—¡Un plan excelente! —dijo el alcalde.
Avalón llevó entonces a Tristán a la puerta del norte. Allí encontró a las hermanas amazonas formadas ya en una larga columna, dispuestas a cargar en el momento en que se abriese la puerta. Tomando una lanza, el príncipe se colocó al lado de Brigit al frente de la columna.
—¿Estás dispuesto, mi príncipe? —preguntó Gavin, que se había acercado con su pesado martillo cargado sin esfuerzo sobre el hombro.
—Vamos allá —respondió Tristán.
Gavin levantó su martillo, y cien arqueros salieron de sus refugios y lanzaron una lluvia de flechas contra los hombres del norte reunidos ante la puerta. Había retirado a los arqueros de todos los otros sectores del perímetro para aumentar su concentración, y fue eficaz.
El ataque de los invasores contra la puerta del norte, ya decaído, se convirtió en pánico al caer muertos docenas de ellos bajo la lluvia de proyectiles. Los restantes no pudieron encontrar un sitio donde refugiarse y, al seguir cayendo sus compañeros, se volvieron y corrieron para ponerse a salvo detrás de sus propias líneas.
—Huyen a la desbandada! —gritó Gavin, después de saltar hacia la muralla—. ¡Adelante!
Manos ansiosas abrieron la gran puerta de roble y la columna de las amazonas salió al galope de la aldea. Tristán y Brigit refrenaron sus monturas cuando hubieron salido, para que las otras pudiesen alinearse a ambos lados. Y así cargaron las Hermanas de Synnoria.
La zona inmediata delante de la puerta había sido limpiada por los arqueros, y las hermanas cabalgaron entre los cuerpos de muchos hombres del norte muertos. Al llegar al límite del alcance de las flechas, pequeños grupos de invasores salieron a cortarles el paso. Las lanzas de las amazonas y los cascos de sus caballos convirtieron aquellos grupos en montones de cadáveres ensangrentados.
Los hombres del norte comprendieron que no podían resistir la carga de aquella caballería pesada y empezaron a huir del paso de las hermanas. Tristán miró rápidamente atrás y vio que Gavin conducía a su compañía desde la puerta para proteger el terreno conquistado en la carga. Su corazón se hinchó de entusiasmo al ver que los invasores huían, presas del pánico, ante ellos y que el camino hacia el castillo quedaba abierto.
No vio el desastre que los amenazaba desde la derecha hasta que fue demasiado tarde.
Laric había estado esperando durante muchos días esta oportunidad. El cielo negro y amenazador de hoy le había parecido un buen augurio. Con mucha paciencia, había esperado con los Jinetes Sanguinarios, durante toda la mañana, en el refugio de una pequeña arboleda al norte de la población. Sabía que, si los ffolk intentaban romper el cerco, como parecía probable después de la batalla en la villa, los Jinetes de plata iniciarían la carga.
Y los Jinetes Sanguinarios los estarían esperando.
Por fin se les presentó la ocasión. La furiosa carga de los caballos blancos puso en fuga a los invasores que no cayeron muertos a su paso. Ahora se acercaban, pero Laric esperó un poco más. Quería atacar por sorpresa y no revelar la presencia de su compañía saliendo prematuramente de entre los árboles.
Cuando el momento fué adecuado espoleó su gran caballo negro. Detrás de él salió el resto de su tropa, galopando en dirección al ala derecha de la línea de las hermanas. Las amazonas pasaban tan cerca de los árboles que los Jinetes Sanguinarios las atacaron antes de que pudiesen darse cuenta del peligro.
Laric vio que uno de sus Jinetes cortaba la cabeza a una hermana y sintió que esto infundía a su tropa una mayor sensación de poder. Uno de los caballos blancos cayó pesadamente, derribado por el empuje de los Jinetes atacantes. En un instante una docena de caballeros necrófagos saltaron sobre el caballo y la amazona inmovilizados, rajándolos con sus crueles espadas.
Los Jinetes siguieron ensañandose con el cuerpo hasta que poco más que sangre quedaba en el suelo debajo de ellos.
Cuando los caballos negros rodearon a las amazonas, Laric esbozó una horrible mueca al ver roto el impulso de la carga del enemigo. Los caballos blancos se agitaban confusos mientras las amazonas trataban de restablecer el orden en su fila. Laric pudo ver ahora que la legión de hombres del norte de Thelgaar atacaba la retaguardia de la columna, cortándole la retirada hacia la puerta del norte y el dudoso refugio de la villa.
Los Jinetes Sanguinarios se adelantaron a la vanguardia de la columna, obligando a las amazonas a volverse. Y rápidamente el camino del castillo estuvo cerrado por completo.
—¡Ya son nuestros! —gritó Laric.
¡El enemigo estaba atrapado!
En ese momento, una brisa caprichosa llevó un olor conocido a las corrompidas fosas nasales de Laric, y sus ojos se encendieron.
¡Ella vivía! Con súbito placer, sintió que la amazona a quien había estado a punto de matar se hallaba ahora dentro de la formación. Como sus compañeras, había caído en la trampa.
