El pozo de la muerte (49 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—Ahora sólo tienes una mano para cogerte de la escalera. Y si quieres conservarla, cierra tu maldita boca peluda —dijo Streeter, y señaló otra vez la puerta.

Rankin se puso de pie con un gemido, miró la pistola de Streeter, y se dirigió lentamente hacia la salida.

—Ahora, tú —dijo Streeter mirando a Bonterre.

La joven, tras asegurarse disimuladamente de que el radiómetro estaba bien escondido debajo de su jersey, fue detrás de Rankin.

—Despacio y sin hacer movimientos raros —dijo Streeter, apuntándoles con la pistola—. Hay muchos metros hasta el fondo.

56

Hatch se apoyó contra la pared de piedra, ya sin miedo ni esperanza, la garganta dolorida de tanto gritar. Ahora, después de tanto tiempo, recordaba todo lo que había sucedido en este mismo túnel, pero estaba demasiado agotado como para examinar las piezas que no encajaban. El aire era como una manta sofocante y maloliente, y sacudió la cabeza intentando acallar la voz débil pero insistente de su hermano: «¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»

Hatch, gimiendo, se dejó caer de rodillas, rozando con la mejilla la piedra áspera. Continuaba oyendo la voz.

Hatch apartó la cara del muro, y escuchó con atención.

La oyó otra vez.

—¡Hola! —llamó.

—¿Dónde está? —la voz le llegaba muy apagada.

Hatch se volvió y palpó las paredes, tratando de orientarse. El sonido parecía venir de detrás de la roca que apretaba los huesos de su hermano contra el suelo de piedra.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la voz.

—¡No! —gritó Hatch—. ¡No! ¡Estoy atrapado!

La voz pareció alejarse hasta que fue imposible oírla. Hatch pensó que quizá era él mismo, que perdía por momentos la conciencia.

—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntaron.

Hatch meditó un instante la respuesta.

—¿Dónde está usted? —preguntó finalmente.

Se sentía más despejado, por efecto de la adrenalina, pero sabía que aquello no duraría mucho tiempo.

—En un túnel —respondió la voz.

—¿Qué túnel es?

—No lo sé. Tiene una entrada en la costa. Mi bote naufragó pero yo me he salvado. Ha sido un milagro.

Hatch descansó un instante, tratando de aspirar el escaso oxígeno que quedaba en la cámara. El túnel del que hablaba la voz sólo podía ser el de Johnny.

—¿Dónde está atrapado? —preguntó la voz.

—¡Espere! —gritó Hatch, respirando profundamente. Se esforzó en recordar los acontecimientos del pasado. ¿Qué había visto entonces?

… Había una puerta, una puerta con un sello, pensó. Johnny había roto el sello y había entrado. Una ráfaga de viento procedente del túnel había apagado la luz… Johnny había gritado de sorpresa y de dolor… Hatch había oído un ruido como de algo muy pesado que se arrastraba… había encendido otra cerilla, y delante de él no había más que el implacable muro de piedra, ensangrentado en la base, y en el ángulo donde se unía a la pared de la izquierda. Parecía como si la sangre manara de las grietas, y había sido como una ola roja que le mojaba los pies.

Hatch se limpió el sudor de la cara con una mano temblorosa, abrumado por la fuerza de los recuerdos.

Cuando Johnny abrió la puerta, una ráfaga de viento había soplado en el túnel. Sin embargo, cuando Hatch había encendido otra cerilla, delante de él sólo había un muro de piedra, y johnny había desaparecido. De manera que detrás de la piedra tenía que haber habido otro tramo de túnel. La trampa seguramente se había activado cuando Johnny entró a la cámara, o abrió la puerta, o rompió el sello. Una gran losa de piedra se desplazó a través del túnel, arrastró a Johnny y lo aplastó, sellando el resto del túnel herméticamente. No había otra explicación. El pozo en el que Hatch estaba atrapado ahora, y el recinto abovedado en lo alto, debían ser parte del mecanismo de sostén de la trampa. Y Macallan —o quizá Red Ned Ockham— no había deseado que nadie estropeara su trampa, y por eso había puesto otra en cámara abovedada. Y Wopner la había descubierto, y lo había pagado con la vida.

—¿Todavía está allí?

—Espere, por favor —respondió Hatch, y continuó pensando; quería llegar hasta el final de aquello.

El túnel que habían descubierto con Johnny debía de haber sido la entrada secreta de Red Ockham, la que el arquitecto había construido para su captor, la puerta trasera de acceso al tesoro. Pero Macallan necesitaba un mecanismo de seguridad que detuviera a los buscadores de tesoros, si éstos descubrían el túnel de la playa. La trampa que había matado a Johnny era la respuesta a esa necesidad. Una gran pieza de piedra labrada, que giraba desde un lado hacia el otro, aplastando a cualquier intruso que no supiera desmontar la trampa. La piedra había sido labrada de tal manera que, una vez en su lugar, parecía la pared final de un túnel, y hacía que a nadie se le ocurriera investigar qué había más allá…

Hatch se esforzó por no perder la concentración. Esto quería decir que cuando Ockham regresara para buscar su tesoro, una vez vaciado el Pozo de Agua, tendría que volver a montar la trampa para hacer que la piedra volviera a su lugar, y poder entrar por el túnel para recoger su botín. Claro está que Macallan tenía sus propios planes para con el pirata, y éstos se realizarían cuando el corsario llegara al Pozo de Agua propiamente dicho, pero el pirata tenía que estar convencido de que por aquella puerta trasera podría acceder al tesoro.

