El pozo de la muerte (46 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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Hatch pasó por debajo de las cintas y permaneció de pie junto a la entrada del Pozo Boston. Estaba muy oscuro, y la lluvia le entraba en los ojos. ¿Una pendiente suave? En la oscuridad, aquello más bien parecía un descenso en vertical. Hatch, mirando el interior del túnel, vaciló. Se oyó un ruido de pasos sobre uno de los puentecillos metálicos. Hatch se cogió al delgado tronco de un cerezo silvestre y se deslizó dentro del pozo, intentando encontrar en las resbaladizas paredes en que apoyar los pies. Pero no lo había; las raíces del arbusto cedieron y Hatch sintió que caía al vacío.

Fue una caída aterradora, pero corta, y dio enseguida contra el fondo lleno de lodo. Se puso de pie, conmovido pero ileso. No veía más que un pequeño trozo de cielo sobre su cabeza, un fragmento borroso de un color oscuro, pero menos negro que el túnel. Pero Hatch percibió, o creyó percibir, una silueta que se movía en el borde…

Se oyó un estallido ensordecedor, seguido por un fogonazo muy brillante. Luego hubo otro estallido, y una bala golpeó contra la pared del pozo, a pocos centímetros de la cabeza de Hatch. Empezó a correr por el túnel. Sabía lo que estaba haciendo Streeter: usaba el destello del primer disparo para apuntar mejor en el segundo.

La pendiente del túnel era pronunciada, y Hatch sintió que resbalaba. Comenzó a perder pie mientras corría, e hizo un esfuerzo para no descender sin control en aquella oscuridad tan total. Después de unos segundos aterradores, la pendiente disminuyó lo bastante como para que pudiera afirmarse mejor en el suelo, y se detuvo.

Permaneció un instante en medio del húmedo frío del túnel, escuchando, e intentando controlar su agitada respiración. Seguir corriendo a ciegas era suicida. El túnel podía estar lleno de pozos, o de galerías secundarias…

Oyó un ruido sordo a sus espaldas, y luego unos pasos. Hatch tanteó la pared; su mano tocó el resbaladizo encofrado y comenzó a descender otra vez tan rápido como pudo. Hizo un esfuerzo para mantener la calma y la razón. Streeter iba a seguir disparando. Seguramente serían otros dos tiros, como antes. Pero su estrategia podía serle útil a Hatch, pues a la luz del primer disparo podría ver qué había más adelante.

Claro que el segundo disparo sería mortal.

El primer disparo llegó casi como una respuesta a sus pensamientos, y el eco, dentro de los estrechos confines del túnel, fue ensordecedor. Hatch se arrojó al suelo y la segunda bala se hundió en el encofrado, muy cerca de él. A la luz del fogonazo vio que el túnel continuaba descendiendo sin obstáculos.

Se puso de pie y corrió a ciegas, los brazos delante, resbalando y dando traspiés. Tras seguir un buen rato, se detuvo y tanteó nuevamente hasta encontrar la pared. Aguzó el oído. Streeter aún iba tras él, sólo que ahora se movía con más cautela. Si consiguiera despistarlo, quizá podría llegar al punto en que el Pozo Boston desembocaba en el Pozo de Agua. Neidelman debía de estar allí. El capitán seguramente no sabía nada de Streeter. El capataz había enloquecido; era la única explicación posible. Si pudiera llegar al Pozo de Agua…

Dispararon otra vez, y desde mucho más cerca de lo que Hatch esperaba. Se hizo a un lado, y el segundo disparo estuvo a punto de dar en el blanco. Vio que un poco más adelante el túnel se bifurcaba. A la izquierda se abría un estrecho pasadizo que parecía terminar en un hoyo negro. Hubo un tercer disparo, luego un cuarto, y algo le desgarró la oreja.

