El pozo de las tinieblas (18 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

BOOK: El pozo de las tinieblas
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—¡Espera! —gritó Robyn—. Es demasiado frágil para sostenerte...

Pero antes de que acabase de hacer su advertencia, él había sentido ya que la nieve se hundía bajo sus pies. Con un fuerte estruendo, la capa de nieve se partió y se desmoronó a lo largo de la empinada vertiente, arrastrando consigo a Tristán. El gran bloque de nieve blanda comenzó a adquirir velocidad, y Tristán soltó las riendas de su caballo. Entonces el bloque empezó a romperse y el príncipe cayó entre los grandes montones de nieve húmeda, luchando por mantener la cabeza fuera de la asfixiante masa.

Como un trineo cayendo en picado, la nieve fue adquiriendo más velocidad al tiempo que aumentaba de volumen. El príncipe vio que, a su espalda, la cornisa de nieve se partía y que sus compañeros eran arrastrados por el alud.

La nieve golpeaba la cara de Tristán, llenándole la boca y la nariz. Desesperado, se la quitó de encima, mientras pataleaba con furia para no hundirse del todo. Pudo ver por un instante la suave pendiente ante él y, en el fondo, un lago azul que centelleaba plácidamente.

Consciente por primera vez del verdadero peso de su cota de malla, Tristán comprendió que el lago significaba la muerte por congelación o por asfixia, pues no tendría manera de nadar con aquella prenda de metal.

Trató de desviarse hacia un lado, pero la superficie rodante no le ofrecía un lugar donde apoyar los pies. Intentando asirse, arañó la nieve con las manos desnudas, sintiendo como si se le desgarrase la piel, y gritó de dolor cuando el brutal roce le arrancó una uña.

Retorciéndose, desenvainó su espada y la clavó profundamente en la nieve. Lanzó una maldición cuando la hoja se desprendió de la empuñadura. Pero, poco a poco, el impulso de la caída se redujo a medida que la pendiente se hacía menos empinada. Por fin, consiguió clavar la hoja de la espada lo bastante hondo para detenerse. La nieve siguió deslizándose hacia abajo, hasta zambullirse en el lago con un audible chasquido.

La yegua gris de Tristán pasó junto a él, relinchando aterrorizada y tratando en vano de encontrar un lugar donde apoyarse. El animal cayó en el agua helada y desapareció bajo toneladas de nieve. El alud se había estrechado y el príncipe yacía ahora fuera de su corriente. Agotado y apenas consciente, vio que Robyn se deslizaba también cerca de él. Sin embargo, al arrojarla la nieve al lago, braceó en el agua para apartarse del alud y, nadando vigorosamente, consiguió llegar a la orilla.

Y entonces pasaron sus otros compañeros, en lo que parecía ser una sola masa de caballos y hombres... y un halfling. Pawldo se aferró al cuello de su poni cuando éste cayó al agua y se mantuvo así mientras el animal nadaba hacia la orilla. Daryth y los otros caballos se detuvieron junto al borde del lago al cesar por fin la avalancha.

—¿Estás bien? —gritó el calishita mirando hacia arriba.

—Creo que sí —respondió Tristán. Vio que Robyn salía del lago y que los caballos supervivientes nadaban hacia la orilla, con Pawldo todavía agarrado con desesperación a su poni—. ¿Has visto a los perros?

—No —respondió Daryth, preocupado—. Espera..., ¡mira allá arriba!

Tristán se volvió y vio que los podencos bajaban saltando la cuesta, cerca del sitio por donde había pasado el alud. De alguna manera, habían conseguido librarse de la avalancha, y ahora bajaban hacia los compañeros.

Sólo habían perdido un caballo, el de Tristán, pero toda la ropa de recambio del príncipe estaba en las alforjas del infortunado corcel. Robyn sacó varias capas de lana de las suyas. Aunque estaban todavía empapadas, pudieron arrebujarse en ellas y calentarse poco a poco.