Así pues, la trampa tenía que funcionar por un mecanismo simple, un fulcro, con la roca equilibrada de tal forma que la menor presión causara su desplazamiento… la presión del peso de un niño…

Pero si era así, ¿por qué cuando buscaron tan frenéticamente a Johnny nadie había descubierto la trampa, y la manera de volver a montar el mecanismo?

—¡Eh! —llamó Hatch—. ¿Sigue usted ahí fuera?

—Sí, estoy aquí. ¿Cómo puedo ayudarlo?

—¿Tiene luz? —preguntó Hatch.

—Sí, tengo una linterna.

—Mire bien el lugar y dígame lo que ve.

—Estoy al final de un túnel —le contestaron al cabo de unos segundos—. Hay sólidas paredes de piedra por tres de los lados.

Hatch abrió la boca, tosió, y luego su respiración se hizo más superficial y rápida.

—Dígame cómo son las piedras.

—Losas muy grandes.

—¿En los tres lados?

—Sí.

—¿Ve alguna depresión o alguna muesca? Cualquier cosa que llame la atención.

—No, no hay nada.

—¿Y en el techo? —preguntó Hatch.

—Hay un gran dintel de piedra y algunas vigas antiguas de roble.

—Examine las vías. ¿Son macizas?

—Sí, así parece.

Hubo un silencio; Hatch respiraba trabajosamente.

—¿Cómo es el suelo?

—Está cubierto de barro; no lo veo bien.

—Límpielo un poco.

Hatch esperó, luchando para no perder la conciencia.

—Está pavimentado con piedras.

Hatch se sintió algo más esperanzado.

—¿Son piedras pequeñas?

—Sí.

La esperanza creció.

—Mírelo bien. ¿Hay alguna pieza diferente de las demás?

—No.

La esperanza se desvaneció. Hatch se sostuvo la cabeza con las manos, jadeando.

—Un momento. Sí, aquí veo algo. Hay una piedra en el centro que no es cuadrada. Tiene una forma ahusada, casi como la de una cerradura.

Hatch alzó la cabeza.

—¿Puede usted levantarla?

—Lo intentaré. —Y tras un breve silencio—: No; está metida a presión, y el suelo alrededor es duro como el cemento.

—¿Tiene un cuchillo?

—No, pero espere un momento, voy a probar otra vez.

A Hatch le pareció oírlo raspar la piedra.

—¡Ya está! —exclamó la voz, y su excitación se transmitió a través de la losa de piedra—. Ya estoy levantándola. —Hubo una pausa—. En la cavidad de abajo hay una especie de mecanismo, una vara de madera, parece una palanca, o algo por el estilo.

Debe de ser la agarradera del fulcro, pensó Hatch, adormilado por la falta de oxígeno.

—¿La puede levantar? ¿Puede hacer que funcione?

—No —dijo la voz instantes después—. El mecanismo está bloqueado.

—¡Vuelva a intentarlo! —dijo Hatch con su último aliento.

En el silencio que siguió, el zumbido de sus oídos se hizo más y más fuerte. Se apoyó en la fría piedra e intentó mantenerse erguido, hasta que finalmente perdió el conocimiento.

Primero vio una luz, después oyó que le hablaban, y poco a poco Hatch recuperó la conciencia. Se sentía como si hubiera vuelto desde muy lejos. Trató de dirigirse hacia la luz, pero resbaló y cayó, y un hueso del esqueleto de Johnny rodó por el suelo. Hatch respiró profundamente; el aire ya no era irrespirable y tóxico, sino que olía a mar. Al parecer, cuando la losa de piedra que aplastó a su hermano había vuelto a su lugar, Hatch había caído dentro de un túnel más grande.

Trató de hablar, pero le salió un graznido. Miró otra vez hacia la luz. Su visión era borrosa y no podía distinguir bien la cara del hombre que llevaba la linterna. Consiguió arrodillarse, y se encontró frente al reverendo Clay, que lo miraba fijamente, la nariz sucia de sangre seca.

—¡Es usted! —exclamó Clay, decepcionado.

Una gran cruz de metal le colgaba del cuello. Uno de los extremos estaba cubierto de barro, como si la hubiera usado para rascar el suelo.

Hatch continuó respirando aquel aire tan exquisito. Poco a poco recuperaba las fuerzas, pero aún no podía hablar.

Clay volvió a poner la cruz debajo de la camisa y se acercó. Ahora estaba de pie en el mismo portal donde había estado Hatch veinticinco años antes.

—Yo me había refugiado en la entrada del túnel, y le he oído gritar —le dijo el pastor—. A la tercera vez he logrado mover la palanca, y la pared del fondo del túnel se ha desplazado, y se ha abierto esta cavidad. ¿Qué lugar es éste? ¿Y qué está haciendo usted aquí?

