El pozo de la muerte (53 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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Oyó un fuerte ruido metálico y se volvió. Orthanc se había soltado de los pernos de sujeción, y comenzaba a derrumbarse.

—¡Al muelle! —gritó Hatch.

Corrieron por el sendero que llevaba a Isla Uno, sosteniendo entre los dos al pastor. Cuando ya se habían alejado unos metros, Hatch se volvió y vio cómo la torre de observación se hundía en el pozo. Después se oyó un estruendo como el de un tren de mercancías que descarrilara a gran velocidad, mezclado con el rugir del mar y el extraño chasquido de las vigas de madera del encofrado que se quebraban. Una nube de espuma y de agua, mezclada con vapores amarillos y lodo, surgió del pozo como de un volcán en erupción.

Bajaron a toda prisa por los laberínticos senderos hasta el campamento base, y desde allí fueron al muelle. Había sufrido las iras de la tormenta, pero estaba intacto. Las olas zarandeaban la lancha del
Cerberus
al final del espigón.

Subieron a bordo y Hatch buscó la llave, le dio la vuelta y el motor arrancó de inmediato. Encendió la bomba de carena y le tranquilizó oír su gorgoteo. Se hicieron a la mar.

—¡Abordaremos el
Griffin
l —dijo Hatch y apuntó la proa hacia la nave comando de Neidelman, que estaba anclada al otro lado de los arrecifes—. Esta vez navegaremos con la marea, y tenemos el viento en popa.

Bonterre asintió y se arrebujó en su jersey.

—Por una vez nos acompaña la suerte —observó la joven.

Se acostaron al
Griffin
y Hatch amarró la lancha mientras Bonterre ayudaba a Clay a subir a bordo. Hatch trepó tras ellos y corrió a la timonera. En ese instante un relámpago iluminó la isla, y el joven vio horrorizado que una sección del dique se derrumbaba. Un gran muro de agua penetró por la brecha y envolvió la costa norte de la isla en un manto blanco de espuma.

Bonterre levó las anclas mientras Hatch ponía en marcha los motores. Echó un vistazo a la parte de atrás de la timonera y vio el complicado panel de instrumentos y decidió que no iba a intentar utilizarlos; ya encontraría el camino mediante el cálculo de posición. Sus ojos se posaron sobre la gran mesa de arce, y recordó la última vez que se había sentado ante ella. Kerry Wopner, Rankin, Magnusen, Streeter, Neidelman… ahora todos estaban muertos.

Miró a Woody Clay. El pastor estaba sentado, pálido como un fantasma. Le devolvió la mirada con un silencioso gesto de asentimiento.

—Todo está en orden —dijo Bonterre mientras entraba en la timonera, y cerró la puerta tras ella.

Mientras Hatch sacaba el barco del fondeadero, se oyó una gran explosión detrás de ellos, y una gran ola barrió la cubierta de la nave. De súbito, el agitado mar se volvió de color púrpura. Hatch aceleró y se alejaron rápidamente de la isla.

—Mon dieu —murmuró Bonterre.

Hatch miró por encima del hombro, a tiempo para ver estallar el segundo tanque de combustible en un hongo de fuego que perforó la niebla, iluminando el cielo de la isla, y cubrió los edificios del campamento base con una nube de humo.

Bonterre, sin decir nada, le cogió la mano.

Se oyó otro estruendo, el tercero, que esta vez parecía surgir de las entrañas de la isla. Y los tripulantes del
Griffin
contemplaron atónitos cómo toda la superficie de la isla se estremecía y parecía disolverse arrojando al cielo columnas de vapor y de agua. La gasolina ardiente se reflejaba en el mar, y las olas que rompían contra las rocas y el arrecife parecían lenguas de fuego.

