Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Neidelman lo examinó de cerca. El cofre se apoyaba en unas patas de oro puro. Labradas como las garras de un águila, sujetaban un globo terráqueo. Evidentemente eran de origen barroco, y habían sido añadidas mucho después. Daba la impresión de que todo el cofre era una amalgama de estilos, que iban desde el siglo XIII hasta el barroco temprano. Sin duda, el estuche de la espada habría sufrido modificaciones a lo largo de los siglos, y cada una de las decoraciones era más suntuosa que la anterior.
Neidelman tocó las bandas de metal que aprisionaban el cofre, y le sorprendió que estuvieran tibias. Después metió la mano dentro de la jaula de hierro y acarició los adornos de oro y plata con la punta de un dedo. Hacía años que no pasaba un solo día sin que se imaginara este momento. Se había representado la escena a menudo: vería el cofre, lo acariciaría, lo abriría, y luego cogería la espada.
La había imaginado en algunas ocasiones como una gran espada romana, quizá la misma espada de Damocles. Otras veces se la representaba como una espada sarracena de oro con la hoja de plata, o como un espadón bizantino cuajado de piedras preciosas, demasiado pesado para levantarlo. Había pensado que podía ser la espada de Saladino, que un cruzado había traído a Occidente, hecha en el más fino acero de Damasco, con empuñadura de oro adornada con brillantes de las minas del rey Salomón.
Y todas estas posibilidades, todas estas especulaciones, le habían causado una intensa emoción, el sentimiento más profundo que había experimentado jamás.
Debe de ser como mirarle la cara a Dios, había pensado.
Neidelman recordó que no tenían mucho tiempo. Retiró las manos del cofre y cogió las bandas de acero que lo aprisionaban. Tiró con fuerza. La jaula que rodeaba el cofre era sólida, no se movía ni un milímetro. El capitán pensó que era curioso que las bandas penetraran en el suelo de hierro por unas hendiduras, y parecieran estar ligadas a algo que había debajo de la cámara del tesoro. Las extraordinarias medidas de seguridad confirmaban el incalculable valor de la espada.
Neidelman sacó una navaja del bolsillo y raspó la capa de herrumbre que cubría la banda que tenía más cerca. Se desprendieron unas escamas rojizas, y abajo apareció el acero reluciente. Para soltar el cofre tendría que cortar las bandas con el soplete.
El ruido de una respiración interrumpió sus pensamientos. Alzó la vista y vio a Magnusen espiándole por la abertura. Los ojos de la mujer brillaban, afiebrados.
—Baje el soplete —le dijo Neidelman—. Voy a cortar las bandas del cofre para poder sacarlo de aquí.
Magnusen tardó menos de un minuto en bajar a la cámara del tesoro. Cayó de rodillas, olvidada del soplete, y miró fijamente aquel mar de oro. Cogió un puñado de doblones y luises, y dejó que resbalaran entre sus dedos. Después cogió otro puñado, y otro, y otro. Golpeó con el codo una pequeña barrica de madera, que se hizo polvo y derramó diamantes y cornalinas. Luego, invadida repentinamente por el pánico, la mujer comenzó a meterse piedras preciosas en los bolsillos, con movimientos frenéticos, y en su prisa rompió unas cuantas bolsas. Finalmente, cayó boca abajo sobre aquella masa de objetos de incalculable valor, los brazos enterrados en las monedas de oro, las piernas abiertas. Reía suavemente, o lloraba, o quizá ambas cosas.
Neidelman cogió el soplete de acetileno y se quedó mirándola un instante. Pensó que ya era hora de que Magnusen bajara con el cabrestante el cubo a la cámara, y comenzara a llevar el tesoro a la superficie. Pero cuando miró otra vez el cofre de la espada se olvidó de Magnusen.
Cogió el grueso candado que mantenía cerrado el cofre. Era muy grueso y llevaba unos sellos ducales del siglo XIV. Los sellos estaban intactos.
Así que Ockham nunca abrió su tesoro más valioso, pensó Neidelman. Es muy extraño.
Él tendría el honor de hacerlo.
A pesar de su tamaño, el candado no apretaba la tapa del cofre, y Neidelman pudo levantarla unos milímetros insertando la hoja de la navaja. La retiró, bajó la tapa y volvió a inspeccionar las bandas metálicas que pasaban por debajo del candado, para decidir por dónde cortarlas.
Después encendió el soplete. Hubo un pequeño estallido, y en la boquilla apareció una llama blanca. Todo parecía suceder en cámara lenta, y Neidelman lo agradecía. Cada momento, cada movimiento, le producían un placer exquisito. Le llevaría unos quince minutos, tal vez veinte, quitarle las bandas al cofre, abrirlo, y coger la espada. Pero el capitán sabía que recordaría toda su vida cada segundo de ese tiempo.
Y con cuidado acercó la llama al metal.
