Entonces, el druida más joven, una mujer de unos cuarenta años, se llevó las manos al cuello. Con un grito ahogado, cayó hacia adelante y quedó inmóvil en el suelo.
—¡Mi señor! —Quinn Moonwane, druida del bosque de Llyrath, se volvió al rey Kendrick y habló con voz ronca—. ¡No podemos mantener el viento durante mucho más tiempo! Si no nos dejas descansar, de nada serviremos cuando desembarquen, ¡cosa que sin duda harán!
El rey guardó silencio, mirando fijamente al druida. Ardía de rabia asesina, pero al fin se volvió y echó a andar por el muelle.
Pasó por delante de los Lumbres de la Compañía de Corwell, bajo el mando del propio alcalde Dinsmore. Aquel rollizo capitán, con un brillante casco de metal cubriendo de un modo ridículo su calva cabeza, se acercó al rey andando como un pato.
—¡Mi señor! ¡No podemos dejar que entren en el puerto! ¡Necesitamos más viento! Tienes que hablar a los...
—¡Calla, imbécil! —gruñó el rey Kendrick, enviando al alcalde a reunirse con su compañía—. ¡Preparaos para echarlos cuando desembarquen!
Uno de los fíeles lugartenientes del rey, un enjuto espadachín llamado Randolph, se le acercó. La frustración se dibujaba en el rostro del guerrero.
—¡Malditos sean esos estúpidos! —gruñó Randolph—. No tienen idea de lo que se juega en esta batalla; sólo piensan en sus pequeñas rencillas territoriales.
—¿Koart y Dynnatt? —preguntó el rey, contemplando las aguas claras del estuario.
—Sí. Están aquí con sus compañías. Ahora discuten quién será el que ataque primero cuando desembarquen los invasores. Ambos parecen estar seguros de que la batalla terminará allí, y ninguno de los dos quiere compartir la «gloria» con el otro.
La voz del capitán temblaba de indignación.
—¿Y los halfling?
—Han evacuado Lowhill. Una pequeña compañía de arqueros ha venido al pueblo; los otros han huido más allá de Caer Corwell con los refugiados del este.
Pero el rey ya no lo escuchaba. Miró hacia la neblina del estuario.
—Ya vienen —dijo—. No tardarán en llegar.
Confirmando sus palabras, la niebla pareció rasgarse, y unas formas oscuras y delgadas salieron de ella. Más y más naves aparecieron amenazadoras y pronto toda la flota de Thelgaar Mano de Hierro, libre ya del viento que la retenía, se fue acercando a Corwell.
Las velas de los barcos permanecían plegadas en los mástiles, pero los largos remos se sumergían y emergían con tremenda precisión. Al reservar los druidas su fuerza para la batalla, el viento amainó por completo, permitiendo que la flota se deslizase sobre aguas tranquilas.
El rey Kendrick subió a la cima de un baluarte de madera que había sido levantado a toda prisa en el muelle. Tras él se ocultaban dos ligeras catapultas y sus servidores.
—¿Tenéis la distancia? —preguntó el rey.
—Sí. Hemos apuntado a la bocana del puerto, señor —respondió uno de los hombres.
El rey saltó de nuevo al muelle y se dirigió a otro baluarte, éste hecho con paja amontonada hasta la altura de los hombros.
—¿Están preparados los arqueros? —preguntó, observando a uno de ellos que asomaba la cabeza por encima de la paja.
—Sí, mi señor. Tenemos a un centenar de ellos aquí, y la mitad son halfling que han llegado con sus arcos desde Lowhill.
—Está bien. Enviádmelos.
Los barcos se acercaban más y más, mientras el rey instalaba a los arqueros halfling en el tejado de un pequeño almacén junto al muelle. Cuando habían sido preparadas las últimas defensas, los barcos enemigos habían formado una columna y el primero de ellos se acercaba a la estrecha abertura del rompeolas que daba acceso al puerto de Corwell.
El barco que navegaba en cabeza avanzó rápidamente, impulsado por los rítmicos golpes de sus remeros. Levantando una ola de espuma blanca, la alta proa pareció elevarse más y más cuando el barco cruzó la bocana. El rey pudo ver a un hombre del norte, probablemente el rey enemigo, plantado en la proa. Era corpulento, de barba blanca y larga melena del mismo color.
Incluso a tanta distancia, la fanática intensidad de su mirada hacía que pareciese un loco.
—¡Ahora! —gritó el rey Kendrick.
A su voz de mando, los artilleros dispararon sus armas. Los largos brazos de las catapultas chasquearon al lanzar cada una de ellas un gran haz de paja empapada en resina. Los proyectiles describieron un arco, dejando tras de sí espesas estelas de humo negro que marcaban su trayectoria, y cayeron silbando en el agua a ambos lados de la nave.
—¡Habéis fallado, maldita sea! —gritó el rey—. ¡Otra vez! ¡Disparad lo más deprisa que podáis!
Antes de que fuese lanzada la segunda andanada de proyectiles, el rey se había apartado de las catapultas y corrido hacia los arqueros.
