gratitud. Miró a la gran druida, cerró los ojos y se quedó dormido.
—Un buen perro —murmuró Genna, sonriendo con tristeza—. Ahora duerme. Mañana hablaremos.
La respiración grave y regular de Canthus fue su única respuesta. Ella se puso en pie apenada, lamentando no poder dejar que el perro volviese con su dueño.
Pero lo necesitaba.
Seis hermanas amazonas cabalgaban a medio galope junto a la carretera de Corwell, mientras el pequeño ejército continuaba su marcha. Las armaduras de las amazonas estaban empañadas y melladas, y sólo tres de éstas conservaban sus lanzas. Los caballos blancos estaban manchados de lodo y de sangre, y uno de los corceles llevaba un vendaje ensangrentado en la parte superior de una pata delantera.
A pesar de todo, las hermanas amazonas cabalgaban orgullosas, como si las melladuras y la suciedad fuesen insignias honoríficas. La escolta se dividió en parejas, que se desplegaron a los lados de la columna.
Tristán estaba montado en Avalón, observando cómo desfilaba la larga columna delante de él, en dirección a Corwell. Pasaron los enanos, tres veintenas de ellos, menos ocho que habían caído en la Loma del Hombre Libre. Marchaban estoicamente. Algunos de los barbudos se volvieron a mirar al príncipe al pasar, pero Tristán no pudo leer nada en sus miradas. Finellen, que iba en retaguardia, pasó avanzando con esfuerzo, sin levantar la cabeza. Marchaban hacia Corwell, para combatir en una guerra humana.
Gavin se acercó al príncipe, mientras desfilaba la compañía de los pueblos orientales. Eran quinientos hombres; otros cien se habían quedado para siempre en la Loma del Hombre Libre.
—¿Alguna señal de persecución? —preguntó el herrero.
—Hace mucho rato que ha amanecido y todavía no han levantado el campamento —respondió Tristán.
—Bien. Los ffolk no podrían ahora resistir otra batalla.
Los combatientes de los pueblos orientales marchaban con paso firme, con la fatiga y el dolor reflejados en sus caras manchadas de polvo. Sin embargo, muchos irguieron con orgullo la cabeza al pasar por delante del principe y del herrero.
—Pronto no tendrán alternativa. ¡Pero entonces nos respaldarán las compañías de Caer Corwell!
—Tal vez sí —murmuró Gavin, mirando hacia el este.
Le hizo un breve saludo al príncipe con la cabeza y volvió a la carretera a reunirse con su compañía. También llevaba la cabeza erguida mientras marchaba hacia Corwell.
Tristán espoleó su corcel y Avalón galopó junto a la orilla de la carretera, adelantando a la compañía de Gavin y después a la de Finellen, hasta llegar a un tramo despejado del camino. El semental blanco saltó una valla de piedra, entró en el camino y se lanzó a la carrera al darle rienda libre su jinete.
Galoparon desaforadamente hasta que el príncipe vio un par de caballos que pastaban en un pequeño prado. Refrenó su montura al llegar junto a ellos y vio a Daryth y a Pawldo tumbados a la sombra de un gran roble. Saltando de la silla, soltó a Avalón para que pastase también y se estiró junto a sus compañeros.
—¿Dónde está Canthus? —preguntó Daryth.
—Cayó, luchando contra aquellos Jinetes —dijo Tristán, conteniendo las lágrimas—. Busqué su cuerpo antes de que anocheciese, pero no lo encontré.
—¡Malditos sean! —gruñó el calishita, escupiendo al suelo—. ¡El podenco valía más que cinco de aquellos Jinetes!
—Que fueron casi los que él se llevó por delante —exageró el príncipe.
—¡Hubiésemos tenido que atacarlos de nuevo! —gruñó Pawldo, mirando hacia el este—. ¡Entonces no habrían podido perseguirnos!
—Ojalá hubiésemos podido hacerlo —dijo con sinceridad Tristán—. Sin embargo, creo que les dimos una buena paliza. Cuando lleguemos a Corwell, ¡no estarán en condiciones de presentar batalla!
—Hay algo de brujería en esos Jinetes de los caballos negros —refunfuñó Pawldo—. ¡Yo puedo oler la magia a un tiro de distancia! Hubiésemos tenido que liquidarlos cuando tuvimos oportunidad de hacerlo.
—Pronto tendremos otra oportunidad. —Tristán se puso en pie, sintiéndose de pronto muy cansado—. ¿Va Robyn con los heridos? —preguntó.