—Una cosa es segura —dijo el príncipe, mirando la pendiente por la que habían bajado a tanta velocidad—. Cuando salgamos del valle de Myrloch, tendremos que hacerlo por otro camino.

También los otros miraron la empinada vertiente y guardaron silencio, hasta que Robyn, con aire casi alegre, dijo:

—Al menos, no hasta que se funda la nieve. Y esto será dentro de un par de meses.

—¡Bonita idea! —gimió Pawldo—. Sabía que teníamos que...

—¡Allí está Sable! —gritó Robyn, interrumpiendo las lamentaciones del halfling—. ¡El no está lejos!

Tristán se dio cuenta de que su caída, aunque peligrosa, los había llevado en poco tiempo a través de un terreno que habrían demorado el resto del día en cruzar por medios más convencionales. El gran halcón volaba en círculos muy a lo lejos, todavía sobre los pantanos que habían visto desde la cumbre.

—Partamos —sugirió el príncipe, y todos arreglaron deprisa sus cosas para reanudar la marcha.

La capa de nieve se hacía menos espesa a medida que descendían entre un frondoso bosque de álamos temblones. Descendieron durante varias horas hasta llegar a un camino de tierra seca. Más adelante, los álamos se hicieron menos numerosos y desaparecieron las flores silvestres. La senda siguió descendiendo, para terminar en la orilla de un fangoso estanque. A su alrededor se extendía un terreno yermo de fétidas charcas, con tupidas hierbas y césped empapado. Cada tanto, un bosquecillo de árboles canijos alteraba el paisaje, pero incluso éstos parecían ralos y malsanos.

—Detengámonos y acampemos —sugirió Tristán.

—De acuerdo, de acuerdo —convino el halfling—. ¡No me meteréis en aquellos pantanos por la noche! Huelo a hechicería.

—Tenemos que seguir adelante —suplicó Robyn—. Por Keren. ¡No puede estar muy lejos!

—Ellos tienen razón —dijo Daryth, señalando con la cabeza a Pawldo y a Tristán—. Sería una locura entrar en aquella ciénaga en la oscuridad de la noche.

Robyn se volvió y, por un momento, temieron que fuese a adentrarse sola en los pantanos. Pero al cabo suspiró y miró hacia atrás.

—Tenéis razón. ¿Por qué no tratamos de encender una pequeña fogata y secar nuestra ropa? Pero partiremos al despuntar el día, ¿de acuerdo?

Los otros asintieron y se dispusieron a acampar. Tristán encendió una pequeña hoguera para secar la empapada ropa y calentar los ateridos huesos. Como siempre, se repartieron la noche para vigilar, y Tristán hizo una vez más el primer turno.

Con los nervios a flor de piel, el príncipe llamó a Canthus y juntos recorrieron poco a poco los alrededores del pequeño campamento. Tristán había tenido siempre la impresión de que, por alguna razón, un hechizo protegía su existencia y nada tenía que temer..., salvo a su padre. Pero ahora, más que nunca, tenía la aprensión, la certidumbre, de que algo, o alguien, acechaba más allá del círculo de luz.

¡Y no le gustaba!

Agarrando su espada, paseó inquieto arriba y abajo, escudriñando aquella oscuridad que lo envolvía todo. Incluso las estrellas parecían apagadas, como si una fina niebla fíltrase su luz en la exasperante noche.

Entonces vio que algo se movía.

Paralizado de momento, miró hacia allí y distinguió un destello luminoso. Canthus también lo vio y lanzó un profundo gruñido. Tristán, con la espada desenvainada, se dirigió hacia aquel lugar, sintiendo una extraña atracción. Con toda la cautela que le era posible, caminó sobre el suelo mojado. Creía acercarse a la luz, pero ésta se alejaba por la zona pantanosa, de modo que apretó el paso para seguirla. La luz se metió entre unos matorrales, flotando sobre ellos, y el príncipe se abrió ansiosamente paso entre la maleza. Canthus lo siguió aullando.

