El pozo de la muerte (21 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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—¡Lo hemos conseguido! —exclamaba Neidelman mientras daba la vuelta a la torre estrechando las manos de todos—. ¡Estamos vaciando el Pozo de Agua!

El capitán cogió la botella de champán y la descorchó.

—Durante más de doscientos años, el enemigo ha sido el agua —dijo el capitán mientras servía el champán, y a Hatch le pareció percibir un estremecimiento de emoción en su voz—. Era imposible comenzar a buscar el tesoro si antes no se vaciaba el Pozo de Agua. Pero desde mañana, amigos, este lugar tendrá que llamarse de otra manera, pues ya no habrá más agua en él. Mi agradecimiento, y también mis felicitaciones a todos ustedes —dijo, y levantó la copa.

En toda la isla resonaban gritos de alegría.

—El nivel del agua ha descendido cuatro metros y medio —dijo Magnusen.

Hatch, con la copa en la mano, fue hasta el centro del recinto y miró por el cristal del suelo. Era perturbador contemplar el interior del Pozo de Agua. Los hombres de Streeter estaban de pie junto a la enorme manguera, controlando el caudal. El agua era extraída a razón de cien mil litros por minuto —el contenido de una piscina cada dos minutos—, Hatch creyó percibir el descenso del nivel de agua. Las aguas descendían milímetro a milímetro, y poco a poco comenzaban a verse los muros cubiertos de algas y crustáceos. Y Hatch se dio cuenta de que le invadía una perversa sensación de tristeza. No parecía justo que ellos lograran en menos de dos semanas lo que no habían podido conseguir otros en doscientos años de dolor, sufrimiento y muerte.

—Habla el capitán —dijo Neidelman por radio, y su voz se difundió por toda la isla—. Todo el personal que no sea indispensable puede tomarse la tarde libre.

Se oyeron aplausos en toda la isla. Hatch miró a Magnusen y se preguntó qué estaría estudiando la mujer con tanta atención.

—Capitán —llamó Rankin desde su propia pantalla.

Bonterre, cuando vio la expresión de su cara, se acercó y también comenzó a observar atentamente el monitor.

—¡Capitán! —insistió Rankin, alzando la voz.

Neidelman, que estaba sirviendo más champán, se acercó al geólogo. Rankin le señaló la pantalla.

—El nivel del agua ya no sigue descendiendo —dijo.

Todos callaron, y miraron por el cristal del suelo.

Un siseo débil pero continuo surgió del pozo, y las burbujas, surgidas de las tenebrosas profundidades, comenzaron a agitar la oscura superficie del agua.

—Aumenten el volumen del caudal a ciento cincuenta mil litros —dijo Neidelman.

—De acuerdo, señor —respondió Magnusen.

El rugido de los motores de las bombas se oyó con más fuerza.

Hatch, sin decir nada, se unió a Rankin y a Bonterre ante la pantalla del geólogo. La banda azul que indicaba el nivel del agua estaba entre los tres y los seis metros. Y mientras miraban, la banda se agitó en la pantalla y luego comenzó a subir, lenta pero inexorablemente.

—El agua está otra vez en los cuatro metros y medio.

—¿Cómo puede ser? —preguntó Hatch—. Los túneles están cerrados, el agua del mar ya no puede entrar al pozo.

—Streeter, ¿cuál es el máximo que pueden extraer esas bombas? —preguntó Neidelman por radio.

—Están preparadas para doscientos mil litros, señor —llegó la respuesta.

—No le he preguntado para cuánto están preparadas, sino cuál es el máximo que pueden extraer.

—Doscientos cincuenta mil litros, capitán. Pero…

—Hágalo —dijo Neidelman, dirigiéndose a Magnusen.

Afuera, el rugir de los motores de las bombas se volvió ensordecedor, y la torre se estremeció con violencia a causa del esfuerzo. Nadie hablaba, y todos miraban los monitores. La línea azul se detuvo otra vez, luego tembló, y pareció descender un poco. Hatch exhaló lentamente, y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.


Grande merde du noir —
musitó Bonterre.

Hatch, sin poderlo creer, vio que el nivel del agua en el Pozo comenzaba a subir otra vez.

—Estamos de vuelta en los tres metros —dijo Magnusen, implacable.

—Ponga las bombas a trescientos mil litros —dijo Neidelman.

—¡Señor, no podemos…! —se oyó la voz de Streeter en la radio.

—¡Haga lo que le digo! —ordenó Neidelman a Magnusen con voz áspera.

La ingeniera hizo girar los botones.

Hatch se dirigió una vez más a la portilla de observación. Abajo, Streeter sujetaba con bandas adicionales de metal la manguera de la bomba, que se movía en el suelo y se retorcía como si estuviera viva. Hatch se puso tenso; sabía que si la manguera reventaba, la presión del agua, a trescientos mil litros por minuto, podía partir a una persona en dos.

El rugir de los motores se había convertido en un aullido, un grito fantasmal que parecía atravesarle el cerebro. Hatch sentía que la isla se estremecía bajo sus pies. La línea azul del monitor onduló, pero no descendió.