Por fin sería suya.
Robyn caminó lentamente desde la fresca penumbra gris de su dormitorio a lo largo de los pasillos de Caer Corwell. Se había despertado sintiendo una vaga inquietud. Al saltar de la cama, le flaquearon las piernas, pero pronto pudo andar.
Sintió que se fortalecía a cada paso y, entonces, se dio cuenta de que llevaba la vara de su madre y se apoyó en ella. De una manera confusa, se preguntó qué habría ocurrido en el mundo exterior mientras ella había estado leyendo el libro.
Algún gran objetivo la impulsaba, pero no podía imaginar su naturaleza. El libro... le había dado muchas claves, pero pocos conocimientos directos.
La diosa sonrió a Robyn y le tendió los brazos. Cediendo a aquel abrazo, Robyn siguió caminando a ciegas por el pasillo mientras la diosa le hablaba.
Sin advertirlo, abrió una puerta y empezó a subir la empinada escalera de caracol que conducía a la alta torre. Mientras tanto, la diosa la consolaba e instruía. Enjugó las lágrimas de Robyn, la estrechó con fuerza al llorar ésta por su madre y sostuvo su cuerpo cuando estuvo a punto de rodar por la escalera.
Pero, sobre todo, convenció a Robyn de que, dentro de su carne mortal, alentaba el poder de la tierra inmortal. La druida que había en ella necesitaba confianza y sabiduría para su tarea, pues Robyn poseía ya fuerza para llevar la carga.
Las nubes se cernían, negras y amenazadoras, sobre el campo de batalla. Fuertes vientos soplaban a ráfagas, haciendo saltar las olas sobre las orillas del estuario, y sacudían las nubes, como tratando de igualar la violencia desencadenada en tierra.
Avalón saltaba y coceaba en medio de la confusión, llevando a su jinete de un enemigo a otro. Muchos Jinetes Sanguinarios sintieron la punzada de la hoja del príncipe, pero seguían siendo numerosos y Tristán comprendió que no había manera de abrirse paso hacia el castillo.
Avalón giró y el príncipe vio que la retirada hacia la puerta del norte estaba cerrada por los atacantes norteños. Gavin, al frente de su compañía, trazaba un círculo mortal con su pesado martillo. El herrero había limpiado una amplia zona a su alrededor pero, más allá de ésta, los ffolk caían bajo los ataques de los salvajes invasores.
Tristán vio cómo una amazona era derribada de la silla por la presión de los hombres del norte de a pie. La hermana desapareció en medio de un torbellino de espadas, hachas, mazas y lanzas.
De pronto, una túnica carmesí pasó como un relámpago junto al príncipe, sobre una mancha negra. Uno de los Jinetes Sanguinarios se abría paso entre las amazonas sin prestarles atención, al parecer en búsqueda de una víctima determinada. De improviso, Tristán se dio cuenta de que el objetivo debía de ser la única amazona que no miraba al loco atacante: Aileen.
Avalón sintió la orden de Tristán y se lanzó hacia el Jinete. La macabra figura se volvió y levantó su espada. Con una fuerte impresión, Tristán reconoció al Jinete que había capturado momentáneamente a Aileen en la Loma del Hombre Libre.
Su enemigo pareció compartir el recuerdo, pues una tétrica sonrisa se pintó en su horrible semblante, y refrenó su montura para responder al ataque del príncipe. Jurándose matar a aquella criatura, Tristán descargó con furia la Espada de Cymrych Hugh contra aquella sonriente calavera, concentrando todo su horror y su rabia en aquel golpe.
Pero la hoja silbó inofensiva en el aire, pues el Jinete había hecho una sencilla finta para esquivar al príncipe. Mientras se esforzaba en recobrar el equilibrio, Tristán vio que el negro corcel de su enemigo chocaba con Osprey. El Jinete, empuñando su larga espada, extendió el brazo en dirección a la espalda de Aileen.
La punta de la espada partió la armadura de plata, haciendo que se desprendiese. Entonces, se clavó implacable en el suave cuerpo que aquélla había protegido. La estocada fue tan fuerte que la punta de la espada salió por el pecho y el peto de la infortunada amazona.
Y, al morir la hermana, la criatura que la había matado echó atrás la cabeza y aulló: un grito estridente que rebotó en las negras nubes y resonó en todo el campo ensangrentado. Una llama azul resplandeció alrededor del cuerpo del Jinete y a lo largo de su espada. Tristán vio que la piel de la espalda de Aileen se encogía y se desprendía, y que la carne hacía lo propio, hasta que sólo quedaron los huesos blancos.
El aullido del Jinete Sanguinario adquirió un tono espantoso, hasta que, al fin, la horrible criatura sacudió ligeramente su espada y arrojó al suelo aquel bulto sin vida.
Los nervios de Tristán se paralizaron, y entonces comprendió, con tremendo dolor, que su torpeza ante la finta del Jinete había significado la muerte de Aileen. Sin poder resistirlo, vomitó.