Le había dado. Se tocó la cara; estaba mojada por la sangre de la herida de la oreja. Echó a correr por el pasadizo, y se detuvo lo más cerca del hoyo que pudo. Después se aplastó contra la pared y esperó, los músculos en tensión. Cuando viera el próximo fogonazo, se arrojaría sobre Streeter y lo tiraría al hoyo. Hasta era posible que Streeter, sin darse cuenta de que Hatch estaba agazapado contra la pared, siguiera corriendo y cayera él solo dentro de la fosa.

En medio de la profunda e impenetrable oscuridad, Hatch oyó unos golpecitos muy suaves, apenas más fuertes que los latidos de su corazón. Era Streeter, que tanteaba la pared. Hatch esperó. Ahora lo oía respirar. Streeter se mostraba muy cuidadoso con los proyectiles. Debían de quedarle muy pocos. Quizá podría forzarlo a…

De subido, hubo un fogonazo y se oyó el retumbar del disparo. Hatch se arrojó sobre Streeter; tenía que impedir que disparara por segunda vez. Y en ese instante, sintió un terrible golpe en la cabeza. Una luz inmensa lo encegueció, borrando todos sus pensamientos, borrando absolutamente todo.

50

Bonterre, ocultándose tras las rocas, fue desde el campamento base hasta el estrecho sendero que ascendía hasta el centro de la isla. La joven comenzó a subir con sigilo, deteniéndose a cada rato para escuchar si alguien la seguía. Lejos del campamento base estaba muy oscuro. Tanto, que a veces tenía que tantear en busca de las cintas amarillas, rotas por la tempestad y agitadas por el viento. El sendero subía primero y luego descendía, siguiendo los contornos de la isla. Isóbel estaba calada hasta los huesos.

El sendero volvió a subir, y la joven se detuvo un instante en lo alto. A unos cuantos cientos de metros más adelante se erguía la estructura esquelética de Orthanc. Un trío de luces brillaba en lo alto, y las ventanas parecían cuadrados de luz dibujados sobre la negrura de la noche. El vehículo todoterreno estaba aparcado a un lado, con dos grandes bidones metálicos vacíos en la parte trasera. Debajo de la torre se veía la oscura boca del Pozo de Agua. Pero una luz fantasmal ascendía desde las profundidades. Desde donde estaba, y a pesar del ruido de la tormenta, Bonterre podía oír el traqueteo de las máquinas y el zumbido de los acondicionadores de aire.

Por las ventanas de Orthanc se veía una sombra oscura que se movía en el interior.

La joven avanzó con cautela, medio agachada, y utilizando la maleza como cobertura. Cuando estaba a unos treinta metros de la torre, se detuvo otra vez, oculta detrás de un matorral de rosas silvestres. Desde aquí podía ver mucho mejor el interior de Orthanc. Había alguien, pero estaba de espaldas, y Bonterre esperó. Cuando se acercó a la luz, vio que era Rankin, el geólogo. Al parecer, estaba solo.

Pensó que quizá Rankin supiera cómo usar el radiómetro. Claro que antes tendría que contárselo todo.

Streeter había intentado matarlos. ¿Por qué? Es verdad que el capataz había odiado a Hatch desde el primer día, pero eso no era motivo suficiente. Además, Streeter no parecía un tipo capaz de actuar movido por un impulso.

Claro que Hatch trataba de detener las excavaciones.

¿Tendría aliados Streeter?

Bonterre no podía imaginarse que Rankin, un hombre sincero y amistoso, fuera cómplice de un asesinato. En cuanto a Neidelman… no quería ni pensarlo.

Hubo varios relámpagos seguidos por un trueno ensordecedor. Se oyó un fuerte crujido que venía del campamento base, y el último generador dejó de funcionar. Las luces de Orthanc se apagaron, pero un segundo después las baterías de emergencia comenzaron a funcionar y la torre de control volvió a iluminarse.

Bonterre apretó el radiómetro contra su cuerpo. No podía esperar más. Tenía que actuar, aun corriendo el riesgo de equivocarse.