—¡Capitán! —gritó Streeter—.¡La cubierta exterior de la manguera comienza a agrietarse!

Neidelman permanecía inmóvil, como paralizado, contemplando el Pozo de Agua.

—¡Capitán! —se oyó la voz de Streeter en la radio, gritando para imponerse al ruido—. ¡Si la manguera estalla, se derrumbará Orthanc!

Hatch ya abría la boca para hablar cuando Neidelman se dirigió con tono brusco a Magnusen.

—Apague las bombas —le dijo.

En el silencio que siguió, Hatch oyó los gemidos y susurros que surgían del Pozo de Agua, debajo de ellos.

—El nivel del agua está volviendo a la normalidad, señor —dijo Magnusen sin apartar la vista de su consola.

—Esto no puede ser, hombre —murmuró Rankin, estudiando los gráficos del sonar—. Hemos cerrado los cinco túneles. Esto va a ser un problema terrible.

Neidelman se dio la vuelta para responderle, y Hatch vio el duro perfil y el implacable brillo de los ojos del capitán.

—No será un problema —dijo con una voz baja y extraña—. Haremos lo que hizo Macallan. Construiremos un dique.

20

A las diez menos cuarto de la noche Hatch salió por la escotilla del
Cerberus
y cruzó la pasarela para volver a su propio barco. Al final del día, cuando terminó su trabajo, se había dirigido a la nave principal para inspeccionar la máquina CBC que tendría que usar si necesitaba hacer un análisis de sangre a un miembro de la expedición. Una vez a bordo, se había puesto a charlar con el contramaestre de Thalassa, y finalmente le habían invitado a cenar en el
Cerberus
para que conociera a la media docena de hombres que lo tripulaban. Al final de la cena, repleto de lasaña vegetal y de café expreso,

Hatch se había despedido de los simpáticos marinos y técnicos de laboratorio y se había encaminado por los blancos corredores hacia la escotilla. Cuando pasó frente a la puerta del camarote de Wopner consideró por un instante la posibilidad de entrar a hablar con el programado pero decidió que un informe sobre los últimos adelantos en la descodificación del manuscrito de Macallan no compensaba la desagradable recepción de que sin duda sería objeto.

De regreso en el
Plain Jane
, Hatch puso en marcha los motores, soltó las amarras y zarpó rumbo a la cálida noche. A lo lejos se veían las luces de la costa de Maine, y en la isla Ragged un puñado de luces conseguía atravesar el manto de niebla. Venus colgaba muy baja sobre el horizonte, hacia el oeste, y se reflejaba en el agua como una ondulante hebra blanca. El motor había arrancado con bastante ruido, pero cuando Hatch aceleró disminuyó hasta quedar en un suave ronroneo. La popa del barco dejaba tras de sí una estela fosforescente, como chispas que se desprendieran de un fuego verde. Hatch suspiró satisfecho, pensando en las horas de tranquilidad que tenía por delante.

De repente, volvió a oírse el ruido forzado del motor. Hatch se apresuró a apagarlo y dejó que el barco fuera a la deriva.

Parece como si entrara agua en la bomba del combustible, pensó. Con un suspiro fue a buscar una linterna y herramientas. Tras dirigirse a la parte baja de popa, levantó la cubierta del motor. Lo iluminó con la linterna, buscando el separador del combustible y el agua. Cuando lo encontró, destornilló el pequeño cuenco. Tal como había pensado, estaba lleno de un líquido oscuro. Lo vació sobre la borda y luego se agachó para ponerlo otra vez en su lugar.

Y después, se detuvo a escuchar. Un ruido insólito rompía el silencio que se había hecho cuando apagó el motor. Por un instante no comprendió de qué se trataba. Después lo reconoció: era una voz de mujer, grave y melodiosa, que cantaba un aria llena de encanto. Se puso de pie y sin pensarlo se volvió en dirección a la voz. Flotaba por encima de las oscuras olas, inesperada y fascinante, seduciendo con su dulcísimo lamento.

Hatch escuchaba arrobado. Cuando miró a lo lejos, se dio cuenta de que la voz venía del
Griffin
, que tenía todas las luces apagadas. En el barco de Neidelman sólo brillaba una pequeña luz rojiza: Hatch vio con sus prismáticos que era el capitán, que fumaba su pipa en cubierta.

Hatch bajó la cubierta del motor y lo puso en marcha otra vez para probarlo. Este arrancó inmediatamente, y ahora su ruido era suave y regular. Hatch, en un impulso, se dirigió lentamente hacia el
Griffin
.

—Buenas noches —lo saludó el capitán cuando estuvo más cerca, y su voz se oyó con una claridad sobrenatural en la quietud de la noche.

—Buenas noches —respondió Hatch, y puso al
Plain Jane
en punto muerto—. Apostaría a que se trata de Mozart, pero no sé a qué ópera pertenece. ¿Es un fragmento de Las bodas de Fígaro}

—Es Zeffiretti Lusinghieri.

—¡Ah! De Idomeneo.