Una segunda nave siguió a la primera por la abertura del rompeolas, pero ésta recibió un haz llameante en el centro del casco. La oleosa resina se esparció en el barco y el fuego se adueñó de la embarcación. Los hombres del norte saltaron al agua e intentaron nadar hacia el rompeolas, pero se hundían como piedras por el peso de sus armas y arneses. La nave envuelta en llamas se desvió y fue a chocar contra el rompeolas.
Sin embargo, otros barcos seguían acercándose a la bocana del puerto. Los artilleros continuaron lanzando una lluvia de resina inflamada sobre ellos que incendió otros tres, pero un número igual consiguió pasar bajo aquella tormenta de fuego.
—¡Arqueros! —gritó el rey—. ¡Ahora!
Nubes de flechas brotaron desde detrás del baluarte de paja y del tejado del almacén. Muchas de ellas alcanzaron a los remeros de la nave del rey enemigo. El rey Kendrick observó con incredulidad que varios de los proyectiles se clavaban en el cuerpo del caudillo adversario, pero éste las arrancó de las heridas y las arrojó con desprecio a un lado. Sin embargo, el avance se retrasó, pues muchos de los tripulantes fueron víctimas de las flechas.
El humo de las naves incendiadas oscurecía ahora la boca del rompeolas. Pero una quinta y después una sexta nave emergieron del humo y siguieron acercándose al muelle.
Dejando a los arqueros al cuidado de sus propios jefes, el rey volvió corriendo junto a los druidas. Sólo dos de ellos estaban en su puesto. Quinn Moonwane levantó la cabeza al acercarse el monarca.
—Hemos regulado nuestra fuerza lo mejor que hemos podido —declaró ceñudamente Quinn Moonwane—. Hemos perdido a Dierdre, del bosque de Dynnatt.
El rey advirtió que el druida que se había derrumbado al crear el vendaval yacía, pálido e inmóvil, en la parte de atrás del muelle. Por un instante, una expresión de angustia se pintó en el semblante del rey, pero éste se dirigió a Moonwane con autoridad.
—Haced todo lo que podáis. Tratad de dañar los barcos que han entrado en el puerto. Tendremos más probabilidades de éxito si podemos obligarlos a desembarcar fuera de la población.
—Muy bien —suspiró el druida.
Él y Edric de Stockweil, un corpulento druida de edad mediana, se acercaron al borde del muelle. El rey pudo ver ahora cinco naves que avanzaban en dirección a aquél; la sexta se había incendiado, pero esas cinco estaban ya a menos de cien pasos.
Quinn se plantó de cara a las naves que se acercaban, mientras el otro druida se apartaba varios pasos a un lado. El druida de negros cabellos levantó las manos y cerró los ojos en honda concentración. Evocó el poder de la diosa para extraer su fuerza del corazón de la tierra y convertirla en energía mágica. Eligiendo uno de los barcos como blanco, proyectó el poder de la diosa a través de su mágico influjo.
El hechizo alcanzó la larga quilla del barco. La madera se dobló a voluntad de su Madre, alabeándose y retorciéndose en toda su longitud. Los clavos saltaron de las tablas de roble del casco. Crujiendo y chirriando, la retorcida quilla se desprendió del resto de la nave. Y rápidamente la embarcación se convirtió en un círculo creciente de escombros y de cuerpos que nadaban en la superficie del puerto.
El otro druida provocó una tormenta de fuego que surgió del agua para prender en el casco de la nave donde se hallaba el rey de los hombres del mar.
El rey permaneció audazmente en la proa de su barco y, al lamer el fuego los costados de la nave, hizo con la mano un breve y enérgico ademán. Al instante se apagaron las llamas. Al mismo tiempo, el druida que había producido el embrujo se llevó las manos al pecho y se dobló por la cintura. Con un grito aterrador, cayó del muelle al agua. Quinn, sobresaltado, se volvió a mirar a su compañero con angustia y miedo crecientes.
—¡Aquél! —gritó el rey Kendrick, señalando al hombre del norte de barba blanca plantado en la proa de su barco.
Quinn Moonwane, el más poderoso de los tres druidas que habían venido a luchar en Corwell, miró al rey enemigo. Sus ojos, adiestrados para distinguir el bien y el mal en la naturaleza, vieron que el rey enemigo no era humano. El druida comprendió que se enfrentaba a algo corrompido y muy poderoso, pero no podía saber que su naturaleza era omnipotente.
Quinn levantó su vara y señaló con ella a su enemigo. Desde lo más hondo de su fuerza, evocó el poder de la diosa. Su enemigo se volvió para mirarlo y el druida contempló aquellos ojos infernales durante un latido.
El rey Kendrick vio que el cuerpo del druida estallaba en un haz de chispas rojas. Su traje, sus botas y su cinturón, empapados en sangre, cayeron al suelo en medio de un charco bermejo que se iba extendiendo.
El rey de Corwell se volvió, enfurecido.
—¡Destruidlos! —vociferó, ordenando a los hombres de las catapultas que disparasen contra la primera nave.