—Él iluminó con la linterna las paredes de la cámara—. ¿Y de quién son esos huesos que han caído con usted?

Hatch le tendió la mano como respuesta. Clay dudó un instante, pero luego la cogió, y lo ayudó a levantarse.

—Gracias —susurró Hatch—. Me ha salvado la vida. Ése era el túnel donde murió mi hermano. Y ésos son sus huesos.

—¡Oh! —El pastor apartó rápidamente la luz de la linterna—. Lo siento mucho.

—¿No se ha encontrado con nadie en la isla? —le preguntó Hatch—. ¿No ha visto a una muchacha de pelo negro, con un impermeable?

El pastor hizo un gesto negativo.

Hatch cerró un instante los ojos y respiró muy hondo. Después señaló el túnel que la piedra había dejado al descubierto.

—Este túnel conduce a la base del Pozo de Agua. El capitán Neidelman está en la cámara del tesoro. Hay que detenerlo. No podemos dejar que lo haga.

—¿Qué es lo que va a hacer? —preguntó Clay frunciendo el entrecejo.

—Va a abrir el cofre donde está guardada la espada de San Miguel.

Clay lo miró con recelo.

—He descubierto que esa espada es mortal —le explicó Hatch tras un ataque de tos—. Es radiactiva.

Clay cruzó los brazos.

—Si sale de su estuche, matará a todos los que estamos en la isla, y posiblemente a la mitad de la población de Stormhaven.

Clay siguió mirándolo sin decir nada.

—Usted tenía razón —continuó Hatch—. No deberíamos haber excavado en busca de ese tesoro. Pero ahora ya es demasiado tarde para reproches, y necesito su ayuda. Yo solo no puedo parar a Neidelman.

Al pastor le cambió la cara. A Hatch le resultaba difícil descifrar aquella nueva expresión. Era como si el rostro de Clay estuviera iluminado por una luz interior.

—Creo que comienzo a entenderlo —dijo el pastor, casi como si hablara consigo mismo.

—Neidelman está trastornado —continuó Hatch—. Ha enviado a uno de sus hombres para que me mate.

—Claro, ha perdido el juicio —afirmó Clay con inesperado fervor—. Claro que sí.

—Esperemos que no sea demasiado tarde.

Hatch se movió con cuidado para no pisar los huesos.

—Descansa en paz, Johnny —dijo en voz muy baja.

Y después comenzaron a descender por el estrecho túnel. Hatch iba delante, seguido muy de cerca por Woody Clay.

57

Gerald Neidelman permaneció arrodillado ante el cofre de la espada un rato muy largo. Había cortado cuidadosamente las bandas de hierro que lo rodeaban, y éstas se habían deslizado una a una por la correspondiente ranura en el suelo metálico y habían desaparecido de la vista tan pronto como la blanca luz del soplete terminaba de dividirlas. Sólo una banda había permanecido visible, separada ya de la cerradura, pero adherida a uno de los lados del cofre por una espesa capa de herrumbre.

La cerradura ya estaba abierta y rotos los sellos. Podía coger la espada cuando quisiera.

Pero Neidelman permaneció inmóvil, las manos sobre la tapa del cofre. Sus sentidos parecían más despiertos que nunca. Se sentía lleno de vida, colmados sus deseos más secretos. Era como si toda su vida pasada no fuera más que un descolorido paisaje; como si todo lo que había vivido no hubiera sido más que un paso necesario para llegar a este instante.

Neidelman respiró hondo dos o tres veces. Se estremeció levemente y luego, con lentitud reverencial, levantó la tapa del cofre.

El interior de la caja estaba en sombras, pero al capitán le pareció ver el débil resplandor de las piedras preciosas. El cofre, tanto tiempo cerrado, exhaló un intenso aroma a mirra.

La espada estaba sobre un lecho de terciopelo perfumado. Neidelman extendió la mano y la cogió por la empuñadura. La hoja no se veía, oculta dentro de una magnífica vaina cuajada de piedras preciosas. Retiró con cuidado la espada del cofre. El terciopelo sobre el cual reposaba se deshizo en una nuble de polvo púrpura. La levantó en el aire —le asombró que fuera tan pesada—, y la acercó a la luz.

La vaina y la empuñadura eran bizantinas, del siglo VIII o IX, y de oro puro. El repujado y la filigrana eran de una sorprendente delicadeza. Neidelman jamás había visto una artesanía tan fina.

Movió la vaina para que reflejara la luz, y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. La parte exterior de la vaina estaba cuajada de zafiros de un color y una pureza que cortaban el aliento. Neidelman se preguntó qué fuerza terrestre podía producir gemas de un color tan intenso.

Examinó después la empuñadura. En el arriaz habían engastado cuatro rubíes asombrosos, iguales al famoso De Long Star, considerado la gema más perfecta que se conoce. Pero en el extremo del pomo brillaba un enorme rubí que superaba al De Long en tamaño, color y simetría. Neidelman se dijo que aquella piedra preciosa no tenía igual en el mundo entero.

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