—Sí —respondió Daryth—. Está en el carro con Aileen. Yo estuve allí casi toda la mañana. ¡Sufrió una herida mortal!
—¡Brujería! —terció Pawldo—. ¡Yo os lo dije!
—Estoy seguro de que tienes razón —respondió el príncipe, montando en Avalón—. ¡Vi los ojos de la criatura que la hirió! En todo caso, ¡no era un ser humano!
Ahora dejó Tristán que Avalón marchase al paso por la carretera. Quería ver a Robyn, hablar con ella, pero necesitaba un poco de tiempo para poner orden en sus pensamientos. Lo que quería, sobre todo, era enfrentarse de nuevo con los tétricos caballeros. La espada de Cymrych parecía ligera sobre su muslo, como si también el arma tuviese deseos de continuar la lucha.
Se volvió al oír el ruido de otro jinete y vio a Keren cabalgando para reunirse con él. El bardo llevaba el arpa colgada de un hombro y, como de costumbre, estaba silbando distraídamente una tonada.
—¿Estás todavía escribiendo aquella canción? —preguntó Tristán.
—¡Claro que sí! Tú me has dado varios temas magníficos durante los últimos días, justo es decirlo. Tú y los demás os comportasteis realmente bien.
El tono burlón del bardo no podía disimular el respeto sincero que brillaba en sus ojos.
—Me honran tus palabras —respondió el príncipe—. Pero nada puede compararse al ánimo que tú diste a nuestras tropas con la música de tu arpa. Sin ella, dudo de que hubiésemos ganado la batalla.
—Yo no podía dar ánimos, aunque tal vez sí despertarlos. De todos modos, gracias.
—Despertarlos fue bastante para darnos una espléndida victoria —dijo el príncipe.
—¡No lo creas! —lo contradijo Keren con vehemencia—. Nos tropezamos con un pequeño ejército desmoralizado, que acababa de realizar una dura marcha, y lo contuvimos durante un dia. Esto fue lo que hicimos, ¡y lo hicimos bien! Pero el enemigo está muy lejos de haber sido derrotado, mi príncipe. Y nos pondrás en grave peligro —añadió— si piensas de otra manera.
Las apacibles aguas del estuario de Corwell guiaron a los estrechos cascos. Después de las grandes olas del mar de Moonshae, la tranquila bahía semejaba un estanque sin peligro para aquellos marineros veteranos.
Al norte y al sur de la flota, los verdes montes de Corwell se alzaban hacia el cielo nebuloso. Las aves marinas se cernían detrás de los barcos, lanzándose en picado sobre los peces que se agitaban en las estelas.
Thelgaar Mano de Hierro estaba en la proa de la primera nave. Tenía la mirada fija en el este, escrutando el horizonte en busca de las primeras señales del pueblo, y del castillo de Corwell. El Rey de Hierro se había mostrado desacostumbradamente paciente durante los últimos días, pero los hombres percibían la tensión de su caudillo.
Los rítmicos golpes de los remos empujaban a los barcos hacia adelante. El viento se había calmado por completo desde que la flota se había hecho a la mar, después de la parada forzosa para repararla. En consecuencia, los hombres del norte se habían visto obligados a remar durante la mayor parte de la ruta. Ahora, al acercarse a su lugar de destino, terminaría pronto el tiempo de remar.
Pero, al entrar la flota en el largo y resguardado estuario de Corwell, se levantó una brisa desde tierra, como si pretendiese empujar lejos de allí a los hombres del norte. Los marineros empuñaron con fuerza los remos y las naves viraron de bordo una y otra vez, pero el curso del viento fluctuaba del noroeste al sudoeste, de modo que el paso por el estuario se retrasó varios días.
Entonces se acercó la flota lo bastante para que Thelgaar pudiese ver Caer Corwell en su montículo rocoso. Poco después, los invasores pudieron distinguir la aldea que se extendía a lo largo de la costa debajo del castillo. Acurrucada detrás de su baja muralla, la población parecía temblar de miedo al ver acercarse a los invasores. Y éstos se regocijaron ante aquella visión.
Pero, al acercarse más la flota, el viento sopló todavía con más fuerza desde tierra. Los atacantes se esforzaron en los remos y los barcos siguieron avanzando lentamente contra la fuerza creciente de la brisa. Y así, palmo a palmo, se fueron aproximando más y más al puerto.
—¡Más viento!
El rugido del rey de Corwell resonó en los muelles de Corwell, y los tres druidas redoblaron sus esfuerzos. Ráfagas de viento soplaron desde el pequeño puerto y silbaron sobre el estuario, empujando a los barcos invasores con implacable fuerza.