51

Hatch despertó con la cara hundida en el barro. Le dolía la cabeza y algo le apretaba la espalda sin darle tregua. Y sentía el frío acero del cañón de un revólver contra la oreja herida. No había recibido un tiro, pero su perseguidor lo había tumbado de un golpe en la cabeza.

—Oiga, Hatch, la persecución ha sido muy divertida, pero el juego se ha terminado —susurró Streeter, y pareció querer taladrarle el oído con el cañón del revólver—. Y usted es el perdedor. ¿Lo ha entendido?

Streeter le echó la cabeza hacia atrás cogiéndolo por el cabello.

—Respóndame sí o no.

—Sí —dijo Hatch con voz ronca, medio ahogado por el lodo.

—No se mueva ni estornude, a menos que yo se lo ordene, o le hago papilla los sesos.

—Sí —repitió Hatch, haciendo un esfuerzo por recuperar algo de su antigua energía. Se sentía helado y medio muerto.

—Ahora nos vamos a poner de pie, suavemente y sin movimientos raros. Si resbala en el barro, es hombre muerto.

Hatch se puso de rodillas, y después de pie, lenta y cautelosamente. Intentó sobreponerse al dolor de cabeza.

—Le diré lo que vamos a hacer —se oyó la voz de Streeter—. Volveremos a la bifurcación y luego descenderemos por el Pozo Boston. De manera que empiece a caminar. Despacio.

Hatch avanzaba poniendo un pie delante del otro con mucho cuidado para no tropezar en la oscuridad. Llegaron a la bifurcación y luego descendieron por el túnel principal, tanteando todo el tiempo la pared.

Hatch pensó que no era imposible escapar. La oscuridad era impenetrable, y todo lo que tenía que hacer era dejar atrás a Streeter. Pero el revólver le taladraba el oído, y estaba aturdido por el dolor de cabeza. Se preguntó por qué Streeter no lo había matado.

Continuaron descendiendo lentamente, y Hatch comenzó a dudar de que Streeter conociera bien el Pozo Boston. Había muy pocos túneles horizontales en la isla, y casi todos estaban atravesados por pozos.

—¿Hay algún otro pozo en este túnel? —preguntó al cabo de un rato.

—Si lo hay, usted será el primero en enterarse —le respondió Streeter con una risa áspera.

Después de caminar en la oscuridad durante un rato que pareció eterno, con la duda de si el próximo paso lo lanzaría al vacío, Hatch vio al fondo un suave resplandor. El túnel describía una suave curva, y luego se divisaba una abertura profusamente iluminada y se oía el ruido de los motores. Streeter lo empujó para que se diera prisa.

Hatch se detuvo en el lugar donde el túnel desembocaba en el Pozo de Agua. Enceguecido después de pasar tanto rato en la oscuridad, tardó unos segundos en darse cuenta de que sólo estaban encendidas las luces de emergencia de la escalera de titanio. Otro agudo dolor en la oreja, y Streeter lo obligó a caminar por el andamio de metal que conectaba el Pozo Boston con la escalera.

Streeter apretó las teclas de un teclado numérico atornillado a un lado de los rieles del ascensor. Se oyó un zumbido en lo alto, y un momento después vieron el ascensor que bajaba lentamente hasta detenerse junto al andamio. Streeter empujó a Hatch para que subiera primero.

Cuando descendían, Hatch sintió un acre hedor a humo y a metal recalentado que se mezclaba con el habitual olor a podrido del pozo.

La escalera terminaba en la base del Pozo de Agua, que allí era mucho más estrecho. El aire estaba muy cargado, a pesar de los sistemas de ventilación. En el centro se veía la boca del nuevo pozo, recientemente excavado, que permitía acceder a la cámara del tesoro. Streeter le hizo señas a Hatch de que bajara por la escalera. Hatch agarrado a la barandilla, descendió por la compleja estructura de titanio. Desde abajo llegaba el ruido de los sopletes de acetileno.