Una oleada de odio lo invadió, y olvidó su desesperación con el único deseo de matar al Jinete asesino. Avalón saltó hacia adelante y la espada de plata buscó a su víctima, pero un grupo de Jinetes Sanguinarios atacó para cerrarle el paso.
Tristán atravesó con su espada a uno de ellos y observó satisfecho cómo abría la criatura la boca en silencio antes de caer al suelo. Los otros lo obligaron a retroceder, pero su arma chocó contra una serie de espadas enemigas. Giró con furia y cortó la cabeza a otro Jinete, pero los atacantes lo empujaron de nuevo hacia atrás.
El que había matado a Aileen se alejó como una sombra fugaz y el príncipe dejó de verlo. Encontró otros adversarios y luchó mecánicamente contra ellos. Vio de refilón a Gavin que, tal vez con la mitad de su compañía, libraba una batalla desesperada contra la horda circundante de hombres del norte. La milicia de la villa combatía con valor, pero estaba atrapada contra la muralla. Las nubes hervían y se retorcían en lo alto y el trueno retumbaba sobre el campo de batalla como un canto fúnebre. Parecía imposible que un cielo tan negro y amenazador no descargase lluvia, pero el aire permanecía seco.
Tristán se reunió con Brigit, mientras la hermana y su orgulloso caballo derribaban, uno tras otro, a los invasores que atacaban a pie. Al cortar la larga y resplandeciente espada de Brigit la cabeza de un enemigo, otro hombre del norte descargó una monstruosa hacha de guerra.
El caballo se apartó para proteger a su ama, pero la terrible hacha rajó la ijada no protegida del animal. Este lanzó un relincho de muerte al desparramarse sus entrañas por el suelo, y después se derrumbó sobre un charco de sangre.
Brigit consiguió desabrochar su cinturón al caer el caballo. La hermana amazona saltó, pero cayó aturdida al suelo. Una docena de invasores, levantando las armas ensangrentadas, se lanzaron contra ella.
Y entonces hubo un enorme estallido de ruido y de fuego en el aire. Los hombres del norte que atacaban a la amazona quedaron envueltos en llamas y cayeron, muertos y carbonizados. Otros cien fueron derribados y quedaron sin sentido por la fuerza de la explosión.
De nuevo el estallido rasgó el aire, y esta vez Tristán comprendió su origen. Un relámpago blanco brotó de las espesas nubes y quemó horriblemente a otro grupo de hombres del norte delante de él. La fuerza de la naturaleza desencadenada restalló de nuevo, dejando un tercer círculo de cadáveres ennegrecidos en el suelo.
Siguiendo un impulso, Tristán miró hacia el castillo, erguido en lo alto. Recortándose contra el oscuro cielo, encima del parapeto de la alta torre, había una figura todavía más oscura. Un manto negro se agitaba hacia un lado por la fuerza del viento, y un largo mechón de cabellos negros ondeaba como un banderín. El príncipe sonrió al ver a Robyn, sosteniendo la Vara del Pozo Blanco sobre la cabeza en dirección al campo de batalla.
Las negras nubes escupieron otro rayo mortal y el pánico empezó a cundir en las filas de los hombres del norte, mientras los combatientes se volvían a observar aquellos estruendosos ataques. Pronto se dieron cuenta de la situación y emprendieron la huida desde el camino.
Y siguieron cayendo rayos sobre la costa, en el páramo y en el camino del castillo. Abrieron grandes grietas en el suelo, quemando el césped y matando a todos los hombres del norte lo bastante imbéciles para no escapar.
El camino de Caer Corwell quedó despejado el camino de Caer Corwell.
Mil lobos estaban sentados inmóviles, en un gran círculo, observando con atención el duelo por la jefatura de la Manada. Erian gruñó triunfalmente cuando sintió entre sus mandíbulas el cuello del podenco. Los clavos del collar de hierro se doblaron y rompieron bajo la fuerza de los dientes del lobo. Por último, el propio collar se rompió y cayó al suelo, dejando al descubierto la fina torque de plata.
Un destello de luz y de fuego brotó de la torque, socarrando el interior de la boca de Erian. Con un grito de espanto, éste saltó hacia atrás. La rabia nublaba su visión. Sentía su lengua como abrasada por aquella llama.
Canthus se lanzó contra su enemigo, insensible a las heridas de su cuello. El gran hombre lobo sacudía dolorido la cabeza, como si intentara desprenderse de un trozo de hueso atragantado. Esta vez los dientes del perro encontraron carne. El poder de la diosa se manifestó en aquellos dientes, y estos arrancaron una oreja y perforaron un ojo rojo y brillante.
El lobo retrocedió, aullando, pero Canthus se giró y, despiadadamente, mordió al monstruo en el hombro, derribándolo. Entonces abrió las mandíbulas y hundió los dientes en la carne blanda del cuello del hombre lobo.
Canthus sintió que sus dientes rasgaban piel y carne, y gustó la sangre salobre que se vertía en su boca. Oyó un jadeo cuando su mordedura mortal cortó la traquea de la bestia.