Pero todo terminó minutos más tarde, y tan rápido como había comenzado. Cuando se derrumbó el último tramo del dique que quedaba en pie, la isla se replegó sobre sí misma con un sordo rugido. El mar penetró por la herida abierta y se encontró en el fondo del Pozo de Agua consigo mismo, y se produjo un gran geiser cuya punta desaparecía en la niebla, y cuyas aguas se derramaron luego como una turbia cortina marrón. Y un instante después, allí sólo quedaba un racimo de ásperas rocas alrededor de las cuales el mar parecía hervir, entre columnas de vapor que subían hacia lo alto.

—«Vosotros que deseáis la llave del Pozo del Tesoro —murmuró Bonterre—, sólo encontraréis la llave para el otro mundo, y vuestra carcasa se pudrirá muy cerca de ese infierno al que se ha ido vuestra alma.»

—Sí —dijo Clay en voz muy baja.

—Ha sido un meteorito —añadió Bonterre.

—«El quinto ángel hizo sonar la trompeta —susurró Clay—, y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo.»

Hatch, sin atreverse a decir nada, miró al pastor moribundo y se sorprendió al ver que Clay le sonreía, los ojos muy brillantes. Hatch apartó la vista.

—Le perdono —dijo Clay—, y necesito que usted también me perdone.

Hatch sólo pudo asentir con la cabeza.

El pastor cerró los ojos.

—Me parece que ahora voy a descansar —murmuró.

Hatch se volvió y miró los restos de la isla Ragged. La niebla estaba cerrándose nuevamente, y cubría la escena de tanta destrucción con un manto de bruma.

Hatch se quedó mirándola un largo rato. Después apartó la mirada y puso rumbo al puerto de Stormhaven.

63

La agencia inmobiliaria North Coast tenía su sede en una pequeña oficina frente a la
Stormhaven Gazette.
Hatch se sentó ante una mesa junto a la ventana del frente, y mientras sorbía un café aguado miraba el tablón de anuncios, lleno de fotografías de propiedades en venta. Una de ellas, calificada como «Finca señorial a rehabilitar», no podía ser otra que la vieja casa de los Haigler: desvencijada y ligeramente escorada hacia un lado, pero muy típica de la zona. «Se vende a 129.500, una verdadera ganga —leyó en la ficha—. Construida en 1972. Cuatro acres de terreno, calefacción, tres dormitorios, baño y aseo.»

Debería decir muy ventilada, pensó con ironía mirando las grietas en las maderas del frente y los hundidos escalones de la entrada. Al lado había una foto de una antigua casa de madera en Sandpiper Lañe, flanqueada por dos arces gigantescos. «Una propiedad de gran valor histórico», señalaba la tarjeta. Hatch sonrió cuando recordó una lejana fiesta de Todos los Santos, hacía más de treinta años, en la que él y Johnny habían adornado los dos arces con papel higiénico.

Sus ojos fueron a la siguiente columna de fotografías. «La casa ideal de Maine —elogiaba entusiasta la siguiente tarjeta—. Auténtico estilo imperio. Solario, ventanas panorámicas, vista al mar, terraza y amarre propio. 329.000 dólares.» Debajo había una fotografía de su propia casa.

—¡Vaya! —Doris Bowditch entró con su ímpetu habitual—. Esa tarjeta ya no debería estar allí —dijo y la arrancó del tablón de anuncios—. Yo no quise intervenir, claro está, pero estaba convencida de que usted cometía un error poniéndole un precio tan alto. ¡Y esa pareja de Manchester lo aceptó sin siquiera pestañear!

—Sí, ya me lo había dicho —respondió Hatch, y le sorprendió la tristeza que advirtió en su propia voz.

Ahora ya no tenía ningún motivo para quedarse en Stormhaven, absolutamente ninguno. Con todo, y a pesar de que aún no se había marchado, ya echaba de menos las descoloridas casas de madera, el ruido de las cuerdas contra los mástiles, el decidido aislamiento de la ciudad. Pero era aquélla una nostalgia agridulce, la que suele acompañar a los recuerdos amados. Hatch miró por la ventana, a lo lejos, hacia las rocas donde antes había estado la isla Ragged. Ya no tenía nada que hacer en Stormhaven. Todo había terminado allí, para él, y para tres generaciones de su familia.