Y luego Hatch se encontró de pie en el fondo del pozo, en el corazón de la isla. Streeter se dejó caer al suelo detrás de él. Hatch vio que ya habían dejado al descubierto una gran placa de hierro herrumbrada. La miró fijamente, y abandonó toda esperanza. Gerard Neidelman, arrodillado ante la placa de metal, cortaba con un soplete de acetileno un cuadrado de unos noventa centímetros. Habían soldado un perno a la placa, y la habían sujetado mediante un cable al cubo. Magnusen estaba en un rincón del pozo, los brazos cruzados sobre el pecho, y miró a Hatch con una mezcla de odio y desprecio.

Cuando Neidelman apagó la llama del soplete se oyó un fuerte silbido. El capitán se puso de pie, se levantó la visera y miró fríamente a Hatch.

—Tiene muy mal aspecto —dijo. Y luego, mirando a Streeter—: ¿Dónde lo ha encontrado?

—Había vuelto con Bonterre a la isla. Lo he capturado en el Pozo Boston.

—¿Y Bonterre?

—Su lancha se destrozó contra los arrecifes. Es muy poco probable que sobreviviera.

—Ya veo. Es una lástima que Isobel se complicara en esto. Pero usted ha hecho lo que debía, Streeter.

El otro se ruborizó ante el elogio.

—¿Me puede dejar su pistola un momento, capitán?

Neidelman sacó la pistola de su cinturón y se la tendió con una mirada interrogativa. Streeter apuntó a Hatch con ella, y le dio su propia pistola a Neidelman.

—¿Podría cargarla, señor? Me he quedado sin balas.

Miró luego a Hatch con una sonrisa malévola.

—Ha perdido su oportunidad, doctor, y no tendrá otra.

—Gerard, por favor, escúcheme —le pidió Hatch a Neidelman.

El capitán cargó la pistola y se la puso en el cinturón.

—¿Que le escuche? Lo he hecho durante semanas, y ya empieza a aburrirme. —Neidelman se quitó la visera y se la dio a Magnusen—. Sandra, siga usted con el soplete, por favor —le dijo—. Tenemos baterías para unas dos horas, o a lo sumo tres, y no podemos perder ni un minuto.

—Tiene que escucharme —insistió Hatch—. La espada de San Miguel es radiactiva. Es un suicidio abrir esa cámara.

Una expresión de cansancio apareció en el rostro de Neidelman.

—Usted nunca se da por vencido, ¿verdad? ¿No le bastaba con mil millones de dólares?

—Por favor, olvídese por un momento del tesoro —le urgió Hatch—. Piense en lo que ha pasado en esta isla. La radiactividad lo explica todo, los problemas con los ordenadores, los fallos en los sistemas informáticos. Las emanaciones radiactivas que escapaban ocasionalmente de la cámara del tesoro causaban las anomalías que nos describía Wopner. Y también las raras enfermedades que han sufrido los trabajadores. La radiación afecta al sistema inmunitario, disminuye los glóbulos blancos y las infecciones oportunistas atacan al organismo. Y apostaría a que los casos más graves se han dado entre los hombres que descendían al pozo todos los días a cavar, y a instalar el encofrado y la escalera de titanio.

El capitán lo miró con una expresión indescifrable.

—La exposición a las radiaciones provoca la caída del pelo y la pérdida de los dientes, algo que hemos observado en los esqueletos de los piratas. ¿Qué otra cosa podría haber causado la muerte de todos los hombres que encontramos en la fosa común? En los esqueletos no había indicios de violencia. ¿Y por qué se dieron tanta prisa en marcharse los hombres de Ockham? Huían de un asesino invisible que les resultaba incomprensible. ¿Y por qué encontraron luego el barco de Ockham a la deriva, con todos los tripulantes muertos? Porque recibieron una dosis mortal de radiaciones que escapaban del cofre que guardaba la espada de San Miguel.

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