Los arqueros lanzaron sus mortíferas flechas contra los otros dos barcos que no se habían incendiado. Ambos se detuvieron pronto, al no quedar con vida ninguno de los que empuñaban los remos.
Pero la primera nave resistió todos los intentos de quemarla. Parecía envolverla una cortina protectora, ya que los proyectiles que iban a alcanzarla se desviaban de improviso y se perdían en el agua del puerto.
Sin embargo, el rey de los invasores sabía que no podría desembarcar su fuerza en el muelle. La flota que estaba más allá del rompeolas viraba ya hacia la playa pedregosa apartada de la aldea, y el barco solitario que estaba en el puerto giró para retirarse.
El rey Kendrick resopló, momentáneamente satisfecho de aquella retirada.
—¡Randolph! ¿Dónde estás, hombre?
El capitán se acercó con presteza, sonriendo ante la escena de destrucción desarrollada en el puerto.
—Les hemos dado una lección, señor.
—Ya lo creo. ¿Qué tal va la organización de las compañías?
—Muy mal,, señor. Yo diría que tu presencia es necesaria para que Dynnatt, Koart y el alcalde atiendan a razones.
—¡Maldita sea su mezquindad! —El rey se volvió para mirar la nave que se retiraba—. Está bien. Iré a tu encuentro en cuanto ese barco haya salido del puerto. ¡Y maldigo a mi hijo una vez más por desaparecer cuando más lo necesito!
Randolph corrió de nuevo hacia los jefes, mientras el rey Kendrick contemplaba la nave solitaria. Vio al caudillo enemigo de barba blanca plantado ahora en la popa. Por un momento, sus miradas se cruzaron, antes de que una nube de humo arremolinado se levantase entre los dos. El rey sintió la fuerza explosiva de la magia del enemigo abalanzándose sobre él.
Entonces, el edificio que estaba a su espalda estalló en una lluvia de piedras rotas. La alta pared se derrumbó hacia adelante, y enterró al rey de Corwell debajo de un alud de cascotes.
Laric cruzó ansiosamente la finca arruinada, sin prestar atención al edificio incendiado y al destrozado y fangoso campo. Su mirada permanecía fija en el oeste.
Sus ojos brillaban rojos de satisfacción al recordar. La muerte de la hermana combatiente había sido muy excitante; lo había animado para combates venideros. Sin embargo, aquel recuerdo placentero no podía compararse con su afán por la amazona a la que había estado a punto de capturar. Por alguna razón, ésta le atraía de un modo irresistible.
Laric no sabía si aquella amazona vivía aún, pues el espíritu había llameado muy débilmente dentro de su cuerpo cuando él había agarrado las riendas de su cabalgadura. En todo caso, no había encontrado señales de su cuerpo, a pesar de que lo había buscado por todo el ensangrentado campo de batalla. Por consiguiente, parecía que debía de haber acompañado al ejército hacia Corwell.
Si era así, pensaba Laric, volverían a encontrarse.
Pero, hasta entonces, los otros Jinetes Sanguinarios necesitaban comer, y ésta era una de las razones de que la granja asaltada por Laric estuviese ahora ardiendo.
Otras muchas viviendas semejantes se habían convertido en cenizas durante esta larga jornada y, en ocasiones, los Jinetes habían tenido la suerte de encontrar en ellas a ffolk que no habían tenido la precaución de huir con el resto de los moradores. La matanza de estas pobres criaturas había representado un sustancioso banquete para los dispersos Jinetes. Al cabalgar Laric de un destacamento a otro, se animó al ver que la mayoría de sus hombres estaban recobrando poco a poco sus fuerzas.
Su compañía precedió al ejército combinado de Grunnarch y Raag Hammerstaad por el camino de Corwell. Se suponía que los Jinetes Sanguinarios explorarían el terreno en busca de focos de resistencia enemiga y para hostigar la retaguardia de los ffolk en retirada. Pero Laric tenía sus propias prioridades, y la manutención de su compañía era la más importante de ellas. Por eso los Jinetes dejaron que los ffolk se retirasen sin ser molestados, y Laric siguió confiando en que el enemigo no volvería a presentar batalla hasta que alcanzase la presunta seguridad de Caer Corwell.
Y así, en vez de explorar durante ese largo día, los Jinetes Sanguinarios encontraron alimentos y se fortalecieron.
Tristán alcanzó al fin a los carros y carretas que transportaban a los heridos a Corwell. Trotando junto a la carretera, adelantó a un carro grande, ligeramente alfombrado con heno, en el que viajaban casi una veintena de ffolk ensangrentados. Los guerreros heridos, hombres y mujeres, estaban sentados o tumbados mientras su transporte traqueteaba tirado por seis robustos bueyes.
Varios carros similares lo precedían, pero al fin alcanzó a una pequeña carreta tirada por un solo caballo.
Allí, sobre un lecho de heno, yacía Aileen, la hermana amazona. Robyn estaba sentada a su lado.
—¿Cómo está?