—Cerraremos la operación en Manchester —se oyó la voz enérgica de Doris—. Su banco ha puesto esa condición. ¿Nos vemos allí la semana que viene?

Hatch negó con la cabeza, y se puso de pie.

—No, mi abogado irá en mi lugar. ¿Se ocupará de que envíen todas mis cosas a esta dirección?

Doris cogió la tarjeta que él le tendía y la leyó por encima de sus gafas incrustadas con diamantes falsos.

—Claro que sí, doctor Hatch.

Él se despidió y salió de la agencia. Bajó lentamente los escalones de la entrada. Aquello había sido lo último que le quedaba por hacer en la ciudad. Ya había compartido una botella de gaseosa con Bud, el dueño de la tienda de comestibles, y le había dicho adiós, y había llamado a su ama de llaves en Cambridge para comunicarle su regreso. Se quedó un instante de pie en la acera, y luego abrió la puerta del coche.

—¡Malin! —le llamó una voz pastosa y familiar.

Hatch se dio la vuelta y vio a St. John que trotaba a su encuentro, con un montón de carpetas bajo el brazo.

—¡Christopher ! —exclamó con sincera alegría—. Esta mañana he llamado al hotel para despedirme, pero me han dicho que usted ya se había marchado.

—He aprovechado mis últimas horas en la ciudad para ir a la biblioteca —contestó St. John, pestañeando encandilado por la luz del sol—. Thalassa ha enviado un barco para llevar a Portland a los pocos que aún estamos aquí. Llegará dentro de media hora. —Una brisa juguetona amenazó con desparramar sus preciosos papeles por la plaza, y el historiador se abrazó con fuerza a las carpetas.

—¿A la biblioteca de Stormhaven? —dijo Hatch sonriendo—. Le compadezco.

—En verdad, me ha sido muy útil. He encontrado todo lo que necesitaba sobre la historia local.

—¿Y para qué necesitaba esos datos?

St. John le dio una palmadita a sus carpetas.

—Hombre, para mi monografía sobre sir William Macallan, claro está. Hemos abierto un nuevo capítulo en la historia del período de los Estuardo. Su trabajo para los servicios secretos de su época merece al menos dos artículos para la
Revista de la Asociación Internacional de Criptografía…

La sirena de un barco hizo temblar los cristales de los edificios de la plaza, y Hatch vio un elegante yate que entraba por el canal y se acercaba al muelle.

—Han llegado muy pronto —comentó St. John y le dio la mano a Hatch—. Muchas gracias por todo, Malin.

—No tiene nada que agradecerme —replicó Hatch—. Suerte, Christopher.

Hatch miró cómo el historiador bajaba la colina rumbo al puerto. Después subió al Jaguar, cerró la puerta y lo puso en marcha.

Salió de la plaza y siguió hacia el sur, en dirección a la autopista Al y Massachusetts. Iba despacio, disfrutando del aire del mar, y del juego del sol y la sombra sobre su rostro cuando pasaba debajo de los antiguos robles que sombreaban las calles tranquilas.

Ya estaba cerca de la oficina de correos de Stormhaven, y giró. Y allí, sentada sobre el último poste de una valla blanca, estaba Isobel Bonterre. Llevaba chaqueta y minifalda de piel color marfil, y en el suelo tenía un gran bolso de lona. La joven lo miró, levantó el pulgar en la clásica señal de los autoestopistas y cruzó provocativamente las piernas.

—¿Cómo va, marinero? —dijo.

—Yo estoy muy bien, pero si fuera tú, me andaría con más cuidado —dijo Hatch, e hizo un gesto señalando los morenos muslos de la joven—. Aquí todavía envían a la hoguera a las mujeres de vida pecaminosa, no sé si lo sabías.