Tristán salió de entre los matorrales y se encontró en un claro del bosque, con Canthus saltando a su lado. De pronto, sintió que el fango le ceñía los tobillos; después, las rodillas, y, por último, la cintura. Jadeando de pánico, se volvió para huir, pero el barro continuó subiendo hasta su estómago y hacia el pecho.

Sorprendentemente, Canthus saltaba sobre la superficie del pantano, deteniéndose sólo para mirar al príncipe con curiosidad. Soltando su espada, Tristán trató de nadar, agitando con desesperación las manos, pero éstas se movían demasiado despacio para servirle de algo. La aprensión que había sentido se transformó de pronto en miedo, miedo de que el hechizo de su vida había terminado. Y sintió que se ahogaba, al entrar el légamo en su boca.

La mente del príncipe advirtió, como si fuese algo sin importancia, que el fango no tenía sabor ni olor. Al apretar las manos, sintió que se deslizaba entre sus dedos... y desaparecía. Entonces advirtió que podía moverse con libertad y que no se estaba hundiendo en unas arenas movedizas, sino que yacía sobre un suelo seco.

En ese momento, una voz cantarína resonó a pocos pasos de distancia, rompiendo en fuertes carcajadas. Aunque muerta de risa, aquella criatura consiguió articular unas palabras.

—¡Oh..., ha sido espléndido! Ja, ja, ja! ¡Oh..., perfectamente maravilloso!

El principe miró a su alrededor, pero no pudo ver al que hablaba.

—¡Oh, oh! ¡Si hubieses podido ver la expresión de tus ojos! ¡Te diré que nunca había visto nada tan divertido en mis setecientos ochenta años de vida!

Con un suave chasquido, apareció la criatura, todavía desternillándose de risa.

—¿Puedes volver a hacerlo? ¡Me encantaría verlo otra vez!

Tristán, aún impresionado, miró a los ojos de un pequeño dragón, a menos de tres palmos de su cara. La boca dentada de la criatura estaba abierta en una amplia sonrisa.

Grunnarch miró con irritación hacia el Castillo de Hierro. Fuera cual fuese la razón de que uno de sus capitanes tuviese que reunirse con Thelgaar Mano de Hierro, estaba ahora entorpeciendo la carga.

—Enviadme a Laric en cuanto regrese —ordenó el Rey Rojo.

Mientras tanto, los hombres de Thelgaar Mano de Hierro profanaban las esbeltas líneas de sus largos barcos, sujetando pesado espolones de hierro en la proa de cada uno de ellos.

Grunnarch había oído decir que Thelgaar inspeccionaría personalmente la colocación de cada espolón. Circulaban ya rumores de que el Rey de Hierro acariciaba el herrumbroso metal y murmuraba un canto misterioso al ser sujetado al casco. ¿Quién podía saber el objeto de aquellas largas y pesadas vigas, que era muy probable que rompieran el equilibrio de las naves? Tal vez, si los ffolk poseían una flota capaz de resistir la invasión, los espolones podrían servir para algo útil. Pero los ffolk preferían luchar en tierra, por lo que nadie podía comprender el objetivo de aquella arma naval.

Pero Thelgaar daba sus órdenes con tan furiosa intensidad que nadie se atrevía a desafiar su autoridad, y así montaron los hombres los espolones, y los gruñidos se convirtieron en murmullos en voz baja.

Y Laric no había vuelto todavía del Castillo de Hierro.

Al anochecer, Grunnarch se encaminó a una gran hoguera, pues allí había convocado Thelgaar a los reyes del norte para un último consejo de guerra. Se encontró con que Raag Hammerstaad y los otros reyes estaban ya allí. También Laric estaba junto a la gran fogata, pero no prestó atención a su señor, pues tenía la mirada fija en la persona del Rey de Hierro.

