Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Clay se arrimó al fuego y se calentó las manos. Sabía que pronto, muy pronto, le sería revelada la misión tan especial que le había sido asignada.
Isobel Bonterre miró desesperada hacia uno y otro lado de la costa rocosa. La playa estaba llena de bultos que, en la oscuridad, podían ser el cuerpo de Malin Hatch. Pero cuando se había acercado para investigar, no eran más que rocas.
Luego dirigió la mirada hacia el mar. Desde donde estaba podía ver el
Griffin
, el barco de Neidelman, anclado cerca de los arrecifes, capeando como podía el temporal. Un poco más lejos de la costa se divisaba la elegante silueta del
Cerberus
, con todas las luces encendidas. Las olas finalmente lo habían liberado de los arrecifes donde había encallado. Estaba poco menos que a la deriva, y la fuerte corriente lo llevaba mar adentro. También estaba ligeramente escorado, y era probable que hiciera agua por alguna brecha del casco. Hacía unos minutos habían bajado una lancha y alguien había salido disparado rumbo al muelle del campamento base.
No sabía si el que conducía la lancha era Streeter, pero se daba cuenta de que por moderno que fuera el
Cerberus
, era imposible que una persona lo pilotara y disparara el cañón lanzaarpones al mismo tiempo. Y eso quería decir que aquello no había sido obra de un loco solitario. Streeter había tenido ayuda.
La joven se estremeció e intentó abrigarse con el empapado chubasquero. Aún no había señales de Hatch. Si había sobrevivido a la destrucción de la lancha, cabía la posibilidad de que el mar lo hubiera traído hasta esta playa. Pero ahora estaba segura de que no se había salvado. El resto de la costa era muy abrupto, y azotado por un mar furioso…
La joven reprimió como pudo el terrible pesar que le oprimía el pecho. Tenía que terminar lo que habían comenzado, costase lo que costase.
Se dirigió hacia el campamento base por el camino más largo, en paralelo a la costa. El viento soplaba con renovada furia y arrojaba blancos copos de espuma tierra adentro. El rugir del mar en los arrecifes era tan estruendoso, tan incesante, que Bonterre apenas si oía el ruido de los truenos.
Se aproximó lentamente a las casetas. La torre de comunicaciones estaba a oscuras, y las antenas de micro-ondas, sueltas, ondeaban en el viento. Uno de los dos generadores de la isla no funcionaba, mientras el otro traqueteaba y se estremecía en su andamio de hierro como si fuera un organismo vivo, protestando ante la sobrecarga. Isobel se deslizó entre el generador apagado y los tanques de combustible, y observó cuidadosamente el campamento. En el centro se veían una serle de rectángulos iluminados: eran las ventanas de Isla Uno.
Siguió avanzando cautelosamente entre las casetas, manteniéndose en la sombra. Cuando llegó a Isla Uno, espió por la ventana. En el centro de mando no había nadie.
Fue luego rápidamente hasta el dispensario y miró por la ventana. Aquí tampoco había nadie. Intentó abrir la puerta, y soltó un taco cuando comprobó que estaba cerrada con llave. Se dirigió entonces a la parte trasera de la caseta, cogió una piedra y rompió el cristal de la ventana, sabía que era imposible que la oyeran con el ruido de la tormenta. Metió la mano por el agujero, y abrió la ventana desde dentro.
Entró en la pequeña sala que Hatch había preparado para atender situaciones de emergencia. La estrecha camilla no había sido usada, y la sábana blanca estaba tan inmaculadamente limpia y planchada como el día que la instalaron. Isobel recorrió la habitación y revolvió en los cajones buscando un revólver, un cuchillo, un arma cualquiera. No encontró más que una pesada linterna. La encendió, y apuntando con la luz al suelo, fue hacia la parte delantera de la caseta. A un lado estaba el despacho de Hatch, y frente a él un pasillo que conducía a la sala de espera. En un extremo del pasillo había una puerta con un letrero: SUMINISTROS. Estaba cerrada con llave, pero parecía muy endeble, hecha en contrachapado. Dos puntapiés bien dados la partieron por la mitad.
Tres de las cuatro paredes del pequeño cuarto estaban ocupadas por vitrinas. Las medicinas estaban en la parte superior, y en los estantes de abajo se hallaba el resto del material médico. Bonterre no sabía cómo era un contador Geiger; lo único que sabía era que Hatch había hablado de un radiómetro. Rompió el cristal de la vitrina más cercana con la linterna y buscó en los cajones, desparramando el contenido por el suelo. Nada. Hizo lo mismo con la segunda vitrina, y se guardó algo en el bolsillo. En el cajón de abajo encontró un pequeño maletín de nailon negro con el logo de la empresa Radmetrics. Dentro había un extraño aparato con manecillas plegables y una correa de cuero. En la cara superior tenía una pantalla y un pequeño teclado, y algo semejante a un micrófono salía de la parte delantera.
Isobel buscó el botón de encendido y lo apretó, rogando que la batería estuviera cargada. Se oyó un pitido y en la pequeña pantalla apareció un mensaje:
RADMETRIC SYSTEMS INC.