Hatch estaba tendido en el fondo del pequeño pozo de piedra, apenas consciente, como si acabara de despertar de un sueño. Oía los ruidos que hacía Streeter, unos metros más arriba, mientras recogía la escalera plegable. La débil luz de una linterna iluminó por un instante el techo abovedado, a unos doce metros de altura, de la cámara donde había muerto Wopner. Después se oyó el ruido de las pesadas botas de Streeter, que se alejaba por el estrecho túnel que llevaba hasta la estructura de titanio. Y luego el silencio y la oscuridad envolvieron a Hatch.
Permaneció unos minutos acostado sobre la fría y húmeda piedra. Puede que, después de todo, aquello fuera realmente un sueño, una de esas horribles y claustrofóbicas pesadillas de las que uno despierta con gran alivio. Se sentó, y al hacerlo se golpeó la cabeza contra un saliente en la roca. La oscuridad era impenetrable.
Se acostó otra vez. Streeter se había marchado sin decir ni una sola palabra, y tampoco se había tomado la molestia de atarlo. Quizá para que su muerte pareciera menos sospechosa. Pero Hatch, en el fondo, sabía que Streeter no necesitaba atarlo. Era imposible que pudiera trepar por las resbaladizas paredes del pozo hasta llegar a la cámara abovedada. Dentro de dos horas, o quizá tres, ya habrían sacado el tesoro del pozo y estaría a salvo a bordo del
Griffin
. Y entonces Neidelman demolería el dique, ya muy debilitado por la borrasca. El agua anegaría el Pozo de Agua, los túneles y las cámaras subterráneas. Y también el pequeño pozo donde se encontraba Hatch.
Hatch sintió que sus músculos se contraían en un involuntario espasmo de terror mientras luchaba para que el pánico no le impidiera pensar con claridad. El esfuerzo lo dejó exhausto, y respiró profundamente, esforzándose por recuperar el control de sí mismo. El aire del pozo se hacía cada vez más irrespirable.
Se desplazó unos centímetros para apartarse del saliente; quería sentarse y apoyar la espalda contra la fría pared. Miró de nuevo hacia arriba, con la esperanza de distinguir una luz, por débil que fuera, pero no vio más que la misma impenetrable oscuridad. Consideró la posibilidad de ponerse de pie, pero la fatiga le invadió de sólo pensarlo, y volvió a echarse. Y su mano izquierda se deslizó dentro de una estrecha cavidad, bajo una pesada losa de piedra, y se cerró sobre algo frío y húmedo.
Y entonces, horrorizado, comprendió por fin dónde se encontraba, y recuperó por completo la conciencia. Con un sollozo soltó el hueso de Johnny.
El aire era frío, y había una humedad sofocante, que penetraba a través de sus ropas y le apretaba la garganta. Recordó que los gases más pesados, como el dióxido de carbono, permanecían cerca del suelo. Si se ponía de pie tal vez podría respirar mejor. Se obligó a levantarse, las manos contra la pared para sostenerse mejor. Poco a poco desapareció el zumbido que sentía en la cabeza. Se dijo que nunca había que perder la esperanza. Iba a explorar sistemáticamente la cavidad con las manos, centímetro a centímetro. Los huesos de Johnny habían acabado en esta cámara, víctima del diabólico y mortífero mecanismo creado por Macallan. Esto significaba que el túnel que desembocaba en la playa tenía que estar cerca. Si conseguía averiguar cómo funcionaba la trampa de Macallan, tal vez podría encontrar una vía de escape.
Hatch apretó la cara contra el resbaladizo muro de piedra y levantó los brazos por encima de la cabeza tan alto como pudo. Empezaría desde aquí, y bajaría palpando cuidadosamente las piedras, hasta que hubiera examinado cada centímetro cuadrado del pozo que estuviera a su alcance. Suavemente, como si fuera ciego, sus dedos exploraron cada hendidura, cada protuberancia; palparon y golpearon suavemente en busca de algún lugar que sonara a hueco.
En el primer cuadrante no encontró nada más que piedras pulidas y ensambladas. Bajó las manos y prosiguió con la siguiente sección. Pasaron cinco minutos, luego diez, y Hatch llegó por fin al suelo. A gatas, lo palpó minuciosamente.
Había revisado todos los lugares del pozo que estaban a su alcance, con la sola excepción de la estrecha y larga hendidura cercana al suelo donde estaban situados los huesos de su hermano, y no había encontrado nada, absolutamente nada, que señalara la existencia de una vía de escape.
Hatch, con la respiración entrecortada, metió las manos debajo de la pesada losa de piedra. Sus manos tocaron los jirones de la gorra de béisbol en la calavera de su hermano. Se apartó con un movimiento convulsivo. El corazón le retumbaba en el pecho.
Se puso otra vez de pie, desesperado por una bocanada de aire más puro. Johnny habría querido que luchara hasta el fin por sobrevivir.
Gritó pidiendo ayuda; al principio sin mucho ímpetu, y después con más fuerza. Trató de olvidar que en la isla ya no quedaba casi nadie, trató de olvidar a Neidelman, preparándose para abrir el cofre de la espada, trató de olvidar todo lo que no fueran sus gritos.