La joven se echó a reír.

—¡Que lo intenten! Aquí todos los hombres son gordos, muy gordos, y nunca podrían atraparme. Ni siquiera con estos tacones. —Isobel bajó del poste y se acercó al coche—. ¿Por qué has tardado tanto?

—La culpa la tiene Doris, la agente inmobiliaria. Quería disfrutar hasta el último segundo de la venta.

—Bueno, no importa —dijo ella con un mohín—. He estado muy ocupada decidiendo qué voy a hacer con mi parte del tesoro.

Hatch sonrió. Los dos sabían que no se había podido recuperar nada de la isla, y que el tesoro estaba perdido para siempre.

La joven suspiró exageradamente.

—Bueno, ¿me llevarás de una buena vez lejos de esta
ville
horrible? Estoy ansiosa por volver a la civilización, el ruido, la contaminación, los mendigos, periódicos todos los días y Harvard Square.

—Sube, pues —dijo Hatch, y le abrió la puerta.

Pero ella continuó apoyada en la ventanilla, mirándolo con malicia.

—¿Me dejarás que te invite a cenar? —le preguntó.

—Claro.

—Y por fin veremos cómo dan las buenas noches los médicos yanquis a las chicas.

—Yo creía que ya nos habíamos puesto de acuerdo sobre esa cuestión.

—Sí, pero esta noche será diferente. Ya no estaremos en Stormhaven. Y pagaré yo.

Y con una radiante sonrisa, metió la mano en la manga de la blusa y sacó un enorme doblón de oro.

Hatch miró con asombro la moneda que le llenaba la palma de la mano.

—¿Dónde demonios la has conseguido?

La sonrisa de Bonterre se hizo aún más amplia.

—Estaba en tu despacho,
naturellement
. La encontré cuando buscaba el radiómetro. La primera moneda de oro —y la última—, del tesoro de la isla Ragged.

—Dámela.


Désolée
, amigo mío —dijo, y apartó la mano—. Los tesoros son de quien los encuentra. Además, acuérdate de que fui yo quien la sacó del mar. Pero no te preocupes. Nos servirá para pagar un montón de cenas espléndidas. —La muchacha arrojó su bolso al asiento de atrás, y volvió a inclinarse para hablar con Hatch—. Volviendo a lo de esta noche, te dejaré elegir. ¿Cara o culo? —dijo, y lanzó la moneda al aire. El doblón de oro brilló a la luz del sol.

—Querrás decir cara o cruz —corrigió Hatch.

—No —le respondió Bonterre, y le dio una palmada a la moneda sobre el dorso de su mano—. ¿Cara o culo? Eso es lo que he dicho. —Levantó apenas los dedos y fingió espiar la moneda con una mirada libidinosa.

—Sube antes de que nos manden a los dos a la hoguera —rió Hatch, y la arrastró dentro del coche.

El poderoso motor del Jaguar los condujo en un instante a las afueras de la ciudad. Y dos minutos más tarde ya estaban en los riscos detrás de Burnt Head. Cuando el coche llegó a la cima de la colina, Hatch vio por última vez a Stormhaven en el espejo retrovisor del coche, como una postal de la memoria: el puerto, los barcos que se balanceaban en las olas, las casitas blancas en las laderas de la colina.

Y después el sol se reflejó en el espejo y Stormhaven desapareció para siempre.

Agradecimientos

Estamos en deuda con David Preston, uno de los mejores médicos de Maine, por su valiosa ayuda para todo lo relacionado con su especialidad en
El pozo de la muerte
. También queremos dar las gracias a nuestros agentes, Eric Simonoff y Lynn Nesbit de Janklow & Nesbitt; Mathew Snyder de Creative Artists Agency; nuestra espléndida editora, Betsy Mitchell, y Maureen Egen, de Warner Books.

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