SISTEMA DE CONTROL Y LOCALIZACIÓN DE RADIACIONES.
RUNNING RADMETRICS RELÉASE 3.O.2 (A) SOFTWARE
BIENVENIDO, USUARIO ¿NECESITA AYUDA?- (S/N)
—Sí, toda la ayuda posible —dijo por lo bajo Isobel, y apretó la tecla
S.
En la pantalla aparecieron una serle de instrucciones. La joven las leyó rápidamente, pero se dio cuenta de que era una pérdida de tiempo intentar aprender el funcionamiento. Las baterías funcionaban, pero no había manera de saber si tenían suficiente carga.
Guardó el radiómetro en su funda y volvió a la consulta de Hatch. De repente se quedó inmóvil. Había oído un ruido que no era propio de la tormenta; parecía el disparo de un revólver.
Se puso el radiómetro al hombro y salió por la misma ventana por donde había entrado.
Hatch yacía sobre las rocas, amodorrado y tranquilo, con el agua lamiéndole el pecho. Una parte de su mente estaba un tanto irritada porque le hubieran arrancado del regazo del océano. La otra parte, pequeña pero que comenzaba a crecer, estaba horrorizada ante lo que pensaba la primera parte.
Hatch estaba vivo; de eso estaba seguro. Vivo, con todo el dolor y desdicha que aquello traía aparejado. No sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí tirado.
Ahora comenzaba a ser consciente de lo mucho que le dolían los hombros, las rodillas, las piernas. Tenía las manos y los pies entumecidos por el frío, y sentía la cabeza pesada. La segunda parte de su mente —la parte que decía que era bueno estar vivo—, le ordenaba ahora que saliera de una vez del agua y subiera a la playa.
Aspiró una bocanada con más agua que aire, y le dio un ataque de tos. Comenzó a levantarse, pero las piernas no lo sostuvieron y cayó de nuevo sobre las mojadas rocas. Se arrastró unos metros y consiguió salir del agua. Ahora estaba sobre una gran roca de granito, y la sentía fría y suave debajo de su mejilla.
Fue recuperando poco a poco la memoria. Recordaba a Neidelman, y la espada, y por qué había regresado a la isla. Recordaba el accidentado viaje, el naufragio del
Plain Jane
, la lancha, Streeter…
Streeter
.
Se sentó.
Isobel también iba en la lancha.
Se levantó, tambaleándose, volvió a caer y se levantó una vez más, empeñado ahora en salir de allí. El había caído por la popa, y las corrientes lo habían arrastrado hasta esta costa rocosa, al extremo de la isla. Un poco más adelante, recortados contra el cielo, vio los peñascos que custodiaban el campamento pirata. Bonterre debía de haber salido más cerca de la playa. Si es que había conseguido salvarse.
Se le hacía insoportable la idea de que la joven hubiera muerto.
Avanzó a los tumbos, gritando el nombre de Bonterre. Después de un momento se detuvo para mirar alrededor, y se dio cuenta de que, en su confusión, iba en dirección a los peñascos, y se estaba alejando de la playa. Trepó tambaleándose por la pendiente, y se volvió para mirar hacia el mar. No había señales de Bonterre, ni tampoco se veían los restos de la lancha. Más allá de la playa, el océano batía sin cesar contra el dique, y cada golpe de las olas hacía que el agua se filtrara con fuerza por una telaraña de grietas.
Una luz fugaz pareció avanzar por la playa. Miró otra vez y ya no vio nada: un relámpago, que se reflejaba en las rocas. Comenzó a descender la pendiente.
Y en ese instante volvió a ver la luz, esta vez más cerca, que avanzaba lentamente. Después el blanco rayo de luz de una lámpara halógena hendió la oscuridad. Iba de acá para allá en la playa, y comenzó a recorrer los peñascos. Hatch, instintivamente, retrocedió para escapar a la búsqueda.
Pero la luz le dio en los ojos, cegándolo. Hatch se tiró al suelo y comenzó a trepar por las rocas a gatas. La luz recorrió el suelo, muy cerca de él, buscándolo. Y Hatch vio que su sombra se alzaba frente a él. Ya le habían descubierto.
Volvió a oír el mismo ruido que cuando estaban cerca del
Cerberus
. Parecía como si unas gigantescas agujas hicieran punto. Unas pequeñas nubéculas de lodo y tierra estallaron a su derecha. Streeter estaba detrás y le disparaba con la
fléchette
.
Hatch rodó rápidamente hacia la izquierda e intentó con desesperación llegar a la cima del peñasco. Volvió a oírse el traqueteo metálico, y cientos de clavos de tungsteno se clavaron en el lugar que había ocupado segundos antes.
Se arrastró hasta la cima del risco y se arrojó por el terraplén del lado opuesto, resbalando sobre la hierba mojada. Se puso de pie y miró alrededor. No había ningún árbol que pudiera servirle de refugio, sólo un prado donde estaría absolutamente al descubierto, y luego la colina que llevaba hacia Orthanc. Desde donde estaba veía el cobertizo donde se guardaban las herramientas y equipos que Bonterre había usado para los trabajos de campo, y al lado se abría una fosa rectangular. Era la tumba de los piratas.