Gritó y gritó, haciendo de vez en cuando una pausa para respirar, hasta que finalmente algo cedió en su interior. El aire casi irrespirable, la oscuridad, el peculiar olor del Pozo de Agua, la proximidad de Johnny, todo conspiraba para desgarrar el último velo que aún cubría aquel terrible día de hacía veinticinco años. De pronto, todos los recuerdos enterrados regresaron del pasado, y Hatch estaba de nuevo a gatas, una cerilla chisporroteando en la mano, mientras un ruido extraño, como de algo que se arrastrara, se llevaba a Johnny para siempre.
Y los gritos de Hatch, pidiendo auxilio, se convirtieron en aullidos de desesperación.
—¿Qué es eso? —preguntó Bonterre, la mano inmóvil sobre el radiómetro.
Rankin le pidió con un gesto que se callara.
—Espera un minuto. Déjame que compense los vestigios de radiación.
La cabeza del geólogo estaba a escasos centímetros de la pantalla.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Sí, aquí está. Y esta vez no hay posibilidad de error.
—Roger…
Rankin se apartó de la pantalla y se pasó la mano por el pelo.
—Mira eso —dijo luego.
Bonterre le obedeció. En la pantalla se veía un remolino de líneas temblorosas encima de una larga banda negra.
—Eso negro es un hueco debajo del Pozo de Agua.
—¿Un hueco?
—Sí, una gran caverna, probablemente llena de agua. Y Dios sabe qué profundidad tendrá.
—Pero…
—Al principio era imposible verla claramente, a causa del agua que llenaba el Pozo de Agua. Y después no había podido lograr que estas sondas funcionaran en serle. Hasta ahora, claro.
Bonterre frunció el ceño.
—¿No te das cuenta, Isobel? ¡Es una caverna! Nunca nos preocupamos por estudiar qué había debajo del Pozo de Agua. La cámara del tesoro, el mismo Pozo de Agua, y nosotros, claro está, estamos encima de una maldita columna diapírica, localizada en la intersección de una falla. Eso explica las fracturas, los desplazamientos, lo explica todo.
—¿Es algo que construyó Macallan?
—No, es natural. Macallan se limitó a utilizarla. Una columna diapírica es una formación geológica, un pliegue en la corteza terrestre. —Y para mostrarle mejor su forma, Rankin unió las manos, como si fuera a rezar, y luego deslizó una hacia arriba—. Se rompen las rocas de la parte superior, y crean una compleja red de fracturas, y por lo general una hendidura vertical —una chimenea— que puede llegar a tener cientos de metros de profundidad. Esas vibraciones que hemos percibido antes… es evidente que algo estaba sucediendo en el diápiro que causaba una resonancia. Debe de ser un fenómeno relacionado con la misma estructura que creó los túneles naturales que utilizó Macallan…
De pronto, el radiómetro comenzó a emitir una señal y Bonterre se sobresaltó. Las manchas azules de la pantalla se volvieron amarillas.
—Déjame ver qué es esto —dijo Rankin, y tecleó una serle de órdenes. En la mitad superior de la pequeña pantalla apareció un mensaje en letras negras.
Detectados niveles peligrosos de radiación
Señale el sistema de medición que desea
(ionizaciones I joules I rads) y proporción
(segundos / minutos / horas)
Rankin pulsó otras teclas.
240.8 rads por hora
Detectado rápido flujo de neutrones
Probable contaminación general radiactiva
Se recomienda inmediata evacuación
—
Merde
. Demasiado tarde. —¿Para qué es demasiado tarde? —Neidelman ya ha abierto el cofre. En la pantalla apareció otro mensaje:
33.144 rads por hora
Nivel de contaminación ambiental variable
Se recomienda comenzar procedimientos habituales de control
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rankin.
—No lo sé. Puede que volviera a cerrar el cofre.
—Veamos si puedo obtener los niveles de radiación de la fuente —dijo Rankin, y comenzó a escribir en el teclado del radiómetro.
Rankin se echó hacia atrás, mirando fijamente la pequeña pantalla. Se oyó un ruido en la plataforma de observación; luego se abrió la puerta y entró Streeter.
—¡Hola, Lyle! —lo saludó Rankin, que aún no había visto la pistola que el otro llevaba en la mano.
Streeter los miró fijamente.
—Andando —ordenó, y señaló la puerta con la pistola.
—¿Adonde vamos? —preguntó Rankin—. ¿Y por qué llevas esa pistola?
—Nos vamos de paseo, solamente nosotros tres —respondió Streeter, e hizo un gesto señalando la escotilla de cristal.
Bonterre escondió el radiómetro debajo del jersey.
—¿Quieres decir que bajaremos al pozo? —preguntó Rankin, incrédulo—. ¡Pero eso es muy peligroso! Toda la estructura está suspendida sobre…
Streeter colocó el cañón de la pistola sobre el dorso de la mano de Rankin y disparó.
La detonación resonó ensordecedora en el espacio cerrado de Orthanc. Bonterre apartó involuntariamente la mirada por un segundo, pero inmediatamente después vio que el geólogo estaba de rodillas y se agarraba la mano derecha. La sangre se filtraba entre sus dedos y caía al suelo metálico.