Thelgaar estaba plantado delante del fuego, cuyas llamas proyectaban reflejos rojos y anaranjados sobre su persona. Al incorporarse Grunnarch al círculo de reyes, Thelgaar le dirigió una intensa mirada. Grunnarch reprimió un estremecimiento, pensando que el fuego palidecía en comparación con la fiereza de los ojos del Rey de Hierro.

—Tú, rey de Norland —empezó a decir Thelgaar—, tienes una misión muy importante en esta empresa.

Grunnarch advirtió que Thelgaarl le hablaba como a un vasallo, no como a un igual. Sin embargo, lo escuchó en silencio, pues algo en los modales del Rey de Hierro prohibía toda resistencia.

—Aquí está Gwynneth —dijo Thelgaar, y Grunnarch vio que había trazado un tosco mapa en la arena, a sus pies—. Los hombres de Norland y de Norheim navegarán hasta aquí —ordenó, señalando un punto en la costa oriental de la isla—. Desembarcaréis aquí, y aquí, y aquí, asolando todas las comunidades de los ffolk a lo largo de la costa. Esto hará que una multitud de refugiados huyan hacia el oeste por la carretera.

Ahora trazó Thelgaar una raya a través del centro de la isla, desde la costa oriental hasta Caer Corwell.

—Enviaréis guerreros suficientes para su persecución. El resto de vuestras fuerzas darán un rodeo hacia el norte, cruzando las montañas, para llegar antes que los refugiados, y los atraparán aquí.

A Grunnarch se le secó de pronto la boca. El camino que había indicado Thelgaar atravesaba el valle de Myrloch, un lugar en verdad funesto para un ejército de hombres del norte. Pero Thelgaar se anticipó a su protesta.

—¡No habrá peligro! —dijo en tono triunfal—. De hecho, cuando entréis en el valle, se os unirá un ejército de firbolg. Tengo preparado a un espía que os indicará los caminos secretos de Myrloch. Con su ayuda, pasaréis con toda seguridad.

Grunnarch, que era supersticioso por naturaleza, se alarmó, pero reprimió el impulso de protestar. Thelgaar prosiguió:

—Todos los ffolk de Gwynneth oriental caerán en esta trampa. Mataréis a los hombres y a las mujeres viejas; a las demás, las tomaréis como esclavas.

Todos los reyes que estaban alrededor de la hoguera guardaron un pasmado silencio. Las guerras contra los ffolk habían sido sangrientas, salvajes, pero nunca habían tenido como objetivo aniquilar a toda una población. Sin embargo, la actitud autoritaria de Thelgaar no admitía discusiones, y nadie las entabíó.

Con una hosca media sonrisa, el Rey de Hierro miró a su alrededor antes de continuar. A Grunnarch le costaba creer que éste era el mismo rey que había aconsejado la paz menos de quince días antes.

—Entonces continuaréis la marcha y os reuniréis conmigo aquí, en Caer Corwell. Si hemos conseguido conquistar la fortaleza, nuestra tarea habrá terminado. Si no, vuestras fuerzas se unirán a las mías para la destrucción del último baluarte de los ffolk en Gwynneth.

El plan era audaz en extremo, de mucho mayor alcance que las expediciones acostumbradas. Sin embargo, parecía sólido, por lo que Grunnarch podía ver, por mucho que tratase de descubrir un fallo.

—¿Quién es el espía? —preguntó, pues era la parte más débil del plan.

—Es... un druida.

Exclamaciones de asombro brotaron del grupo.

—¿Cómo puedes esperar que confiemos en un hombre de aquel siniestro círculo? —dijo Grunnarch, expresando las dudas de todos—. ¡Los druidas son el corazón de la fuerza de los ffolk!

Thelgaar Mano de Hierro sonrió; pero fue una mueca fría y cruel, sin pizca de humor.

—Precisamente por esto es un espía excelente. Y os aseguro que es merecedor de vuestra confianza.

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