La mirada de Hatch se demoró en el cobertizo. Podía esconderse adentro, o quizá debajo. Pero sería el primer lugar donde Streeter lo buscaría.
Dudó un instante. Después corrió a través del prado y saltó dentro de la tumba. Trastabilló por el impacto de la caída —la tumba tenía aproximadamente un metro de profundidad—, pero recuperó enseguida el equilibrio. La luz de un relámpago iluminó fugazmente el lugar. Habían retirado algunos esqueletos de la fosa común, pero la mayoría permanecía in situ, cubiertos con telas impermeables. La excavación debía finalizar la próxima semana, y Bonterre sólo había retirado los esqueletos que necesitaba para obtener una selección representativa.
El retumbar de un trueno lo lanzó nuevamente a la acción, y se arrastró debajo de uno de los encerados. Sintió un objeto duro y punzante que le molestaba. Removió la tierra con la mano y sacó un trozo de hueso. Lo apartó y se quedó inmóvil, a la espera.
Se oyó el ruido de un pie que se hundía en el lodo.
Hatch contuvo el aliento. La puerta del cobertizo se abrió con un rechinar de goznes. Después, silencio.
Ruido de pasos otra vez, primero lejos y luego más cerca. Una respiración fuerte y acompasada, a unos tres metros de distancia. El clic de un arma que se prepara para disparar. Y Hatch supo que no había engañado a Streeter.
La
fléchette
ladró, y el suelo de la tumba pareció convertirse en un organismo vivo, lleno de minúsculas nubéculas de polvo y arena, y fragmentos de huesos que volaban por el aire. Hatch vio de reojo cómo el encerado se agitaba bajo el impacto de cientos de pequeños clavos, y los huesos se deshacían. Las mortales hileras de agujas estaban cada vez más cerca, y Hatch se dio cuenta de que no tenía más de un par de segundos para decidir qué hacer.
El arma tosió una vez más. Después se oyó un ruido metálico, como un tintineo, y Hatch decidió arriesgarse. Se puso de pie y cubierto por el encerado, salió de un salto de la tumba y corrió en la dirección donde había oído el ruido. Chocó con Streeter, y lo hizo caer de espaldas en el lodo. La
fléchette
también cayó al suelo, junto con un bote de proyectiles y una linterna que rodó por la hierba. Streeter se debatía frenético debajo del encerado. Hatch le dio un rodillazo en donde supuso estaba la entrepierna, y fue recompensado por un grito de dolor.
—¡Hijo de perra! —gritó Hatch, y se le echó encima y comenzó a golpearlo a través del encerado—. ¡Jodido hijo de perra!
De repente, algo lo golpeó con fuerza en la mandíbula y Hatch sintió que le crujían los dientes. Se echó hacia atrás, mareado. Streeter seguramente le había dado un cabezazo. Hatch volvió a arrojarse sobre el encerado, pero Streeter era muy fuerte para su estatura, y Hatch se dio cuenta de que en cuestión de segundos se habría desembarazado de la tela impermeable. Se lanzó entonces sobre los proyectiles y los arrojó lejos, a la oscuridad. Y luego, mientras Streeter se ponía de pie y se libraba del encerado, Hatch fue por la linterna. Streeter se llevó la mano a la cintura y sacó una pequeña automática. Hatch, sin detenerse a pensarlo, apagó la luz de un pisotón.
La oscuridad los envolvió y se oyó un disparo. Hatch echó a correr en zigzag por el prado y subió por la colina del centro de la isla, quería llegar al laberinto de senderos que se extendía desde allí. Un relámpago iluminó a Streeter, cien metros más abajo. El hombre vio a Hatch y echó a correr hacia él. Hatch fue hacia el pozo; primero por un sendero y luego por otro, confiando en su intuición para mantenerse dentro de los límites de las cintas amarillas. Oía detrás de él los pasos y la respiración agitada de Streeter.
Cuando llegó a lo alto vio las luces de Orthanc que atravesaban la niebla. Se dirigió hacia allí, pero luego cambió de rumbo. Se había dado cuenta de que si se acercaba a la luz sería un blanco perfecto para Streeter.
Hatch se preguntó qué hacer. Podía bajar hasta el campamento base, e intentar despistar a Streeter entre las edificaciones. Pero allí podrían atraparlo con facilidad. Y tenía que librarse lo antes posible de Streeter.
Se dio cuenta de que no iba a poder hacerlo mientras se mantuviera en la superficie.
Había un túnel, el Boston, que descendía en una pendiente suave. Y si recordaba bien, desembocaba en el Pozo de Agua. Se lo había mostrado Neidelman la primera vez que exploraron la construcción de Macalian.
No había tiempo que perder. Echó una mirada a las luces de Orthanc para orientarse, y giró por otro sendero. Aquí estaba el Pozo Boston, detrás de las cintas de seguridad: un agujero negro en cuyos bordes crecía la maleza.