—Sí. Sylvia McNair lo interpreta muy bien, ¿verdad? ¿Usted es aficionado a la ópera?

—Mi madre lo era. Todos los sábados por la tarde, la radio llenaba nuestra casa de tríos y tuttis. Yo he me he aficionado en épocas más recientes, hace unos cinco años, aproximadamente.

Se hizo un momento de silencio.

—¿No quiere subir a bordo? —lo invitó Neidelman.

Hatch amarró el
Plain Jane
a la barandilla del otro barco, paró el motor y saltó al
Griffin
, ayudado por

Neidelman, que le tendió la mano. Por un instante el tabaco de la pipa ardió con más intensidad e iluminó fugazmente el rostro del capitán, acentuando sus pómulos y las cuencas de sus ojos. El trozo de oro clavado en el techo de la timonera brillaba a la luz de la luna.

Permanecieron junto a la borda, en silencio, escuchando las notas finales del aria. Cuando terminó y comenzó la parte recitada, Neidelman respiró hondo y luego golpeó la cazoleta de la pipa contra el casco del barco.

—¿Cómo es que todavía no me ha aconsejado que. deje de fumar? —dijo Neidelman—. Todos los médicos que he conocido han intentado convencerme de que dejara el tabaco. Salvo usted, claro.

Hatch se lo pensó durante un instante.

—Creo que sería una pérdida de tiempo —dijo luego.

—Ya veo que me conoce bien —rió el capitán—. ¿Qué le parece si bajamos a tomar una copa de oporto?

Hatch lo miró sorprendido. Esa misma noche, en la cocina del
Cerberus
, había oído decir que el capitán jamás invitaba a nadie a bajar a sus aposentos en el
Griffin
; nadie había visto jamás cómo vivía. Neidelman, aunque muy amable con sus hombres, siempre mantenía las distancias.

—Menos mal que nunca le he reprochado sus vicios —bromeó Hatch—. Muchas gracias, me encanta el oporto.

Siguió a Neidelman a la timonera, luego bajaron unos pocos escalones y entraron por una puerta baja. Otro estrecho tramo de escaleras de metal, otra puerta, y Hatch se encontró en una habitación amplia y de techo bajo. Contempló admirado todo lo que le rodeaba. Las paredes estaban revestidas de caoba, labrada en estilo georgiano y con incrustaciones de madreperla. Los cristales coloreados que cubrían las portillas eran de Tiffanny, y contra las paredes había asientos tapizados en piel. El fuego ardía en el hogar, y los leños de abedul, al quemarse, llenaban la habitación con su aroma. A ambos lados de la chimenea había bibliotecas con puertas de cristal, y Hatch vio en el interior volúmenes encuadernados en piel de becerro con letras de oro. Se adelantó para ver los títulos:
Los Viajes
, de Hackluyt, una edición antigua de los
Principia
, de Newton. Aquí y allá había valiosísimos manuscritos iluminados e incunables, dispuestos de manera que pudieran verse desde fuera. Hatch reconoció un hermoso ejemplar de
Les Tres Riches Heures du Duc
de Berry. Había también un estante pequeño dedicado a primeras ediciones de libros sobre piratas:
Los deleites de un soltero,
de Lionel Wafer;
Bucaneros de América
, de Alexander
Esquemelion y la Historia general de los robos y asesinatos de los piratas más famosos
, de Charles Johnson. Sólo la biblioteca debía de haber costado una fortuna. Hatch se preguntó si Neidelman había pagado la decoración de su barco con las ganancias producidas por el rescate de otros tesoros.

En la pared, próxima a una de las bibliotecas, colgaba una pequeña marina con marco de bronce. Hatch se acercó para examinarla de cerca. Y se quedó atónito.

—¡Mi Dios! Esto es un Turner, ¿no?

Neidelman asintió con la cabeza.

—Es un estudio que realizó para su pintura Tempestad en Beachy Head, de 1874.

—Ese cuadro está en la Tate, ¿verdad? Hace unos años, cuando estuve en Londres, traté de copiarlo.

—¿Usted pinta? —preguntó Neidelman.

—Soy un modesto aficionado. Pinto acuarelas, por lo general.

Hatch continuó examinando la habitación. Los demás cuadros que colgaban de las paredes no eran pinturas sino grabados de especímenes botánicos: flores espectaculares, hierbas y plantas exóticas.

Neidelman fue hasta una vitrina baja, sacó dos copas de cristal y escanció el oporto.

—Esos grabados —explicó, siguiendo la mirada de Hatch— son de sir Joseph Banks, el botánico que acompañó al capitán Cook en su primer viaje alrededor del mundo. Éstos son especímenes que recogió en la bahía Botany, poco después de que descubrieran Australia. Fue la fantástica variedad de plantas que había allí lo que llevó a Banks a darle ese nombre.

—Son hermosos —murmuró Hatch, cogiendo su copa.

—Son posiblemente los mejores grabados sobre plancha de cobre que jamás se han hecho. Banks fue un hombre muy afortunado; era botánico, y le fue concedido explorar un nuevo continente.

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